

La luz, esa circunstancia indescifrable que le ha permitido a las especies ser, es el pincel con que Louis Kahn colorea los contornos de su trabajo. Una obra breve pero magnífica, dueña de sí misma, fuera de las corrientes y los ismos, que permanece como pegada al tiempo. Más que arquitectura, lo suyo es un elogio de la luz con la que jugó más que cualquier otro de los arquitectos de su tiempo, en un diálogo entre el material y lo inmaterial que se parece mucho a la búsqueda de Dios.
Por_ Gonzalo Schmeisser
Resulta imprescindible, aunque hayan pasado diecisiete años desde su lanzamiento, que los arquitectos o quienes estén interesados en este mundo vean el documental «My Architect: A Son’s Journey» (2003). Una pieza audiovisual que ingresa al mundo de la arquitectura y de una de sus figuras clave a través de una historia humana: un hijo que viaja tras la huella de su padre muerto.
Una muerte tan extraña como cinematográfica, porque nadie espera encontrarse con la muerte en el cubículo de un baño público de una estación de trenes si no es mirándola en otros, actuada, por TV y con el control remoto en la mano. Pero esta historia es real y esta muerte ocurre así, en un lugar que tiene tan poco decoro como la muerte misma, que no avisa y que tiene muy poco glamour.
Quien narra la historia de esta muerte y la vida que la antecede es Nathaniel Kahn, hijo ilegítimo de un padre sublimado no sólo por el mismo retoño en búsqueda, sino que por buena parte de la humanidad: Louis Kahn (1901-1974), uno de los arquitectos más reconocidos y estudiados de la última era.
La cinta es todo lo honesta y depurada que puede ser y es antes que nada una historia humana –como la de cualquier persona no pública– que está lejos de enaltecer o intentar mitificar la enorme figura de su personaje principal, más bien intenta descifrarla. Para conseguirlo se interna en sus edificios, explorando el espíritu que hay detrás y la huella que el artista deja impresa en la materia, todo eso que la forma final resume pero que es invisible a los ojos de quien no conoce verdaderamente al autor. Pero también escudriña en otras vidas que transcurrieron paralelamente y cerca del arquitecto –taxistas, ex socios, primos, hermanos de otras madres e incluso habitantes de sus obras–, encontrando ahí mucho más verdad que lo que el mismo Kahn le dejó en los pocos años en que padre e hijo estuvieron vivos al mismo tiempo.
Gracias a su esfuerzo, una tarea enorme y que debe haber dejado no pocos damnificados en el camino, podemos ser testigos de la vida más allá de la obra de un tipo extraordinario. Un arquitecto que en medio del torbellino de la modernidad del Siglo XX fue capaz de separarse y establecer su propia forma de creación y su propia forma de vivir la vida a través del oficio, ser arquitecto día y noche, mientras se viaja en avión, se almuerza, se conversa o se duerme.
Kahn era ese tipo de artista que se entrega tanto a su oficio que todo lo demás termina por volverse secundario. El trabajo y la arquitectura son lo único que vale y, las relaciones humanas, la constitución de una familia, el amor o lo que sea que se cruce ocupa un plano marginal detrás de sus esfuerzos por crear. Es una postura ante la vida que se nota en su trabajo. Cada obra –independiente de su escala– comunica una minuciosidad asombrosa en que nada está librado al azar y todo detalle se vuelve fundamental para alcanzar la verdadera dimensión simbólica con la que trabaja la arquitectura.
Hay en eso una solvencia intelectual y un no transar principios a cambio de estar en la vanguardia, actitud que igual lo iba a llevar a estar ahí adelante después, aunque bien tarde en su carrera, a base de no decir que no a nada y estar en todos lados al mismo tiempo. Esta tenacidad se va a volver materia en sus proyectos: va a trabajar lo monolítico, la esbeltez, en obras generalmente monumentales que exploran la medida posible de las cosas. Para conseguirlo la simetría va a ser su mejor aliada –sin miedo a que a esas alturas del siglo XX era una técnica del pasado– y lo va ayudar a resolver más eficazmente la cuestión de las proporciones.
Mucho antes de eso, sin un peso en los bolsillos pero con toda la convicción que se pueda tener, este hijo de judíos nacido en la empobrecida Estonia de 1900, que de niño quemó su cara y sus manos encandilado por la luz de una estufa, un joven Kahn va a deslumbrarse con Roma, Grecia y Egipto, y va a encontrar en los órdenes clásicos de la arquitectura el lenguaje que estaba buscando para traer al presente.

Museo de Arte Kimbell (1972) Fort Worth,Texas, EE.UU. Foto: Claudia Pacheco / Notimex via AFP
Las ruinas del futuro
El silencio de las moles de piedra en estado ruinoso, piezas que se elevan al cielo y recortan el horizonte, desordenando los sentidos humanos con la amplitud de la medida para salir de lo terrenal y dialogar con lo divino. Kahn ve la luz como la voz de esa divinidad, la única forma en que Dios le habla al hombre.

En la obra de Kahn lo monumental y sólido dialogan con lo etéreo y sutil, como en la Asamblea Nacional de Dhaka, Bangladesh (1961-1983) en la que la pesadez del hormigón se disuelve en el espejo de agua
El salto de ese diálogo desde el mundo antiguo hacia la modernidad es lo que se encuentra mirando la Casa Bath (1955) por ejemplo. Un recinto muy sencillo que tiene un perfecto orden simétrico y ortogonal, cuatro pirámides de techumbre montadas sobre cuatro esbeltos pilares para liberar el espacio interior. La capacidad de hacer que una especie de pórtico con camarines para una piscina parezca una iglesia.
Luego del primer empujón viene un cambio de escala y su salto hacia la inmortalidad con obras que ponen a dialogar lo monumental y sólido con lo etéreo y sutil. Esto a través de detalles como el surco de agua que atraviesa la gran explanada hormigonada en Instituto Salk (1959-1965) y que se abre en el mar, las perforaciones circulares y la enorme lucarna que ilumina el interior de la Biblioteca Exeter (1965-1972), las franjas de ventanas en los techos del Museo de Arte Kimbell (1972) que encienden un espacio que por fuera parece un galpón hermético y el espejo de agua de la Asamblea Nacional de Dhaka (1961-1983) en el que se disuelve la pesadez de la mole de hormigón que se yergue sobre el horizonte.
Todos son hoy templos modernos que serán las ruinas del futuro con las que otro arquitecto vendrá a deslumbrarse para llevarlas a su propia modernidad.

Biblioteca de la Phillips Exeter Academy (1965-1972) New Hampshire, EE.UU.
Lo fácil es ver en eso un exceso de pretensión y pomposidad. Y es cierto que la hay, pero porque la naturaleza es exuberante y la experiencia mística que significa estar vivo no puede ser desatendida por la arquitectura. En su trabajo hay mucho de dejarse deslumbrar por el tiempo que se tiene en las manos mientras se vive. Como asume el mismo Kahn en el filme de su hijo, poco antes de morir en 1974: “cuan accidental es nuestra existencia y cuan sometida a la influencia de las circunstancias”. Se trata de enaltecer esa circunstancia.
Foto portada: Instituto Salk (1959-1965) La Jolla, California, EE.UU. Foto: Roberto Westbrook / Image Source / Image Source via AFP Abajo, Biblioteca de la Phillips Exeter Academy (1965-1972) New Hampshire, EE.UU.