

Es el bosque tropical más grande del mundo, habitado por comunidades amerindias de sabiduría milenaria, la mayoría en proceso de extinción, al igual que su maravillosa flora y fauna. Sin embargo, hay algunos indígenas rebeldes que resisten, y sus tierras también. En medio de las catástrofes que ensombrecen esta región, la Estación Científica de Yasuní, en los confines del Amazonas ecuatoriano, permite vislumbrar lo que ganaría el Planeta si salváramos este rincón de la Tierra. Por eso cuesta tanto entender y aceptar la depredación de esta zona.
Texto y fotos_Marilú Ortiz de Rozas
Desde Yasuní, Amazonia.
Una anaconda gigante nos acompaña durante todo el recorrido por esta sección del Amazonas que pertenece a Ecuador. El tubo cuasi infinito es el oleoducto, y como las carreteras y los caminos fueron construidos por estos empresarios del oro negro, simplemente siempre se viaja por estas tierras flanqueado por su presencia. Como para no olvidarse de que existe, y que Ecuador lo declaró «prioridad nacional» hace ya bastantes años. Al rato uno se acostumbra, la selva no parece temerle…
Mas, cuando uno sale de las vías rápidas y se interna en los senderos, por los bosques, guiado por un nativo, machete en mano, se entra a otro mundo y aquí nadie tiene voz sino ellos, sus habitantes. Y, a través de ellos, su flora y su fauna. En esta zona habitan los waorani, una tribu de guerreros de los más feroces de Amazonas, que lentamente se ha ido dejando acariciar por el mundo occidental (desde que entraran en contacto, en los años cincuenta, con misioneros evangélicos) pero luchan por su cultura y su medioambiente. Hasta hace dos décadas, la mayoría aún era nómade y vivía en chozas improvisadas tejidas con hojas de palmas. Actualmente han construido unas casas de madera que imitaron las de los kichwa, otra etnia, que está colonizando esta región. Los «wao», como les dicen, viven un proceso de sedentarización y suelen instalarse a orillas de un río; aquí es el Tiputini, un afluente del Napo y la frontera norte del Parque Nacional Yasuní (noreste de Ecuador). En tanto, al costado de la casa de tablas levantan sus chozas ancestrales, que es donde se guarecen los antiguos, los más ancianos, para sus ritos, y a ese lugar no invitan fácilmente al forastero. Hablan el idioma waorani, el wao tededo, pero los más jóvenes entienden el español. Los que conocimos se llaman Nanke, Nawa, Yero, Datane, Kigi, Yehue, Dete, Moipa, Atawane o Tite, pero algunos también tienen nombres occidentales. Tite, por ejemplo, se presentó primero como «John». Y Nanke en su facebook se llama «Jodiel».

Tite, guía en la Estación Científica Yasuní, muestra las raíces de un Ceibo, el árbol más grande y viejo del Amazonas. Afortunadamente su madera no es apetecida por los empresarios del rubro forestal, en su mayoría ilegales. Para Tite, el Ceibo es «el hotel de los monos y las aves».
Conocen cada árbol de su bosque. Tienen usos muy diversos: al ontaue, de raíces inmensas, semicóncavas y que suena como un tambor, lo golpean con los pies para alertar a la comunidad cuando están en peligro en la selva; el otome produce unas lianas largas y resistentes que usan para amarrar las manos de sus enemigos. «Además, con esas lianas los ancianos dan golpes en las piernas a los jóvenes para incitarlos a ser buenos cazadores», cuenta Tite, confesando que su abuelo le aplicó ese tratamiento con bastante eficacia, pues le encanta cazar, en especial wangana, un jabalí pequeño y salvaje, de carne sabrosa y dientes sumamente afilados.
