

Confesional fue el adjetivo que consagró a un grupo de poetas estadounidenses quienes, a mediados del siglo veinte, escribieron desde lo íntimo, desde la rebeldía y la supremacía de la subjetividad, desde la necesidad de desnudar el alma, el cuerpo, la emoción y el sentimiento.
Por_ Jessica Atal
Ilustración_ Paula Álvarez
“Todo en estos poemas es personal, confesional, palpable, pero el modo en que se siente es alucinación controlada, la autobiografía de una fiebre”, dice Robert Lowell (1917 1977), en 1966, en el prólogo de «Ariel», de Sylvia Plath (1932-1963), publicado tres años después del suicidio de la poeta nacida en Massachusetts. Sin embargo, “confesional” no parece el término más adecuado para definir la escritura de esta generación. El acto de confesarse tiene relación directa con el sacramento de la religión católica y, por ende, cierta evocación condenatoria. La confesión va sucedida por un “castigo” infranqueable, supuestamente merecido por las faltas cometidas. En este sentido, el calificativo se entiende acorde a un lector escandalizado ante los derrames de versos sobre sexualidad, aborto, enfermedades mentales, muerte y suicidio, entre tantos temas que molestaron a quienes seguían creyendo en el sueño americano. Pero la creación no debe ser castigada ni censurada jamás. Menos aún por agentes externos. Porque esta generación sin duda se sometía a una rigurosa autocrítica y también a la corrección obsesiva de sus páginas. Pero no al castigo… a no ser que se entienda la autodestrucción como otra forma de sanción y flagelo. Esta conducta –la de hacerse daño a sí mismo– marca una constante profunda en la vida de Plath y Lowell, así como en la de otros poetas: Anne Sexton (1928-1974), John Berryman (1916-1972), Elizabeth Bishop (1911-1979), Theodore Roethke (1908-1963), Randall Jarrell (1914- 1965) y Delmore Schwartz (1913-1966).
Más que “confesarse” en el papel, se exponen, escriben lo incontable y lo indecible, se desangran como la forma de sentirse vivos mientras están “esperando morir”, o bien, inyectándose muerte “en pequeñas dosis”, acercándose a ella como a algo casi más real que la vida. Por otra parte, una indagación aguda en la biografía de su psique, en los movimientos del pensamiento, los deseos y emociones, los impulsa a cuestionar su escritura, así como su identidad (corporal e inmaterial), y el sentido o sinsentido de la existencia.
No se puede obviar que las dos guerras mundiales pesan sobre sus biografías. El Existencialismo, la psicología freudiana, la percepción de inseguridad y abandono enrarecen la atmósfera. Las utopías se desmoronan: “Víctima del sueño norteamericano, lo único que deseaba era un pequeño trozo de vida: casarme, tener hijos. Creía que las visiones, los demonios, las pesadillas desaparecerían al confortarles suficiente amor”, relata Sexton poco antes de suicidarse a los 47 años. Viven al filo de la vida y no pocos padecen adicciones y trastornos mentales. Son poetas talentosos y, a la vez, estremecedoramente vulnerables. El universo, de alguna manera, se ha tornado críptico y oscuro. Figuras de padres ausentes o abusadores, enfermedades, guerras… ¿cómo salir ilesos de la historia? Más que poesía confesional, esta es poesía de la angustia, la soledad y la locura. El hablante lírico sube al escenario e interpreta roles para desmembrarse y desfigurarse: “Soy el único actor/ Es difícil para una mujer/ Actuar una obra completa/ La obra es mi vida/ Mi acto en solitario”, escribe Sexton, para ofrecer al espectador su experiencia traumática y patológica. Para exponer heridas. Para romper agresivamente el límite entre lo íntimo y el mundo exterior. ¿Acaso les importa? En absoluto. La necesidad es de ir relatando la historia de la caída. De registrar el patrón asfixiante que se repite en uno y en otra; nada menos que el de la autobiografía.
En una carta que Lowell dirige a Roethke, escribe: “Hay un hecho extraño sobre los poetas de nuestra edad, y es uno que no tiene que haber sido exactamente verdadero (…) Para escribir tenemos que llegar con una intensidad tan temeraria que estamos siempre al punto de ahogarnos… Siento que es algo casi inevitable…”. En otra carta, destinada a Berryman, Lowell revela cierto temor frente a una maldición que condena a su generación. Berryman, a su vez, también habla frecuentemente de algo demoníaco que los acecha. Como profecías autocumplidas, mueren tempranamente en circunstancias sombrías o a causa de suicidios, que han significado anteriormente varias estadías en hospitales siquiátricos. Plath recibe electroshocks y por ello nunca perdonó a su madre.
