

Ante la imposibilidad de viajar, el aeropuerto como objeto construido pierde lo útil de su función. Por estos días el mundo está lleno de elefantes blancos que sólo hace meses eran testigos de un mundo en frenético movimiento y que hoy son la mejor señal de la pausa en que estamos sumergidos. El aeropuerto se vacía y la catedral del mundo globalizado expresa en su silencio la crisis del mundo moderno. Esta es una crónica sobre un espacio clave del hombre contemporáneo, antes de que alguno tenga que convertirse en hospital de campaña.
Por_Gonzalo Schmeisser
Un recuerdo. Es 1997 y una mujer llora en silencio detrás de una mampara de vidrio, mientras alguien del otro lado –polera roja, bototos, mochila al hombro y el pasaporte azul de esa época en las manos– saluda desde la fila, sonriente pero con el semblante triste. Alguien se queda y alguien se va. El espacio que alberga este momento y todos los momentos como éste que ocurren a diario es amplio y todo parece más o menos nuevo. Entre los cristales gruesos que separan recintos, grandes perfiles de aluminio interrumpen en franjas oscuras la luz que viene desde todos lados. Es un lugar bello, cómodo, un espacio adecuado para ser feliz, pero sin embargo mucha gente llora.
La mujer es mi madre y el que parte, mi hermano, apenas un niño. ¿El destino? Nueva Zelanda, una isla perdida en el pacífico al otro lado del mundo. ¿El lugar? El aeropuerto Arturo Merino Benítez de Santiago, que por esos días es lo más moderno que hay en Sudamérica. Yo permanezco en silencio, sin emociones evidentes.
Por esos años no me lo preguntaba, pero ya para entonces supongo –antes de los vuelos instantáneos, de las aerolíneas low cost, de los 12 millones de pasajeros diarios a nivel global– que los arquitectos de los aeropuertos sabrían que estaban diseñando espacios de calidad única, ejercicios de arquitectura que desafían a la luz y al aire, a la física y a la resistencia de los materiales, a las corrientes estéticas y a los movimientos; pero cuya belleza es capaz de disolverse ante las emociones más internas que experimentamos los humanos, por ejemplo, cuando alguien que uno quiere se va. Como mi hermano aquel día de 1997.

TWA Hotel at JFK Airport in New York City. Foto: Kevin Hagen/Getty Images/AFP
En tránsito
Parte del espíritu de un aeropuerto radica en el saberse un espacio de tránsito, donde nadie debiera permanecer por más de un tiempo moderado: algunas horas, máximo un día.

Beijing Daxing International Airport, diseñado por Zaha Hadid. Foto: Hu Qingming / Imaginechina / Imaginechina via AFP
Se despide y se parte. Se aterriza y se vuelve a volar. Se entra, se deja y se retira. Hay ahí una paradoja interesante, pues en general la gran arquitectura en estas escalas ha sido destinada a los espacios de permanencia, llámese palacios antiguos, hoteles modernos, parlamentos, hospitales, rascacielos y malls. En los aeropuertos la creación material del espacio se reduce más a la dimensión simbólica de la arquitectura, una medida como un contenedor de emociones, más que al deleite prolongado que ofrece un edificio bello y la posibilidad de permanecer en él.
Tal vez un estadio es una comparación posible, un lugar de emociones intensas pero pasajeras, euforia y luego silencio. La diferencia es que el estadio está generalmente rodeado de ciudad, y es más probable que uno se cruce alguno caminando sin esperarlo.
Al aeropuerto se va. Nadie se lo cruza por la calle y supongo que pocos deciden ir de paseo un día, sólo por placer. Del centro de Madrid a Barajas hay por lo menos una hora en bus, atravesando los polígonos industriales del extrarradio. De Ezeiza hasta el centro, en Buenos Aires, hay más de cuarenta y cinco minutos, muchos de ellos cruzando la escondida miseria de la capital argentina. Lo mismo en Guarulhos, Sao Paulo. Parecido en el Carrasco de Montevideo, aunque los barrios circundantes son mucho más elegantes. El SFO de San Francisco no está en San Francisco sino que en San Bruno, y el Malpensa de Milán tampoco está en Milán, está en Gallarate. Para ir desde el centro de Shanghái al aeropuerto de Pudong hay que transitar algo así como diez minutos, pero sólo porque se accede en un tren bala.
El tránsito, en ese sentido, también se cuenta desde el momento del viaje hacia el edificio. Entonces un aeropuerto siempre va a representar una plataforma transitoria, un tiempo líquido y en movimiento, de entrada o de salida, al que nos dirigimos para salir o ver salir. Por muy pomposa o sofisticada que sea su arquitectura, en este espacio no se está más de lo necesario.