En la selva, la enumeración de los animales peligrosos es eterna. Ganan las serpientes, cuyas mordidas son una de las principales causas de muerte entre los nativos. Tite cuenta que se salvó del ataque de una de ellas gracias a que se pudo disponer de un helicóptero para su traslado. Pero las historias más aterradoras son las protagonizadas por anacondas; de hecho, a una, en el sector, la abrieron para sacar los restos de un trabajador que llevaba varios días desaparecido.
El mundo alado tiene sus estrellas, los tucanes o yawes, por ejemplo, «que cuando cantan mucho anuncian una muerte», narra Tite. Sin duda, el animal más sagrado de todos para el pueblo waorani es el jaguar, que no se deja ver a menudo, pero hace unas semanas una pareja de ellos se paseó por Yasuní como los dueños y señores que son de estos bosques.
Respecto a los árboles, el más venerado es el ceibo, por lejos el más alto y antiguo; parece el hermano mayor de toda especie vegetal en la selva, y afortunadamente su madera no es apetecida por los empresarios forestales –la mayoría ilegales–, pues no es buena. Para Tite, el Ceibo es «el hotel de los monos y las aves», y le tiene un respeto muy especial.
LA AMAZONIA SE EXTIENDE SOBRE 7.4 MILLONES DE KILÓMETROS CUADRADOS,
EQUIVALENTES AL 5.0% DE LA SUPERFICIE DE LA TIERRA Y A CASI EL 25% DEL CONTINENTE AMERICANO. UN 60% DE LA SELVA ESTÁ EN BRASIL.EL INSTITUTO NACIONAL DE INVESTIGACIONES ESPACIALES BRASILEÑO (INPE, POR SUS SIGLAS EN PORTUGUÉS) HA REGISTRADO EN 2019 UN AUMENTO EN LOS FUEGOS DE ALREDEDOR DE UN 83% EN COMPARACIÓN CON EL MISMO PERÍODO DE 2018.
DOS MILLONES Y MEDIO DE ESPECIES DE INSECTOS, DOS MIL 500 ESPECIES DE PECES, MÁS DE 1.500 DE AVES, 550 DE REPTILES Y 500 DE MAMÍFEROS VIVEN EN LA SELVA AMAZÓNICA Y MUEREN A DIARIO.
Guerreros insurrectos, pueblos «no contactados»
Recientes historias muy fuertes han dado a conocer a los nativos de estos territorios. Del pueblo waorani se desprendió otro, los tagaeri, hoy entre los denominados «no contactados» o «en aislamiento voluntario». Ellos rechazan todo contacto con la civilización, al igual que los taromenane, con quienes hoy parecen haberse refundido, y viven a escasa distancia de los waorani, en Yasuní. Si se encuentran con ellos en el bosque, los «no contactados» lancean a cualquier ser humano que se les cruce.
Una línea de buses y diversos establecimientos en el Amazonas ecuatoriano llevan el nombre de Monseñor Alejandro Labaka, un sacerdote capuchino español que tuvo la noble intención, en 1987, de ir a avisar a estos pueblos «no contactados» que serían víctimas de un complot por parte de empresarios del oro negro. No alcanzó a entregar su mensaje pues él y la monja que lo acompañaba fueron atravesados por las lanzas. Hace unos años, una pareja de ancianos waorani de los establecidos en el Parque Nacional Yasuní se encontró en plena selva con unos cuantos «no contactados» y fueron igualmente lanceados. Esto provocó que, en 2013, un grupo waorani buscara vengar sus muertes y la del sacerdote: provistos de armas de fuego, no de lanzas tradicionales, desataron una masiva matanza de tagaeri y taromenane. Esto, sólo para ilustrar que el espíritu guerrero no está dormido, y todos los que trabajan con ellos dicen que son impredecibles y hay que ser muy cautos. De hecho, no es aconsejable abordar el tema de las matanzas. Hoy sus hijos estudian en Guiyero, donde está la escuela que acoge a los niños de las cinco comunidades con que trabaja la Estación Científica Yasuní, que depende de la Universidad Católica de Ecuador y se levanta al interior del Parque. Son unos 45 alumnos de diversas edades, en su mayoría waorani, pero también se han «infiltrado» algunos shuar y kichwa en la zona, revela Juan Carlos Armijo, un docente que ha dedicado su vida a estas comunidades amazónicas y dirige el programa educativo desde la Estación Científica de Yasuní.
