

Después de una temporada en silencio, el fotógrafo estadounidense, heredero de la tradición de Walker Evans y Robert Frank, y célebre por sus retratos melancólicos y sutiles, regresó con fuerza: además de publicar un nuevo libro, «I Know How Furiously Your Heart Is Beating», durante este primer semestre expuso en Berlín, San Francisco, Nueva York y Minnesota.
Por_ Evelyn Erlij
Desde Berlín
Alec Soth (1969) suele hacer las cosas al revés. Cuando buena parte de los fotógrafos contemporáneos trabajan en digital, él ni siquiera opta por los viejos rollos de 35 milímetros, sino por eso que se conoce como “gran formato”: placas de 8×10, cuadradas y aparatosas, que producen negativos inmensos y que se obtienen con una cámara todavía más grande, pasada de moda, muy difícil de mover. Además, Soth vive y trabaja en Minnesota, lejos de los grandes polos artísticos que tendría al alcance de la mano –Nueva York o Los Angeles–, y, como un militante de la provincia, se ha dedicado a fotografiar el Estados Unidos profundo. Ese de los votantes de Trump y de una precariedad muy poco representada. Soth, tal vez en su trabajo más famoso, siguió el río Misisipi retratando a tipos solitarios, extraños, personajes o paisajes que parecen ajenos a la civilización, perdidos en un mundo curiosamente atrasado y, al mismo tiempo, sublime y delicado.
Si en los años 60, Stephen Shore, uno de los fotógrafos estadounidenses más importantes, recorrió el país con una pequeña cámara Rollei 35, que técnicamente cabe en un bolsillo, Soth hizo algo similar, pero al revés. A su modo, asumió esa vieja tradición de la que también participó Walker Evans y capturó el espíritu de Estados Unidos (o, al menos, de cierto Estados Unidos) mirando a través de un lente, en su caso, de 300 milímetros. Soth lo intentó con más agua: recorrió los alrededores tristes y desolados del Niágara, que en nada se parecen a las postales turísticas, y, tiempo después, se entregó a un montón de perros callejeros en Bogotá. Annette Kuhn, la teórica inglesa, decía que las fotografías familiares nunca son sólo un documento del pasado, sino una forma de reescribirlo, de apropiarse de él, de resignificarlo. En ese sentido, los perros de Soth también valen como parte central de su propio e íntimo álbum familiar: fue hasta allá para adoptar a un niño, y mientras esperaba el término de los trámites, retrató a perrosvagabundos y publicó el volumen «Dog Days Bogota».
Tal vez porque hace las cosas al revés, la suya ha sido una carrera rápida. Recién en 2004 comenzó a publicar, siguiendo la senda que tan bien ha cultivado el británico Martin Parr: privilegiando los libros de fotos, para que las imágenes circulen en ese formato que las vuelven accesibles, rápidas, baratas, capaces de moverse de mano en mano. Ese año, en el que también fue invitado a la Bienal del Whitney Museum, apareció su legendario libro debut «Sleeping by the Mississippi». A raíz de él, el ensayista inglés Geoff Dyer escribió que la decisión de usar grandes cámaras provocaba un efecto curioso: retardaba o, al menos, ralentizaba hasta el agotamiento la tradición del cronista o del documentalista fotográfico. Esos que tienen la cámara siempre lista y dispuesta, que con Robert Frank o Garry Winogrand encontraron a sus grandes maestros.

