

Este 2021 Patricia Highsmith conmemora 100 años de su natalicio. La reina del suspense sigue ameritando nuevas ediciones y adaptaciones de sus ominosas novelas.
Por_ Nicolás Poblete Pardo.
Polémica, acusada de misógina, de antisemita; un objetivo conspicuo en cualquier mira feminista, Patricia Highsmith (1921-1995) es, sin duda, una referencia clave en la denominada novela negra (con elementos de suspense). Escribió veintidós novelas con su propio nombre, y una con seudónimo: «El precio de la sal», también publicado como «Carol», bajo el nombre de Claire Morgan (y transformada en una delicada película por Todd Haynes). La adaptación de esa novela viene a sumarse a varias otras, a cargo de directores tan notables como Alfred Hitchcock, Anthony Minghella, Wim Wenders, René Clément o Claude Chabrol.
La atracción que su imaginario provocó, tanto en directores europeos como en audiencias (extra)literarias, se relaciona con un tipo de oscuridad asociada a la psicopatología. La misma Highsmith dijo haber tenido en su casa un libro con patologías médicas, y de niña solía leerlo y revisar sus páginas, muy impresionada con lo que allí veía. Ya canonizada en su prolífera carrera, aseguraría: “Cualquier persona es capaz de asesinar. Es puramente cuestión de circunstancias, sin que tenga absolutamente nada que ver con el temperamento. La gente llega hasta un límite determinado… y sólo hace falta algo, cualquier insignificancia, que les empuje a dar el salto. Cualquier persona”.
Parte del canon
Cuando se habla de novela negra, hay tres nombres que son canon: Raymond Chandler, Dashiell Hammett y Patricia Highsmith. Los tres nacieron en los Estados Unidos, aunque Chandler obtuvo ciudadanía inglesa y Highsmith se refugió en Suiza. Chandler, en obras cumbre del género, como «El sueño eterno» o «El largo adiós», resuelve los crímenes, que encarnan conflictos éticos, con su detective Philip Marlowe, un hombre honesto en un mundo corrupto. Marlowe es íntegro, su vocación va de la mano con la búsqueda de verdad, por un sueldo paupérrimo. Su aparente rudeza es una fachada que esconde una particular sensibilidad; su código ético es nítido.
En su novela «El halcón maltés», Hammett crea a un protagonista del estilo. A pesar de no ser un parangón de honestidad en su vida diaria (mantiene una relación de adulterio con la esposa de Miles, su compañero de negocios) y manifiesta una debilidad en general por las mujeres, el dinero y el alcohol, Sam es elevado por Hammett hasta exhibir la integridad ética del detective: su brújula moral lo impulsa con un deseo de justicia; su instinto es el del compromiso personal, un norte que supera con creces sus apetitos más bajos… Entre estos pilares de masculinidad, que se encargan de calibrar la balan- za de la justicia en un afán de restituir el orden (patriarcal) para satisfacer las ansias de venganza y tranquilizar a los lectores con finales justos, se entromete el peculiar nombre de Patricia Highsmith. ¿Qué hace que esta texana, cuyo universo resalta como antagónico si lo contrastamos con los elaborados por los escritores anteriores, sea incluida en este género como figura esencial? Hay algo de paradójico aquí.
Rara avis, Highsmith pasa por este cedazo con insólita fluidez. Nada puede estar más lejos de la representación de aquellos héroes románticos y obcecados que triunfan por sobre el mal, que luchan en pos de la justicia más evidente, que uno de sus personajes más logrados: Tom Ripley. En las cinco novelas dedicadas a él, Highsmith demuestra que las nociones más banales de lo que se considera maldad no son condenadas. De hecho, si seguimos los logros de Ripley, en su pentalogía, entendemos que su impunidad es más que un aprendizaje. Tom se va fortaleciendo a medida que avanza socialmente, en una carrera de éxito que, finalmente, le permite vivir con burguesa comodidad. Sin culpas.
Dentro de tu mente
La lectura de algunos de sus cuentos (especialmente los descabellados «Crímenes bestiales», un sinfín de venganzas perpetradas por animales abusados; una más rebuscada que la otra) puede resultar desconcertante, pero donde Highsmith sobresale es en sus novelas. En ellas consigue hacer profundos retratos psicológicos, como el de su protagonista femenina, verdadero estudio humano, en «El diario de Edith». O en otras novelas de exhaustiva exploración de personajes: «El grito de la lechuza», con una obsesiva relación entre acosador y víctima; o en el presidiario Carter de «La celda de cristal», que obtiene inspiración del propio epistolario entre Highsmith y un preso.
Caso aparte, por ser su debut como escritora, es la novela «Extraños en un tren». Dos hombres se toman unos tragos juntos, en un tren, y se confiesan sus penurias, obstáculos sin los cuales podrían ser mucho más felices. Uno (Guy) tiene dramas de adulterio y su mujer se niega a darle el divorcio. El otro, un alcoholizado Bruno, carga un conflicto con su padre rico, despótico, que no le suelta un peso. Es Bruno quien sugiere la idea: él liquidará a la mujer de Guy, y éste deberá asesinar a su padre.
Más allá de la destreza arquitectónica de la trama, la novela profundiza en la psiquis de sus personajes. Aquí es donde Patricia deslumbra, de un modo semejante a Dostoievski (un escritor muy admirado por ella, en particular su fascinación por los dobles): “Había momentos en que Bruno sentía su ser completo en un estado de metamorfosis aún inescrutable. Estaba el acto que había cometido, el cual, en sus horas solo en la casa, en su pieza, sentía pesarle en su cabeza como una corona, pero una corona que nadie más podía ver. Muy fácilmente, y rápido, podía romper a llorar”.