Sí. Es una generación que comparte rasgos perturbadores. Pero escriben con talento único. Como posesos, desarrollan una voz propia. Un poeta no nace dueño de un estilo original. Es común pasar por un período de aprendizaje que, muchas veces, hace eco de otras voces. Sexton y Plath, por ejemplo, asisten al taller de Lowell, y no sorprende encontrar huellas de su poesía en la obra de ambas poetas. Por otro lado, Lowell admira profundamente el “genio dominante y humorístico que atrapa lo desapercibido” de Elizabeth Bishop. La atracción no era sólo hacia su poesía, sino también hacia la mujer. Lowell llega a pedirle matrimonio, pero la relación de treinta años no se materializa más allá de una extensísima correspondencia epistolar.
Ni tregua ni piedad
Bishop, tal vez, es la poeta que más se distancia de sus contemporáneos. Antes de “confesarse”, se refugia en el silencio. Con inusual capacidad de observación, se mantiene al margen de lo emocional. Sin embargo, las correcciones a su trabajo nunca parecen suficientes, como si en el acto de reescribir, una y otra vez, hasta alcanzar la perfección del verso, buscara también perfeccionar su vida. Acaso finalmente comprende, como escribe en «Un Arte», uno de sus más célebres poemas –publicado originalmente en «The New Yorker» en 1976, tres años antes de morir–, que la vida termina siendo una secuencia de pérdidas… “Cómo perder cosas”, “El don de perder cosas” y “El arte de perder cosas” fueron títulos eventuales que manejó entre los diecisiete borradores que escribe de este poema. “El arte de perder no es difícil dominarlo” es el primero de sus versos.
Este “arte de perder” se asocia inmediatamente con el “arte de morir” de Sylvia Plath: “Morir/ Es un arte, como todo lo demás/ Yo lo hago excepcionalmente bien”, dice su famoso poema, «Lady Lazarus», escrito alrededor de 1962, con claras referencias a sus intentos de suicidio. Sexton se suicidaría once años después que Plath, que lo hizo a sus 32, y su reacción frente a la muerte de su amiga es de rabia y enojo. En el poema dedicado a Sylvia, leemos: “¡Ladrona!/ ¿Cómo te arrastraste dentro,/ bajaste arrastrándote sola/ al interior de la muerte que tanto tiempo deseé para mí,/ la muerte que las dos dijimos que estaba superada/ la que llevábamos en nuestros pechos flacos,/ de la que hablábamos tanto cada vez/ que nos metíamos tres martinis de más en Boston,/ la muerte que hablaba de psicoanálisis y remedios,/ la muerte que hablaba como novias conspiradoras,/ la muerte por la que bebíamos (…)”.
No hay, en esta generación, tregua ni piedad. La honestidad brutal y apocalíptica, la desconfianza frente a lo que la vida entrega, para después quitarlo, es absoluta. Así también lo manifiesta Roethke en su poema «Oración»: “Si debo perder mis sentidos/ Te ruego Dios poder escoger/ cuál de los cinco retener”. Su vida, cargada al alcoholismo y a episodios esquizofrénicos, lo llevan a preguntarse: “¿Qué es la locura sino la nobleza del alma/ contradiciendo las circunstancias?”. Esta manera de habitar el mundo en toda su extrañeza, en la incongruencia de la experiencia humana, siendo “aproximadamente un yo”, “refleja escrupulosamente el terror habitual” (Sexton). Frente a este terror, la poesía es el refugio, el intento de supervivencia de esta generación. “Mis admiradores creen que me he curado; pero no, sólo me he hecho poeta”, declara Sexton. Así, es imposible escapar de la realidad de ser «El viajero» –como Berryman titula un poema– destinado al trágico final. Un final del viaje donde se desciende del tren para entregarse, tarde o temprano, a lo inevitable, a los brazos de la muerte.
Vuelvo a pensar en la calificación de “poesía confesional”. Por lo que sé, a Berryman tampoco le agradaba. Un periodista le preguntó una vez: “Usted, junto a Lowell, Plath y varios otros, ha sido llamado un poeta confesional. ¿Cómo reacciona frente a esta etiqueta?”. Berryman, sin dudarlo, contesta: “¡Con rabia y desprecio! Próxima pregunta”.