

Moderna entre los modernos. Posmoderna. Vanguardista. La encarnación de la “nueva mujer”. La poeta más importante desde Safo. La primera mujer en recibir el Premio Pulitzer. Musa y dramática. Irreverente y pelirroja de pelo corto. Revolucionaria, bisexual y libertaria. Eso y tanto más es Edna St. Vincent Millay (Maine, Estados Unidos, 1892).
Por_ Jessica Atal

Retrato de Edna St. Vincent Millay por Carl Van Vechten (1880-1964). Fuente: Biblioteca del Congreso de Estados Unidos.
Toda una revolución en su época, Edna St. Vincent Millay (1892-1950) fue imperdonablemente olvidada por décadas, oculta tras la sombra de gigantes de la talla de T. S. Eliot, Ezra Pound, William Carlos Williams, W. H. Auden. La crítica masculina la redujo a figura del “modernismo sentimental” frente al Modernismo Intelectual, o High Modernism, de estos poetas reunidos en torno a un movimiento caracterizado por la ausencia del yo poético, la despersonalización, ideas herméticas e impresiones plasmadas lo más objetivamente posible y en extremo conservador al abordar temas sociales y políticos.
Todo lo contrario fue Millay, quien, sin ser confesional, escribe desde un yo eufórico, furioso, emotivo o ardiente. Amante de la escritora Djuna Barnes, entre otros romances, declaraba sin tapujos su bisexualidad. La “Leyenda Millay” comenzaría en 1920 con su segundo libro, «A Few Figs From the Thistles». Pero sólo en los años noventa se revalorizó su poesía, acaso de la mano de la ola feminista en busca de voces olvidadas y de baluartes. Millay fue eso y más. Durante sus recitales fascinaba al público como una verdadera estrella de rock. Su espíritu libre iba por la vida desechando propuestas de matrimonio, porque no estaba dispuesta a someterse a tareas domésticas ni a sucumbir ante una sociedad que “construye bombarderos; da mítines, inaugura estatuas, emite acciones, desfila/ convierte otra vez en explosivos el desconcertado amoníaco y la distraída celulosa”, como escribe en «Apóstrofe al Hombre».
Su voz lírica se alzó a remecer el pensamiento sin más que un puñado de palabras, “¡poquísimas, por cierto! ¡Cuando puedo hacer/ con diez pequeñas palabras una soga con la que ahorcar al mundo!”. Con apenas veinte años, ya deslumbraba entre su generación, haciendo uso de su innato carisma, así como de la representación y el espectáculo. Porque destacó también en la creación de obras dramáticas, como el libreto para ópera «The King’s Henchman». Representado con gran éxito, la versión en papel llegaría a vender, apenas en un mes, más de sesenta mil copias. No sorprende, entonces, que se dijera que St. Vincent Millay podía llegar a “morir de éxito”. Entre 1920 y 1929 se publicaron 328 artículos sobre su obra. Ciento treinta y cinco de ellos en un solo año: 1927. Vendía decenas de miles de ejemplares de sus libros. Así y todo, poco y nada se conocía de su obra, menos traducida al español.
Afortunadamente, aparece bajo el sello Lumen su «Antología Poética», en edición bilingüe, con traducción y prólogo de Ana Mata Buil. La celebro, aunque no es fácil coincidir plenamente con una traducción. Traduttore, traditore… resulta acaso inevitable. A ratos parece antojadiza, si bien Mata Buil advierte que “En algunos poemas, la traducción (…) no ha sido lo que suele llamarse ‘fiel al significado del original’. Excepto en los casos en los que se deba a un error de interpretación (confío en que pocos), en general esas desviaciones del sentido han pretendido dar prioridad al sonido de la palabra original, al lirismo de ciertas composiciones o a las distintas connotaciones que tienen las palabras en una cultura y otra”. Luego sugiere que se lean las versiones de Millay y las suyas como “poemas independientes, autóno- mos, aunque relacionados”. En tal caso, debiera haber escrito su libro propio, sin la pretensión de crear un poema sobre la base de uno de Millay. Por ejemplo, el título «A Few Figs From the Thistles» se traduce como «Frutos de los Abrojos». Para Mata Buil, figs no quiere significar higos sino frutos. Y a few (algunos), simplemente lo deshecha. Lo importante, en todo caso, es que este volumen retorna la mirada ante la excepcional St. Vincent Millay. Esperemos que con el tiempo aparezcan nuevas y más fieles traducciones.