Alec Soth, «Anna». Kentfield, California. 2017 | cortesía del artista y de Loock Galerie
Con las cámaras que usó Soth en sus primeros libros, nada se improvisaba y cualquier decisión era meditada: necesitaba armar el trípode, montar la cámara, esconderse bajo una sábana y, de paso, ver la imagen al revés. Así, no sólo iba contra la corriente de lo rápido, lo inmediato, lo leve, sino que aprovechaba de capturar en cámara lenta paisajes y personajes extravagantes. Al mismo tiempo, casi sin querer, hacía historia de la fotografía. En sus imágenes, escribe Dyer, se deja ver una consciencia histórica, una reflexión sobre el propio arte fotográfico que avanza desde el pasado hasta el presente. «Sleeping by the Mississippi», dice, tiene más fotografías de fotos que fotos en sí. Y es cierto: en sus retratos se cuelan por detrás dos o tres marcos con imágenes familiares que, visto con algo de distancia, también valen como una forma de insertarse en la historia de la fotografía, o al menos en el mundo que ya no se entiende sin su propia representación.

Alec Soth, «Olga». Berlín. 2018 | cortesía del artista y de Loock Galerie
Ahora en simple
Desde hace varios años, Soth es miembro de Magnum, la legendaria agencia fundada, entre varios otros, por Robert Capa y Henri Cartier-Bresson. También tiene una editorial independiente, Little Brown Mushroom, en la que publica varios de sus libros; lleva un pequeño centro cultural en Minnesota y una cuenta muy popular en Instagram. Es un tipo ocupado: viaja por el mundo dando talleres o llevando a cabo encargos para grandes publicaciones. Pero cuando nadie lo esperaba, hizo una pausa. En una entrevista con «The New York Times» contó que en 2016, en Helsinki, tuvo una experiencia medio mística. Se sentó frente a un río y se largó a llorar por mucho rato y luego, caminando de vuelta al hotel, sintió que amaba a cada una de las personas con que se cruzaba, que todos estaban conectados. Y se calló. Dejó de publicar, se encerró en su casa, que queda en el campo, y dice que tomó muy pocas fotos, todas bien planeadas, que prácticamente no hizo nada hasta que este 2019 volvió multiplicado por cuatro.
«I Know How Furiously Your Heart Is Beating», su último libro, toma el título de un verso de Wallace Stevens y, según Soth, es su trabajo más liberado –acaso liberador–, el que ha fluido con mayor soltura. Según cuenta, ahora intenta controlar menos los procesos, que los retratos en interiores –por lo general de gente que no puede venir de otro lado que no sea del mundo de Soth– están menos manipulados, que su vuelta a la fotografía no tiene grandes ambiciones. Son sólo 35 imágenes de interiores con las que quería hacer las cosas simples.
Algunas retratan personas y otras, espacios. Si después de fotografiar durante más de una década el paisaje norteamericano, yendo de un lado a otro, ahora llegó el momento de los interiores y de la vida privada. Para celebrar la salida del libro –y para dar por terminada, al menos de un modo simbólico, su etapa de silencio–, durante este primer semestre expuso sus nuevas fotografías en las galerías Loock, de Berlín; Fraenkel, de San Francisco; Sean Kelly, de Nueva York, y en la Weinstein Hammons, de Minnesota.
El contrapunto es interesante: el libro se manipula con facilidad mientras las exposiciones sólo incluyen fotos muy grandes, que le piden al observador retroceder dos o tres pasos para ganar perspectiva. Son imágenes extremadamente nítidas, detalladas, aunque varias de ellas parecen interrumpidas por reflejos de vidrios, de espejos, por marcos de ventanas. Son las imágenes de un observador que va de paso, de un extranjero que llega a mendigar una foto. Eso lo separa del voyeur: sus modelos posan, lo miran, pero Soth se cuida de no tener mucha empatía, de no terminar de entender del todo lo que está viendo, de ofrecer la distancia exacta que necesitan sus fotos.
Hace un tiempo, después de un encargo que lo llevó hasta la India a documentar el yoga de la risa –técnica creada en 1995 por Madan Kataria, un médico indio que sostiene que el cuerpo no reconoce la diferencia entre una risa falsa y una verdadera–, dijo que creyó que así, por fin, aprendería a tomar fotografías felices, pero que no le resultó. La prueba está en sus últimos trabajos: todo siguió siendo algo desolado, decadente, extrañamente hermoso.