

“Entre el arte y la basura hay poca distancia y la basura que contiene un poco de locura es por eso mismo más cercana al arte”
Por_ Vera-Meiggs

«Ángeles sin brillo» (1957), basada en un relato de William Faulkner, protagonizada por Robert Stack (izquierda), Dorothy Malone (al centro) y Rock Hudson (derecha). Foto: Archives du 7eme Art / Photo12 via AFP
Cuando todos ansían el éxito, es fácil olvidar el fatigoso camino necesario para alcanzarlo. En una sociedad que se tienta por olvidar el pasado y que por eso mismo se vuelve incapaz de entender el presente, es lógico que un género como el melodrama esté algo pasado de moda.
Hoy se lo reduce a las telenovelas, las seriales o a la citación vintage, pero es evidente que los superhéroes, los rápidos y furiosos y la animación acaparan la mayor cantidad de espectadores. No siempre era así y hubo un tiempo en que fue un filón muy copioso y con un público ávido por disfrutar de sufrimiento del bueno. Hollywood siempre supo hacer llorar y usó para ello toda su mejor batería de recursos: buenos intérpretes, guionistas inspirados en literatura barata, directores especializados. Entre éstos, el nombre de Douglas Sirk (1897-1987) parece el de mayor permanencia, a pesar de su olvido por las nuevas generaciones. Hay razones para ello. El esmero por la estilización es algo que requiere años y años de prueba para llegar a madurar y hoy la paciencia no parece un ingrediente muy disponible en los pasillos de la industria cinematográfica.
Sirk supo sumar experiencias en un largo recorrido que tuvo al gran Max Reinhardt (1873-1943) de referente esencial en sus estudios de teatro, como antes Erwin Panofsky lo había sido en estética. Debutó en 1935 en la dirección cinematográfica, pero el nazismo lo empujó a Estados Unidos, donde agradeció siempre el alto nivel tecnológico que en Alemania se había perdido. Se necesitaba el Cinemascope para poder captar las dimensiones de las ruedas de carreta con que Douglas Sirk fue capaz de hacernos comulgar con su cine durante los años 50.

«Sublime obsesión» (1954), protagonizada por Jane Wyman y Rock Hudson
Lágrimas de estilo
El melodrama era la versión burguesa de la tragedia y una derivación del Romanticismo germano del que Sirk era deudor por razones personales (había nacido alemán), además de haber dirigido en escena buena parte de la dramaturgia culturalmente más prestigiosa. Sus mejores películas eran, por oposición, basadas en guiones casi imposibles de llevar a la pantalla en forma airosa. Sin embargo, lo logró. Pero en realidad esto no debería extrañarnos mucho. Si reducimos las obras de Shakespeare a sus argumentos, el ridículo envolvería todo. Douglas Sirk es en esencia un estilista, alguien que a través de la forma es capaz de bajar las barreras de nuestra racionalidad para hacernos salir a pasear por el jardín de las emociones imaginarias. Es decir, por aquel espacio en que existe todo lo no confesado en nuestra casa, regulada por los buenos modales y costumbres.
Había demostrado cierta versatilidad en el oficio desde su llegada a Estados Unidos hacia el final de los treinta. Había dirigido comedias, western y musicales. En uno de ellos se había topado con un joven miope al que le había dado un pequeño papel y que se llamaba James Dean. Pero a Sirk le interesaban más los actores manifiestamente limitados, como Lana Turner, Robert Stack o Rock Hudson. Su mejor logro en este sentido lo obtuvo con la despampanante Dorothy Malone, cuyo registro dramático era básico, pero supo sacarle un partido notable como la heroína melancólica de «Ángeles sin brillo» (1957), basada en un relato de William Faulkner, y especialmente en «Escrito en el viento» (1956), una actuación que puede igualmente ser considerada ridícula o sublime y que le permitió ganar el Oscar. En ella, la Malone exterioriza cada uno de los básicos pensamientos del personaje, pero lo hace dentro de un sistema estilístico de tal coherencia que resulta conmovedora. Después que ha intentado acostarse con todos los hombres de la película, especialmente con Rock Hudson, se queda sola acariciando un fálico pozo de petróleo que adorna el escritorio paterno. En cualquier otro contexto una escena como esa no se salvaría de la carcajada, con Sirk tras la cámara alcanza una elegante intensidad. «Sublime obsesión» (1954) nos logra convencer que la desabrida Jane Wyman podía enamorar y enmendar al buen mozo de Rock Hudson. El propio Sirk la definió como “una mezcla entre kitsch, locura y literatura de tercera”.

Lana Turner en «Imitación a la vida» (1959), donde la ficción y el cine se persiguen mutuamente para dar rienda suelta a una sinfonía de lágrimas.
«Imitación a la vida» (1959) es todo un programa estético en el que el teatro, la ficción y el cine se persiguen mutuamente para dar rienda suelta a una sinfonía de lágrimas, con tema racial incluido, que culmina en un gran funeral, apoteosis casi absurda de todo el relato y que lo sería también de la obra de Sirk. Ya no volvería a filmar ningún largometraje. Para aquel entonces la cebolla picada se había retirado a la televisión, vulgarizándose, y Sirk volvió a Alemania.
Siempre hay un chileno
Varias puestas en escena teatrales y cortometrajes amenizaron su jubilación, también la docencia
en la Escuela de Estudios Superiores de Cine y Televisión de Munich donde tendría entre sus alumnos a uno bien destacado: el chileno Gustavo Gräf-Marino («Johnny cien pesos»), el primer latinoamericano admitido. La película del taller de realización sería «Bourbon street blues» (1978), basada en Tennessee Williams y que dirigía el maestro con Michael Ballhaus, connotado director de fotografía y protagonizada por Rainer Werner Fassbinder (1945-1982), uno de los mayores cineastas alemanes, que llegó a esa producción arrastrado justamente por Gräf-Marino. Un concentrado cuadro de solidaridad en la decadencia, estupendamente interpretado y fotografiado y sobre cuya filmación el chileno haría un registro documental de inapreciable valor, ya que sería el último trabajo del gran Sirk.
Un autorretrato de su estilo: “Todo el mundo debe saber quién es el director, pero nunca nadie debe darse cuenta”, afirma por ahí el maestro, mientras casi sigilosamente da instrucciones y mueve algún objeto que después en pantalla produce el efecto exacto de ambiente y ritmo. La expresión de un refinado aristócrata de los sentimientos, uno que no necesitaba exhibirse, sino que mostrar.
Eso es justamente lo que ya no se usa.