Edna fue una de las tres hijas de un matrimonio fracasado. Cora, la madre, fue quien sacó adelante a las niñas trabajando como enfermera. Más que cosas materiales, en su hogar abundaba la cultura, la lectura y la música. En una carta a su madre, Edna dice: “No puedo recordar una sola vez en la vida cuando tú no estuvieras interesada en lo que yo estaba trabajando o siquiera haber sugerido que lo dejara a un lado para hacer otra cosa”. La confianza en sí misma, el respeto por la educación y el ejemplo de su madre parecen claves a la hora de formar su obra y carácter. Antes de dedicarse a escribir, Edna quiso ser pianista. Pero su maestra la desalentó pues creía que sus manos eran demasiado pequeñas. Bien, en todo caso, por la poesía. En una carta de 1912, Edna ya dice conocer bien a Wi- lliam Shakespeare, John Milton, William Wordsworth, Alfred Tennyson, Charles Dickens, Walter Scott, Georges Eliot, Henrik Ibsen y nada menos que a otros cincuenta autores. Entre 1906 y 1910, la joven publica sus primeros poemas en la famosa revista para niños «St. Nicholas». Tuvo la suerte de que una directora de colegio notara su talento excepcional y determinara, bajo su mecenazgo, que siguiera sus estudios en la Universidad de Vassar, luego de varios cursos en Barnard College.
Regalos para el alma
En 1917 Millay se traslada a Nueva York y se empapa de la vida bohemia de Greenwich Village. Rechaza un trabajo de secretaria, escribe y participa en recitales que dan cuenta del espíritu inconformista del ambiente. Actúa, además, en una obra dramática del poeta y ardiente feminista Floyd Dell, con quien mantiene un romance. En 1920 comienza a escribir para «Vanity Fair» y la intensidad con que lo hace la lleva a una crisis nerviosa. Uno de los editores de la revista le ofrece trabajar con el mismo salario desde Europa, y en 1921 se embarca con destino a Francia.
No resulta, sin embargo, un período muy fructífero literariamente. En 1923, a su regreso a Nueva York, se casa con Eugen Jan Boissevain (1880-1949), un holandés heredero de un comerciante que había hecho fortuna importando café. Viudo de una feminista, mantuvo con Edna una relación siempre abierta. Vivieron casi toda la vida en Steepletop, su casa en el campo. El mismo año de su matrimonio, publica «The Harp-Weaver and Other Poems», una vez más con éxito rotundo. «La Balada de la hilandera del arpa» está escrita desde la voz de un niño y, dedicada a su madre, rinde tributo a su cuidado y sacrificio; sobre todo, a esos regalos para el alma que fueron la música y la literatura.
Otra de sus obras importantes, «Fatal Interview» (1931), está compuesta de 56 sonetos de corte amoroso dedicados al poeta George Dillon, con quien Edna trabajó en la traducción de «Las flores del mal», de Charles Baudelaire. Experta en el uso del soneto isabelino, entreteje la experiencia de mujer con el mito clásico, la literatura amorosa tradicional y la Naturaleza, una de sus mayores pasiones. Más que al amor, volcó su vida a la poesía, pues le temía a la idea de ser poseída o dominada. El amor no era duradero y el destino de los amantes no era otro sino el sufrimiento: “She loves you not; she never heard of love”, es el último verso del soneto XX y “Well, I have lost you; and lost you fairly;/ In my own way, and with my full consent”, son los que inician el soneto XLVII.
Después de sufrir un accidente automovilístico en 1936, lesionándose un brazo y la espalda, comienza su deterioro físico. Debe someterse a operaciones, hospitalizaciones, tratamientos con drogas adictivas, y va mermando su vitalidad. En 1949 muere su marido y ella lo hará un año más tarde, dejando «Mine The Harvest», una obra que se publicaría en 1954, escrita desde un espacio solitario, meditativo, en un tono metálico e invernal, cansada acaso, pero siempre excepcional, intensa y terrible, versátil, valiente, estableciendo el perfecto equilibrio entre la grandeza y la debilidad humana.
