

“¿Qué se ama cuando se ama, mi Dios: la luz terrible de la vida o la luz de la muerte?”. Este verso de Gonzalo Rojas abre las puertas a una infinidad de preguntas sobre una de las emociones más profundas y, a la vez, misteriosas que experimenta el ser humano: el amor.
Por_ Jessica Atal
Ilustración_ Rosario Briones
Pero no fue Rojas sino la sabia Diotime quien primero se lo cuestionó. La escena pertenece a «El Banquete», de Platón. Los invitados de Agatón discuten ideas respecto al amor. Finalmente, Sócrates narra la conversación que ha sostenido con esta versada mujer. Es ella quien le pregunta: “El que ama lo bello, ¿qué es lo que ama?” y, más adelante, “El que ama lo bueno, ¿qué es lo que ama?”. Por otro lado, como reflexiona Roland Barthes en «El discurso amoroso», ¿Será el deseo del amor siempre el mismo, tanto si el amado está presente como ausente? ¿O está siempre ausente? Porque este deseo no corresponde a un mismo estado mental. Hay dos palabras que los identifican separadamente: Pothos, el deseo por el amado ausente (que conduciría a la muerte…), e Himéros, el deseo erótico por el amado presente.
La conclusión final de Sócrates es que el objeto del amor no es desear ni poseer la belleza, sino producir en la belleza y llegar a su contemplación. No es difícil, entonces, entender a Ovidio cuando afirma en «El arte de amar»: “Por medio del arte ha de ser gobernado el Amor”. En su libro homónimo, el psicoanalista Erich Fromm vuelve a preguntarse si el amor es un arte o es sólo una sensación placentera, un hecho fortuito ocurrido por azar. Él se inclina por la primera premisa: el amor es un arte. Esto significa comprenderlo como un acto que requiere conocimiento y esfuerzo. El amor, por esencia, no es un pasivo.
Ocurre, sin embargo, según Fromm, que el ser humano está más interesado en ser amado que en amar. Por ejemplo, el hombre explota una imagen exitosa y poderosa de sí mismo para ser amado, para convertirse en héroe mítico. La mujer, por su parte, cultiva su atractivo físico también con el mismo afán: ser la “diosa” más bella. No se ve, en cambio, preocupación por desarrollar capacidades profundas, como aprender a dar, a darse, cuidar y ser responsable frente al otro, cultivar el conocimiento y el respeto frente a una persona única, independiente y diferente de mí. El amor es más que “una relación con una persona específica; es una actitud, una orientación del carácter que determina el tipo de relación de una persona con el mundo como totalidad, no con un ‘objeto’ amoroso”.
Por esto, el fin de cultivar una imagen –ya sea el héroe o la diva– resulta perturbador, tanto en la antigüedad como ahora. No tiene relación con la paridad de género que se persigue hoy día ni con la reivindicación de los derechos de las mujeres, quienes ya no dudan en rebelarse frente a la imagen-objeto, la opresión y discriminación sufrida durante siglos y siglos por un sistema patriarcal. Pero ¿de dónde viene este desequilibrio en el trato y los roles de unos y de otras? Pues nada menos que de la aniquilación del mito de la diosa como fuente originaria de toda vida; esto es, desde que los valores afectivos se abandonan frente a la primacía del hombre cazador, racionalista, y la mitad femenina del espíritu es sometida al dominio masculino.
Después de este cambio profundo en las sociedades occidentales, dado tanto en el pensamiento como en su estructura originaria, se encuentran, en la mitología grecorromana, las más diversas historias sobre el amor y sus pasiones. Estas leyendas, heredadas de antiguas civilizaciones, forman parte esencial de la visión de mundo que nos acompaña hasta ahora. Revisemos algunas: Afrodita es la diosa del amor, “mujer nacida de las olas” o “nacida del semen de dios”. Se casa con Hefesto, a pesar de amar a Ares, dios de la guerra. Una noche en que los amantes se hallan juntos, Hefesto prepara una trampa y los descubre. Los amantes logran escapar. Pero los amores de la diosa no se limitan a Ares. Entre otros, se enamora del hermoso Adonis, a quien el celoso Ares, dice una de las leyendas, convierte en jabalí y luego asesina. ¡Hasta los dioses matan por celos!