Aeropuerto internacional de Carrasco, Montevideo, del artquietecto Rafael Viñoly. Foto: Mario Goldman / AFP
Virtuosismo de un espacio efímero
Un aeropuerto podría ser sólo un galpón tipo sala de espera contigua a una gran pista de despegue y aterrizaje, como fue Cerrillos alguna vez. Un lugar que reconozca lo efímero de la estancia, en que lo importante sea el vuelo y, tal vez, el destino. Sin embargo, la función para la que fueron concebidos se ha sofisticado y las necesidades de los usuarios se ha complejizado. No basta con una puerta de entrada y otra de salida. Se necesitan espacios para counters, venta de tickets, seguros y souvenirs, garitas de policía internacional, áreas iluminadas de duty free, hamburgueserías, cafés, salas de espera, salones VIP y acceso a puertas de embarque.
El auge debe haber ocurrido entre 1970 y 1990, cuando la aviación comercial y los viajes recreativos dejaron de pertenecer a las élites y se transformaron en algo más o menos cotidiano. En esa interfaz algunos de los más renombrados arquitectos contemporáneos se presentaron para hacer de esta necesidad un escenario.
Sin ir más lejos, el mismo Emilio Duhart, tal vez el gran arquitecto chileno del Siglo XX, es quien está detrás del aeropuerto de Pudahuel, donde ocurrió esa despedida en 1997. Lo mismo con otros nombres internacionales como Zaha Hadid en Beijing, Norman Foster en Arabia Saudí o Moshe Safdie en Singapur, todos de una factura técnica compleja y simbólicamente potentes.
Otros buenos ejemplos de calidad arquitectónica son el aeropuerto de Bakú en Azerbaiyán, que presenta un juego de volúmenes interiores, materiales y colores poco habituales para recintos de este tipo. El TWA del JKF de Nueva York, con su estética futurista sesentera como de la serie animada «Los Supersónicos». Y el mismo aeropuerto de Carrasco, en Uruguay, de Rafael Viñoly, quien simboliza muy bien en su cubierta curva el espíritu efímero, liviano y fugaz del viaje.

Jewel Changi Airport en Singapur, del arquitecto Moshe Safdie. Foto: WF Sihardian / NurPhoto via AFP
Puerto del aire
Como pasa con todo lo que se nos prohíbe, dan más ganas de hacerlo. Como los viajes son hoy algo de otro tiempo nos damos a recordar estos portales de salida a lo desconocido. Los aeropuertos son hoy espacios de la nostalgia de un pasado (y un futuro) incierto, donde no sabemos si podremos volver pronto a experimentar de nuevo el goce del espacio ampliado y los kilómetros de vista despejada que puede ofrecer un ventanal que da hacia una pista, por donde el sol va cayendo, mientras se espera un puente aéreo de Santiago a Concepción, un vuelo nocturno a Bogotá o un viaje transatlántico hasta Roma.
Escribo esta crónica desde un departamento, mirando por una ventana un cielo por el que no pasa ningún avión. Al menos desde esta perspectiva no veo a nadie moverse para tener la experiencia de salir de lo conocido e instalarse en alguna realidad ajena que se le presente como un portal hacia un mundo distinto. Algún lugar del Planeta en que el espacio importa más que el tiempo.
Mientras siga la imposibilidad del intercambio físico y la prescindencia de sus edificios, sólo queda soñar un poco paseándose virtualmente por estas piezas de arquitectura cuya importancia material es igual a la simbólica y, si se quiere, a la poética. Ni más ni menos, el aeropuerto es un puerto del aire.
*GONZALO SCHMEISSER. Arquitecto y Magíster en Arquitectura del Paisaje. Ha participado en diversos proyectos editoriales y publicaciones afines al quehacer arquitectónico y a la narrativa. Es profesor en las escuelas de arquitectura de las universidades Católica y Diego Portales. Es, además, fundador del sitio web de arquitectura, viaje y palabra www.landie.cl.