Algunos de estos niños quieren ser ingenieros, otros futbolistas, y otros jefes –de su tribu, se entiende. Entre las niñas, a una le gustaría ser veterinaria, otra preferiría algo como un salón de belleza. «Les han hecho algunos talleres», aclara Armijo. A ninguno parece atraerle estudiar medicina, lo que puede explicarse porque sus ancianos son quienes mejor conocen el uso de las hierbas, cuyos poderes son irrefutables. Por ejemplo, el árbol de drago secreta un líquido rojo y espeso, como sangre, que si se aplica a lesiones, éstas desaparecen ante la vista de los ojos occidentales más incrédulos. Podemos dar fe de ello.
Tite sostiene que en realidad ellos hoy asisten a dos escuelas: a la de la comunidad y a la del bosque. Es la primera generación en probar la primera, aún no puede afirmar cuál de las dos prevalecerá. A sus 17 años es el jefe de su familia, pues es el mayor de seis hermanos y su padre falleció en un accidente de motocicleta en la ciudad –una de la creadas por los petroleros, como Coca, Tena, Puyo–. En la zona no hay caballos. Galopan en dos ruedas por las carreteras de Amazonas, o se desplazan en canoa por los ríos, o a pie, dentro del bosque. ¿Y en qué trabajan? Casi todos en las petroleras.
«El contacto con estas empresas es muy complejo, supuestamente no podía haber extracción de petróleo en zonas protegidas, pero se hace, pues como país dependemos energéticamente del crudo. En el Parque Yasuní estas compañías están muy presentes. El Estado les endosó además la responsabilidad de la educación, la salud, y las relaciones con las comunidades locales. Nosotros, como universidad, entramos como otro actor en esta escena. Bien o mal, la petrolera ha ayudado bastante a los waoranis», aclara el biólogo Miguel Rodríguez, director de la Estación Científica.
Actualmente, el petróleo está en manos de una multinacional que maneja estándares ambientales y de responsabilidad social relativamente altos, pero esta empresa se va en 2022, y es probable que tome el relevo una nacional, lo que los científicos creen que sería mucho peor para Yasuní: «Si abrieran la entrada al turismo, por ejemplo (ya que alguna vez se propuso que Yasuní fuera como ‘el Galápagos continental’), sería devastador: el turismo es más peligroso que las petroleras, desde el punto de vista ambiental y social», enfatiza Rodríguez.
Respecto a las comunidades waorani, en la Estación Científica los están ayudando a integrarse, ya que se encuentran en los albores del mundo globalizado, pero intentan fortalecer su cultura propia. «El problema es que están en un proceso de aculturización feroz. De hecho, muchos de los profesores que van a la zona son
de otras etnias, como la kichwa, que son colonos en Yasuní. Bajaron en la época del caucho y su forma de trabajar la tierra es diferente, pues practican cultivos muy intensivos que erosionan los suelos», explica Rodríguez.
En cambio, cuando los waorani cultivan, tienen el cuidado de dejar a la tierra el tiempo de regenerarse, lo que es vital, porque los suelos amazónicos, contrariamente a lo que podría pensarse, son muy pobres y frágiles, se erosionan fácilmente. «Desgraciadamente, los kichw están influyendo en ellos, y también en otros aspectos, por ejemplo, introdujeron un chamán, lo que en la cultura waorani no existe».
Los tiempos cambian en la selva; si hasta hace unos años era impensable que pueblos kichwa y waorani compartieran un espacio, ahora es lo que está sucediendo, pero se estima que de aquí a veinte años el segundo podría extinguirse. «Los waorani fueron contactados hace sesenta años, ellos eran de los guerreros más bravos de la zona; finalmente creemos que lo mismo sucederá con los taoregi y taromemane: terminarán por ser contactados, pues están acorralados», concluye el biólogo.
