

Casi siempre visto como un arquitecto sólo para entendidos, es mucho más que un pensador que conquistaba a sus pares con su visión ágil y a menudo sarcástica de la profesión. Más allá de sus méritos profesionales, Price fue un personaje alucinante que dictaba charlas llenas de humor y referencias cotidianas para entender los mecanismos con los que operan la arquitectura y el urbanismo. Siempre de puro en mano y casado con la actriz que inspiró la canción Eleanor Rigby de The Beatles, tuvo todo el potencial para convertirse en ícono Pop en la década de los 60.
Por_ Gonzalo Schmeisser
Esta crónica no tiene por objeto describir ni técnica ni biográficamente la obra de un arquitecto que, alejado de los cánones (y por lo mismo del star-system arquitectónico), ensayó una carrera, por decir lo menos, llamativa, especialmente para haber sido un arquitecto casi-famoso en pleno siglo XX. Son sólo líneas dedicadas a levantar a un personaje imprescindible que no se enseña mucho en las escuelas de arquitectura sencillamente porque su obra construida es substancialmente menor a su obra pensada, dicha y escrita.
Cedric Price (1934-2003) fue un pensador de la arquitectura, un depósito de ideas lleno de entusiasmo que se tomó el tiempo de redactar largos e intrincados ensayos donde recoge su visión de la vida y cómo ésta debía ser contenida por la arquitectura y la ciudad, el acto simple de ser y estar en un espacio, lejos de la sofisticación a la que la tecnología y los medios han puesto al ejercicio del diseño de nuestros contenedores de la vida diaria.
Sin planes
En ese tenor, resulta especialmente inspirador leer su polémico ensayo/manifiesto «Non-Plan», que propone un entendimiento orgánico de las lógicas urbanas como la forma de expresión primaria del hombre en ejercicio de su libertad y por el que se ganó no pocos detractores. En esas líneas, Price postulaba que para las ciudades no hacía falta una planificación cerrada sino que algo así como un desorden calculado. Dicen hoy algunos expertos que detrás de esa idea hay un fomento de la ciudad capitalista y segregada que vemos hoy en muchas partes del mundo y, ya que estamos, en Chile. Pero es fácil verlo en perspectiva cuando todo ya sucedió. Más allá del gossip, lo de Price son palabras certeras y su valor está en el énfasis del pensar sobre el cotidiano, el acto depurado de hacer cualquier cosa sin premeditación, la exquisita gestualidad de lo espontáneo.
Fue un ferviente militante de la desobediencia, sobre todo intelectual, y adhirió a sus propias ideas con la seguridad de quien se sabe escuchado. Esa independencia mental mezclada con un humor muy británico hace de él un tipo (y un arquitecto) inclasificable, que era capaz de ponerle fichas al futuro tecnológico y al mismo tiempo burlarse del desconocimiento y los vaticinios. Nadie sin un alto grado de brillantez puede ser tan contradictorio y pisarse la cola sin ninguna vergüenza para reconocer lo que se ignora. Pensamiento expresado en su famosa frase “La tecnología es la respuesta… pero cuál es la pregunta?”
Con sarcástica candidez y sólo en diez palabras, Price subvierte el anhelo humano por facilitarse la vida con las máquinas y de pasada le sopla en la oreja al intocable Le Corbusier y a todos sus seguidores, que a mediados del siglo 20 todavía luchaban por enaltecer el valor de la arquitectura internacional, efectiva pero impersonal, y de respuestas cerradas.
Sus proyectos fueron casi todos mentales. Es decir, todo lo prolífica que fue su pluma (tanto para escribir como para dibujar) se vio pocas veces reflejada en la realidad material, cosa que pareció no importarle. Price consideraba que un proyecto era justamente esto, algo que se proyecta, se piensa, nos plantea inquietudes y nos hace tratar de ordenar ideas. Construir, en ese sentido, se vuelve algo irrelevante.
