

Por_ César Gabler
Espectacular (sobrecogedora quizás) y sobria a la vez, con esa fórmula, en apariencia contradictoria, podría sintetizarse el efecto de la muestra de Anish Kapoor (1954). El concentrado de grandes piezas del artista indo británico, hasta un esclarecedor video en realidad virtual, tiene la escala e impacto que se acostumbra en las grandes ligas del arte contemporáneo, pero está lejos la transgresión deliberada de los artistas británicos de la generación Sensation, casi inmediatamente posterior a la del propio artista. En «Svayambhu» (2007) está lo corporal, algo omnipresente en la citada camada de artistas. Desde luego aquel vagón cargado de un bloque compacto y enorme de cera roja arrastra varias lecturas posibles, siniestras casi todas. Y eróticas también. Esa masa sanguinolenta y viscosa puede ser vista como un horroroso cargamento de desperdicios biológicos, con todo el arsenal de referencias a los genocidios del siglo XX. Como un mecánico acto de penetración, al interior de los impolutos y casi siempre institucionales espacios del arte, pero es un “simple” vagón cargado de cera que se mueve como un tren eléctrico.
Sin embargo, con Kapoor –sabemos– nada es simple, aunque pueda parecerlo. Lo recuerdo, la obra no está hecha ni de sangre coagulada (como el célebre autorretrato de Marc Quinn) ni, desde luego, de restos animales, como en tantas obras de Damien Hirst. Kapoor, si cabe, es más retiniano, más pictórico; si no, observen la importancia que le concede al color y a los pigmentos en su producción artística. Aquí hay dos ejemplos eleocuentes. Es, entonces, trabajo plástico y metáfora que concilia otra vez ámbitos contrarios: la estética minimalista y despojada que pobló el arte desde mediados de los 60 con el sentido urgente y directo del arte contemporáneo. «Svayambhu» puede entenderse como una escultura que interactúa con el espacio de la sala. Una pieza colosal que se mueve. En ese sentido retoma banderas propias de la performance y del arte corporal, pero también –de modo más evidente– de la escultura desarrollada por artistas como Robert Morris o Richard Serra.
No es arbitrario pensar en Serra. Apenas llegados a la primera sala, nos enfrentamos a una escultura compuesta por dos pulidas piezas de metal: «Doble Vértigo». Las placas conforman un pequeño pasillo de forma ondulante, como aquellos que han hecho famoso al escultor norteamericano. Pero aquí la crudeza del acero, su opacidad natural, ha sido sustituida por el brillo reflectante. Es como entrar en una de aquellas viejas galerías de espejos. Nuestra forma aparece distorsionada y pronto sentimos el mareo que presagia el título. Las disquisiciones filosóficas del Minimalismo, referidas a la percepción, aquí se vuelven molestas y urgentes, hay que salir cuanto antes, al hacerlo nos enfrentamos a otra obra, compañera en cierta medida del vagón. «Disparando en la esquina» (2008-2009) es un cañón de aire comprimido. Su construcción es precisa y funcional y está en la sala para disparar, balas de cera. Para realizar la tarea hay una encargada. La faena es precisa y ceremonial hasta que el estallido del cañón nos vuelve abruptamente a la realidad. La detonación, las decenas de municiones desparramadas en el piso, o contra el muro, son evidencias de esta performance, que parece replicar –en otro espacio y escala– el gesto de Jackson Pollock. Una de las muchas resonancias de esta exposición. El arte como experiencia: corporal y existencial. No es poco.
«Surge»
CorpArtes (Rosario Norte 660, Las Condes. Teléfono: 22660-6071).
Hasta el 08 de septiembre