

Por_ Jessica Atal
Quizás lo más triste, más triste que algunos de sus versos tristes, es saber que Chika Sagawa (1911– 1935) murió a los veinticuatro años de un cáncer al estómago. Sagawa es una poeta japonesa que leo por primera vez en «¿Flotan los pétalos en el espacio?», título extraído de su poema «Fragmento». El libro consta de veinticinco poemas relativamente cortos y trece entradas de su diario de vida, escritas durante su enfermedad —que la siente tan poco suya y tan ajena— y su estadía en el hospital. Si bien quisiera leer más (no sabría precisar cuán extensa fue su obra, pero imagino que no mucho debido a su temprana muerte), es suficiente para advertir su originalidad en composiciones vivas a la vez que abstractas, delicadas como una mariposa y punzantes como el filo de navaja.
Su nombre verdadero era Aiko Kawasaki y nació en Hokkaido, al norte de Japón. Fue una de las primeras poetas modernistas de su país y la única mujer dentro del grupo vanguardista de Tokio que incluía autores como Katue Kitasono, Nishiwaki Junzaburo y Takiguchi Shuzo, durante las décadas del 20 y el 30. Comenzado el período de guerra, la censura bloquearía la escritura “antipatriótica”, particularmente aquella relacionada con ideas artísticas provenientes de Occidente. Si bien se publicaron póstumamente, en 1936, sus «Poemas Reunidos», el resultado de esta nefasta medida política significaría no sólo el olvido de Sagawa, sino el de toda la literatura modernista de aquella época durante muchas —diría demasiadas— décadas.
Algo muy interesante de la poesía de Sagawa, así como también de la cultura japonesa del siglo veinte, es ese casi perfecto equilibrio entre lo tradicional y lo moderno. Las calles de Tokio reflejan la perpetuidad de costumbres que se cuelan sigilosas entre pasadizos y rincones y, al mismo tiempo, dejan ver la ansiedad frenética con que los japoneses acogieron la influencia occidental. Los versos de Sagawa hacen algo parecido. Ocultan y protegen a la vez que develan y denuncian. “Nadie conoce este secreto que oculta la mitad de mi rostro”, escribe en «Insectos» para, a continuación, establecer el quiebre, la contradicción: “La noche hace que la mujer cubierta de/ moretones, girando libre su expresión/ robada, se vuelva eufórica”.
Un título como «El caballo azul» remite inmediatamente al modernismo de Rubén Darío. Al final, el universo de la poesía es uno y los poetas allí se encuentran, sincrónicamente, sin importar tiempos ni distancias geográficas. El estilo de Sagawa es, como en Darío, sorprendentemente sensorial y visual y la Naturaleza, compañera innata de la poesía japonesa de todos los tiempos, cumple el rol de vestir y colorear las más hermosas imágenes: “El cielo, como después de las lágrimas”, “A la distancia, el atardecer corta la lengua/ del sol” y “Llueve como pétalos de flores”. Siempre hay, sin embargo, una atmósfera emocional que nos inquieta. Podríamos decir que flota en el aire el aroma fatídico del vacío, la distancia, la pérdida, el abandono, la soledad y, cómo no, la muerte que “se aferra” hasta los dedos. Y, junto a esa inquietud emocional, caminan esas “oxidadas emociones”: la pena, la tristeza como salida de un pozo sin fondo de existencia surreal e indescifrable. En el poema «Circulación», nada circula realmente, sino que predomina el estancamiento, la acumulación de recuerdos, una eternidad que no hace más que entorpecer un encuentro, acaso un amor. ¿Por qué da la impresión de que fuera la misma vida la que le roba vida a Sagawa? Porque escribe desde el fondo de la noche, porque esa misma noche negra ya estaba —quizás desde cuándo, quizás desde siempr — en sus manos, aun cuando el azul sea el color de cada hora del día, de cada estación del año.
«¿Flotan los pétalos en el espacio?»
Chika Sagawa. Traducción de Daniela Morano.
Libros del Pez Espiral. 2020.