Los caminos del amor
Lo extraño es que, a pesar de ser diosa del amor y la belleza, Afrodita es presa de pasiones supuestamente ajenas al amor. Dicta horribles castigos, como obligar a las hijas de Cíniras a prostituirse con extranjeros. Sus favores no son menos macabros. Para ser elegida como la más hermosa entre las diosas, ofrece a Paris la mano de Helena. No le importa que esté casada con Menelao. Y es nada menos que la ira del marido frente al rapto de su amada lo que inicia la guerra de Troya. Amor provocando muerte. No suena tan descabellado: “El amor es el compañero de la muerte”, dice Sigmund Freud: “Juntos gobiernan el mundo”.
Otro mito amoroso es el de Orfeo y Eurídice, su esposa. Ella es mordida por una serpiente cuando, según Virgilio, huye de Aristeo, quien la persigue para violarla. Eurídice muere y Orfeo desciende, pero sin morir, al inframundo a buscarla. Con sus cantos y su lira, convence a los dioses del infierno para regresarla a la tierra. Ellos acceden, pero con una condición: Orfeo no puede mirarla sino hasta que Eurídice esté bañada por la luz del sol. Ya sea porque su pie se atasca o debido a su desconfianza, Orfeo se da vuelta y la mira. Ella es arrastrada nueva e inevitablemente a los infiernos. Orfeo la llora abrumado por la tristeza de perder lo que significa una totalidad: la unión completa de los amantes, ese amor, según Platón, “que empuja a los seres humanos unos hacia otros”.
El amor como transformación que aspira a la divinidad es representado por Psique y Eros. Psique, o alma, es la más bella de tres hermanas. Afrodita sufre de celos. Sin soportar la amenaza que le causa el esplendor de esta mortal, la diosa ordena a Eros (o Cupido, su hijo) que la hiera con una flecha para que se enamore del hombre más horrible y monstruoso. Pero apenas ve a Psique, Eros se enamora y la lleva a su palacio. Se juntan cada noche, a oscuras. Eros la hace jurar que jamás intentará descubrir su rostro. Si no, lo perderá para siempre. Un día, las celosas hermanas de Psique la instan a descubrir quién es el hombre que duerme con ella. Psique ingenuamente enciende una lámpara y ve al hermoso joven a su lado. Pero una gota de aceite cae sobre su cuerpo y lo despierta. Al verse traicionado, Eros cumple su amenaza. Psique se lanza a errar por el mundo e intenta suicidarse. “Eros, créanme, llama a las lágrimas. Las llama con brutalidad”, escribe Georges Bataille. La cólera de Afrodita atormenta a Psique de mil maneras hasta obligarla incluso a descender a los infiernos. Eros, mientras tanto, no la puede olvidar. Le ruega a Zeus que le permita casarse con ella. La historia concluye cuando Psique es transformada en inmortal. La magnitud y pureza de este amor –pues Psique ama a Eros antes de saber quién es– representa el camino hacia la divinidad. Algo similar a lo que busca recorrer Dante junto a su Beatriz.
Otro mito de transformación, aunque muy diferente, es el de Dafne, la ninfa amada por el dios Apolo. A Dafne le gusta la caza y pasa su tiempo libremente recorriendo los montes. Enómao se enamora de ella y, para acercársele, se disfraza de mujer. Apolo, celoso y en conocimiento del engaño, insta a Dafne y sus compañeras a bañarse en una fuente. Enómao debe desnudarse junto a las mujeres y es descubierto. Caen lanzas sobre él y los dioses lo vuelven invisible. Entonces Apolo se precipita para coger a Dafne. Ella logra huir y ruega a Zeus que la convierta en árbol. El dios accede y la transforma en laurel. La imagen es fuerte y trágica. Dafne renuncia a su vida para escapar de la violencia y no ser poseída por Apolo.
Eurídice igualmente huía para no ser violada. Cuánto de muerte, sacrificio y dolor implica el amor. Ya desde la mitología, los ejemplos apolíneos –de potencial y vida– son los menos. En cambio, los dionisíacos, según la distinción de Friedrich Nietzsche, son numerosos, pues, paradójicamente, en la vida y en la literatura se dan más situaciones conflictivas que amorosas. “¿Quién no me llamó loco? ¿Quién no me llamó bárbaro?”, escribe Ovidio.
Y más adelante: “Ningún amor vale tanto (¡aléjate Cupido, y llévate tu aljaba!) como para que yo sienta una y otra vez deseos tan intensos de morir”.
Acaso se debe evaluar, antes de entregarse a él, si el amor será una metamorfosis inclinada hacia la vida o hacia la muerte. Preguntarse, como hizo Elizabeth Barret Browning, “How do I love thee?”. Y ojalá contestarse, como hace ella en el mismo verso: “Let me count the ways”.