Documental y serie
Otra característica muy particular del Proyecto Biodosel (el estudio de la vida en la copa de los árboles) es que desde su inicio será objeto de un vasto documental y de una serie para las televisiones francesa, alemana y canadiense (gestados y coproducidos por Philippe Molins, documentalista francés residente en Chile, y Patricio Andrade, ecuatoriano, ambos de Toisan Films; en conjunto con la productora francesa La Compagnie des Taxi-Brousse).
Rodríguez enfatiza que están conscientes de que la ciencia sin la adecuada divulgación pierde todo su sentido: «Hoy debemos unirnos, porque hay que llegar con la información precisa a los políticos y a los tomadores de decisiones para proteger esta región.
En el campo de la medicina también hay grandes noticias: el biólogo cuenta que existen unas ranas cuyas secreciones se están usando como antibióticos. Las están empleando para matar esas bacterias letales que se generan en los hospitales y que son sumamente resistentes. «Respecto al cáncer, se hacen cultivos en tejidos a los cuales se aplican estas secreciones y comienza a producirse apoptosis, es decir, la muerte programada de las células cancerígenas. Y esto lo conocían los indígenas hace mucho tiempo, ellos no sufren estas enfermedades, por su alimentación, por su relación con la Naturaleza, que nosotros hemos perdido», señala Rodríguez.
Sin embargo, el biólogo enfatiza que, por otras causas, los pikenani, o viejos sabios de las tribus waorani, se están
muriendo, «y con ellos, todo este conocimiento se puede perder».
Si en África el gran poeta Amadou Hampâté Bâ dijo que cuando muere un anciano es como si se quemara una biblioteca; en el Amazonas, cuando se muere un viejo es como si se incendiara un hospital. La Amazonia no solo es el pulmón de la Tierra, sino que también podría convertirse en la medicina del Planeta si le dejaran esta chance. Salvándola, podríamos salvarnos nosotros, la especie humana, la mayor y peor plaga conocida…
Finalmente, respecto al futuro de Amazonas, Miguel Rodríguez dice que trata de ser ni optimista, ni pesimista, sino realista: «Creo que aún estamos a tiempo, no hay que olvidar que ya hay otras zonas de la Tierra completamente perdidas. Para salvar lo que tenemos aquí debe haber un cambio ¡ya, de golpe!», exclama. Para lograrlo, explica que lo principal es educar a la gente, que sepa lo que está bien y lo que está mal, y por eso la comunicación de lo que hacen los científicos es básica. «Además, la Naturaleza tiene una poderosa y casi mágica capacidad de regenerarse, pero esto hay que decirlo en voz muy baja. Y los indígenas tienen también mucho que enseñarnos, debemos trabajar con ellos urgentemente. Si estos cambios se dan de aquí a los próximos diez años, el futuro puede ser esperanzador».
Una larga e inolvidable travesía hacia Yasuní
Tras tres días de viaje por tierra desde Quito (normalmente es un solo día de travesía, pero un rodado provocado por lluvias torrenciales en los Andes obligó a tomar la ruta más larga) llegamos a la frontera: se cruza el río Napo y literalmente se atraviesa un puesto limítrofe, donde toda persona y su equipaje es revisado como en los aeropuertos. Aquí termina el Amazonas a secas, y comienza el Parque Nacional Yasuní, un territorio dentro
del cual el Estado ecuatoriano entregó una zona en comodato a la Pontificia Universidad Católica de Ecuador en 1994, específicamente a la Escuela de Ciencias Biológicas, para la creación de una estación científica.