El humor como herramienta intelectual
Ya casado con la actriz Eleanor Bron (figura clave del Swingin’ London de los 60 y musa inspiradora de Paul McCartney para su canción «Eleanor Rigby») e instalado en la Architectural Association de Londres como profesor residente, se dedicó a agitar las aguas entre sus alumnos utilizando una herramienta nueva entre los muy serios arquitectos de las vanguardias europeas: el humor.
Para comprobarlo vale la pena revisar su charla «Cause And Effect» de 1974 (disponible en YouTube) en que, copa en mano y con ese acento flemático tan inglés, Price se ríe de todo (y hace reír a todos), convirtiendo una clase magistral de arquitectura en un sketch de Monty Python. Muy británico, muy irónico y muy inteligente. Estos meetings en la AA y otros sitios de Londres menos convencionales (muchas veces bares), además de su vida personal, iban a colaborar con su imagen de ícono Pop más allá de la arquitectura, cuestión a la que no prestaba demasiada atención y que también se tomaba con humor.
Este aspecto de su personalidad lo llevó a su obra más famosa, una que fue, de hecho, como una gran ironía, pensada para que no se construya: el Fun Palace, ideado, masticado y dibujado entre 1961 y 1972.
El Fun Palace, hecho en conjunto con la directora teatral Joan Littlewood (1914-2002), fue un intento por aproximarse a las posibilidades que la tecnología le entrega a la arquitectura, pero sin un orden establecido ni un plan para organizar la vida. Todo lo contrario, el concepto es que la tecnología puede ser también un facilitador del desorden, de la inquietud, de la creatividad y lo móvil. Todo esto pues el mismo Price advirtió algo que hoy se comprueba caminando por la calle, viendo los cuellos gachos y la mano pegada a un aparato: la irrupción de la cibernética en el cotidiano estaba siendo un sintetizador de las ideas humanas y no un motor para su florecimiento intelectual.

Cedric Price junto a dos de sus obras más conocidas: el Aviario de Londres (izquierda), concebido junto a Lord Snowdon y Frank Newby y El Fun Palace (arriba), hecho en conjunto con la directora teatral Joan Littlewood.
Padre del Postmodernismo
Hay más: el sarcástico Officebar (un proyecto para reunir un bar y una oficina en el mismo espacio) o el fotogénico Aviario de Londres (una de las pocas obras que sí se construyeron) son también testimonio de la posición ante el mundo de quien tardíamente iba a ser reconocido como una especie de padrino del Postmodernismo. Formas abstractas, líneas discontinuas, espacios flexibles, quebrados, móviles, difusos, la arquitectura hecha expresión y juego. Romper las formas conocidas y meterse a explorar otros mundos que parecían imposibles en medio de la supremacía modernista. Una buena forma de desmoldar los moldes, casi como anticipando el fin de una era en la arquitectura. De hecho, basta ver los dibujos que hizo para el Fun Palace y después mirar el odiado/amado Centre Pompidou de París, de Renzo Piano y Richard Rogers. Ahí hay una influencia directa, sin esconder, de dos arquitectos que fueron la punta de la flecha de un movimiento rupturista que iba a marcar a la disciplina, especialmente en los 80 y 90 del siglo pasado.
Es bueno mirar a Price hoy, hace bien, porque da la posibilidad de pensar en salidas distintas para las soluciones habituales y en espacios alternativos cuando todo parece absoluto. En un mundo en crisis, más allá de las pandemias, y que se estira hacia los bordes del pensamiento polarizado, blanco o negro, cerrado para el matiz, lo de Price resulta inspirador. Amplio. Además de quitarse la presión y entregarse al pensar (y no puramente al hacer), también es valioso el mirar el mundo desde afuera, flotar sobre el ruidillo del ambiente y luego lanzarse sobre la hoja en blanco sin un plan. Después ver qué sale de ahí y ojalá reírse del resultado.
*GONZALO SCHMEISSER. Arquitecto y Magíster en Arquitectura del Paisaje. Ha participado en diversos proyectos editoriales y publicaciones afines al quehacer arquitectónico y a la narrativa. Es profesor en las escuelas de arquitectura de las universidades Católica y Diego Portales. Es, además, fundador del sitio web de arquitectura, viaje y palabra www.landie.cl.