BRÚJULA LITERARIA_ Por_ Jessica Atal
Un manto protector (ojalá) para la pérdida
Es extraño escuchar a una escritora decir que le cuesta creer que alguna vez escribió ficción. Todo es extraño después de la muerte de un ser amado. Se deja de entender la vida de la misma manera. Se acaban incluso las ganas de seguir viviendo. Marcela Serrano (Santiago, 1951), autora de más de una decena de novelas, es quien enfrenta en «El Manto» la muerte de su hermana Margarita. En tiempos de duelo parece no haber espacio para nada más que el “pensarla a solas”; imposible escribir ficción, esa “verdad de las mentiras”, cuando se vive una experiencia así de dolorosa. Tres días después del funeral, Marcela se encierra en su casa de campo con la pérdida. Además de “perder el tiempo”, vestida de negro y su- mida en una “áspera tranquilidad”, escribe y retoma una actividad que le encantaba de niña: recortar y pegar. Ahora tiene un nombre: collage. No quiere “inventar” a su hermana, sino “solidarizar” con los caídos, es decir, con los muertos, bajo una oscuridad insondable, en el imposible consuelo, en el dolor que quema y, a la vez, hiela el alma y los huesos. Es curioso. Las hermanas aprendieron (como hace “la aristocracia”) a mantener la compostura ante la tragedia. Sin alborotos ni escándalos. Sin llantos desatados. “El padecimiento es indiscreto. En público, indigno. La sensiblería, repugnante”. “La tristeza es un sentimiento frío”, escribe Serrano, y así es, de pronto, su escritura: fría, a veces dura como roca, como la misma muerte. Pero estas páginas resultan quizás más escandalosas que el llanto en un velorio. Quizás más indiscretas. Porque dentro del silencio que cubre la casa, los gemidos y lamentos se escuchan a gritos.
Sin considerar redactar un perfil y menos una biografía, las reflexiones aquí vertidas —a veces no superan un párrafo— rescatan fragmentos de la existencia de Margarita, en un intento de salvarla de la nada. Es allí, en esa infranqueable disolución que aguarda al cuerpo muerto, donde anida el horror ante lo perdido, lo simplemente ido. Hay otras reflexiones, muchas veces apoyadas en lecturas, sobre el significado de la muerte y el duelo. Ahí la acompañan Elías Canetti o Philip Roth, entre varios. Se me viene a la memoria «La muerte del padre», de Karl Ove Knausgaard, al momento de hablar del tratamiento brutal que damos los vivos al cuerpo de los muertos.
Muy justificada es la denuncia de Serrano sobre el sistema de salud en Chile, esa “asquerosa vergüenza nacional”, desde la figura autoritaria del médico, a veces dios y dueño del destino de un paciente, hasta las fortunas descomunales que pagan los afiliados al sistema de salud privado, o esas mismas fortunas que se desembolsan frente al cáncer. “Hay que ser millonario para enfermarse en este país. Si no lo eres, te mueres. Punto”, concluye Serrano. Pero, claro, su familia no pertenece al sector pobre de la sociedad. Acaso por lo mismo, no falta el médico que recomienda una nueva quimioterapia cuando la enferma está a días de morir. Ciertamente valiosa es la honestidad del relato, con toda su rabia y negación de la muerte. Por otro lado, es casi envidiable constatar la complicidad y el amor que existe entre las cinco hermanas. Siempre ocupadas en juegos fantásticos, las vemos creciendo llenas de sueños, rodeadas de cultura, sosteniendo acaloradas conversaciones, realizando viajes a lugares extraordinarios. Se devela también la intimidad y la dedicación a la hora de cuidarse unas a otras. Así, Serrano teje un manto (como el que tejió Clara Sandoval a su hijo Nicanor Parra), esta vez de palabras, para arropar a su hermana muerta, y también para arroparse a ella misma, abrigar su pena, cobijar el vacío de la ausencia, inventar una suerte de sanación para esta enfermedad que es el duelo, si es que existe sanación alguna. Yo creo que no. Así y todo, se sigue escribiendo.