Biólogos del mundo entero llegan hasta estas latitudes, como actualmente Silvy van Kuijk, una investigadora holandesa en monos que está estudiando a los tití para la Universidad de Austin, en Texas, o el ecuatoriano Jorge Deleg, especialista en líquenes, que trabaja para una universidad local en asociación con europeas. Yasuní es una de las zona más biodiversas del Planeta, y esto podría explicarse porque en la era de los hielos quedaron partes descubiertas: «Fue un refugio para los animales, por eso la llamamos el ‘Arca de Noé'», explica Miguel Rodríguez.
Lo mismo ocurre con la flora: «Se calcula que hay 650 especies diferentes por hectárea; esto es similar a lo que se reporta en toda Norteamérica», revela el director de Yasuní. Y quedan muchas más por descubrir; por ejemplo, se estima que hay más de cien mil especies de insectos en una hectárea. El Parque Nacional Yasuní, más los territorios destinados exclusivamente al pueblo waorani y a los pueblos «no contactados» (de unas 700 mil hectáreas cada uno), forman parte de las más de dos millones de hectáreas incorporadas a la Red Mundial de Reservas de la Biósfera en 1989, categoría de protección internacional establecida por la Unesco. En tanto, la región amazónica ecuatoriana representa cerca de la mitad del territorio continental de este país, y su población se caracteriza por una gran diversidad étnica y cultural.
La ciencia en Yasuní: ¿quién salva a quién?
Que la selva está desapareciendo, se sabe, y ante la vista de todos. Aterra la cifra de aumento de la desforestación en Brasil, que en julio de 2019 resultó un 278% superior a la del año pasado, según el Instituto Nacional de Pesquisas Espaciales, INPE, de Brasil (citado por «Le Monde», cuyo director fue despedido tras el anuncio), y en agosto siguió incrementándose, según el mismo INPE, menos que en el mes de julio, pero igualmente preocupante. Esto, antes del cómputo final de las hectáreas devastadas por los incendios.
En este contexto, el Parque Nacional Yasuní, que tiene 1.200.000 hectáreas (el área protegida más importante de Ecuador continental, y representa algo como un 25% del Amazonas ecuatoriano) trae algunas buenas noticias, en el plano científico, en el cultural, en el humano. A pesar de las calamidades que los asolan, el trabajo mancomunado de diversos especialistas está produciendo semillas de esperanza, al menos para esta región…
En sus veinticinco años de vida, la Estación Científica, que se creó en el interior de este Parque Nacional, se ha consagrado al estudio del bosque, pero el proyecto que actualmente está por iniciar es de índole revolucionario. Hasta ahora, lo que se ha investigado es el sotobosque, es decir, lo que está a ras del suelo, pero se estima que entre un 70 y un 80 por ciento de la flora y fauna vive en altura, en el dosel, o zona de la copa de los árboles. «Si no se ha estudiado es, lógicamente, por lo difícil que es acceder allí, pero es lo que muy pronto comenzaremos a explorar, en conjunto con el Smithsonian Institute y con numerosas universidades norteamericanas y europeas», explica el director de la Estación Científica.
Para llevar a cabo estas investigaciones han debido construir torres metálicas que se elevan a unos 50 metros, en plena selva, para que los científicos puedan hacer observaciones en altura. «Será crucial por la cantidad de especies nuevas que descubriremos, de hecho hay animales y microorganismo que nunca bajan del dosel», dice Rodríguez, precisando que es difícil de cifrar y de medir en términos de su incidencia e impacto». Para dar un ejemplo revela que un grupo de científicos acaba de descubrir, casi por casualidad, un hongo que tiene la capacidad de degradar el plástico: «Imaginen las repercusiones de esto en el contexto planetario en que estamos. Realmente hay descubrimientos fascinantes».
Este hongo está actualmente en estudio en conjunto con una universidad estadounidense, y fue detectado porque los biólogos usan cintas de plástico para marcar los árboles que investigan y vieron que estas cintas estaban siendo carcomidas. Hicieron un raspado y descubrieron que era un hongo.