

Es uno de los más emblemáticos creadores chilenos del siglo XX; su historia es testimonio de enfoques vanguardistas en la pintura y avances sociales y culturales de un país en pleno proceso de modernización. Tras 15 años reinstalado en Chile, continúa creando con la energía intacta.
Por_ Elisa Cárdenas Ortega
Definir la obra de Eduardo Martínez Bonati (1930) no es fácil. Desde los inicios de su carrera artística, en los años 50, manifestó una tendencia a romper los moldes, partiendo por los suyos propios. Hoy, con 90 años de vida, sigue investigando y descubriendo formas que vuelca en grandes telas, sorprendiéndose muchas veces a sí mismo: “No podría pintar un cuadro de nuevo. Es imposible”, nos comenta en su acogedor taller-casa de Pirque, donde se afincó hace más de una década, después de regresar de un auto exilio de 30 años en España.
Siempre recuerda lo restringido que era el lenguaje artístico en sus tiempos de estudiante y emergente pintor: naturalezas muertas, retratos, desnudos, paisajes, marinas, eran las únicas categorías que se podían encontrar en una exposición; nadie se salía de ese modelo, y fue su generación la que impulsó los cambios que extendieron los límites plásticos en el país. Como estudiante en la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de Chile, se integró a los grupos que cuestionaban las estructuras de enseñanza, siendo a la vez destacado con premios en concursos, salones y becas internacionales tan importantes como la Fullbright en 1959 y dos Guggenheim –en 1964 y 1969– que le permitieron enriquecer sus estudios en importantes centros norteamericanos y vivir, en primera persona, la actividad artística en la ciudad epicentro de esta disciplina: Nueva York.

Bonati explica los pormenores del arte integrado a la arquitectura en el Edificio UNCTAD III, construido en tiempo récord en 1972. Crédito: gentileza GAM
Algunos lo consideran precursor del Arte Pop en Chile, la gran mayoría lo asocia (en sus inicios) al Informalismo, tendencia europea de posguerra, muy di- fundida por el teórico español José María Moreno Galván, quien –a inicios de los años 60- bautizó como Signo al grupo de Bonati, José Balmes, Gracia Barrios y Alberto Pérez. Bajo el alero de este intelectual, mostraron en Chile, España y Francia sus obras, que dejaban atrás la representación mimética de la realidad para concentrarse en la pintura misma, explorando su materialidad y gestualidad en una abstracción lírica expresiva. Pese a no adscribir a los movimientos que en ese entonces ilustraban las injusticias sociales y las esperanzas del pueblo –como el Muralismo y diferentes extensiones del Realismo Socialista– los cuatro de Signo tuvieron siempre claro el compromiso político que encarnaba su arte, y lo desarrollaron autónomamente a través del tiempo. Otra experiencia grupal de Bonati fue con sus amigos Carlos Ortúzar e Iván Vial, cuando ya estaba inmerso en la idea del arte integrado a la arquitectura y a la ciudad (acaso, su manera de concebir políticamente su creación). Juntos realizaron el mural de mosaicos del Paso Bajo Nivel Santa Lucía, un cruce imprescindible de la vía santiaguina, hoy tristemente abandonado a pesar de haber sido declarado Monumento Histórico. Esta pieza de arte cinético en el espacio público, destacada internacionalmente, no ha sido protegida ni restaurada desde que fue inaugurada en 1970, persistiendo hoy esa desidia, pese a su declaratoria por parte del Consejo de Monumentos Nacionales hace más de un año.

A sus 90 años, instalado en su taller de Pirque, el artista investiga los alcances del lenguaje abstracto en grandes formatos. Crédito: Juan Guzmán.
De la participación a la reinvención
Entre los 60 y 70, Bonati conjugó muy bien el arte y la arquitectu- ra; realizó también murales en el Centro de Investigaciones Nucleares de La Reina, en el Campus Antumapu de la Universidad de Chile, en el Inacap de Concepción. Fue, probablemente, ese perfil lo que motivó que el Gobierno de la Unidad Popular lo invitase a hacerse cargo del elemento artístico en el edificio de la UNCTAD III (actual GAM), un hito del periodo. Para entusiasmar al equipo técnico, Bonati mintió sobre una obra de Calder que sería donada a Chile por el Gobierno de Estados Unidos. Nunca existió tal obra, pero sí su convencimiento de que el arte chileno debía estar incorporado en el concepto proyectivo del edificio, no como ornamento, sino estructuralmente, incluso cumpliendo funciones como ductos de salidas de aire, tiradores de puertas, asientos, etc. No sólo convocó a una treintena de mujeres y
hombres consagrados del arte nacional, sino también a la expresión popular de las Bordadoras de Isla Negra y al artesano Manzanito. De esta manera fue curador de arte en tiempos en que ese concepto no se usaba, y fue también gestor y productor; una especie de “intelectual orgánico”, como describiera Gramsci a los pensadores y creadores involucrados activamente en la situación de su tiempo.
Además era profesor de la Universidad de Chile, donde realizó, por 20 años, el Taller de Grabado, del cual se corría la voz porque era un enclave de debate y experimentación artística. Allí, el maestro Bonati sentaba las bases de los despla- zamientos del grabado, un asunto que con el correr de los años se haría imprescindible en las reflexiones del arte contemporáneo latinoamericano –a través de la impronta de Luis Camnitzer– y chileno, con las enseñanzas de Eduardo Vilches (Premio Nacional de Artes 2019) en la UC.
Toda esta actividad e influencia en nuestro medio cultural se vio interrumpida –para Bonati, como para muchos– por el Golpe de Estado de 1973. A pesar de estar alejado de la militancia política, por su seguridad y la de su familia partió rumbo a España en 1975. El nuevo comienzo fue duro, pero con el tiempo se ubicó en la actividad artística madrileña, realizó estudios de doctorado y se convirtió en un profesor destacado en la Universidad Complutense, como también en el Círculo de Bellas Artes de Madrid e Islas Canarias.
Su arte siguió evolucionando de acuerdo a sus vivencias; por años no pudo sacarse de encima la situación crítica que se vivía en Chile. Hubo una etapa pictórica oscura, con obras que nunca ha mostrado aquí; y también pasó por un periodo muy gráfico y caricaturesco, acercándose de forma espontánea e intuitiva al cómic, sin ser conocedor de ese género.
“Ha sido un problema siempre, porque yo dibujaba horriblemente mal, sabía cómo eran las cosas, pero no las podía representar hasta que no me ponía a pensarlas: esto es así, esto va acá, esto es un poco más corto, etc. No fluía en mí una naturaleza espontánea de poder hacerlo, pero trabajé mucho hasta que me lo quité y pude hacer los primeros croquis en que la figura tiene el ombligo donde tiene que tenerlo y las piernas del largo que tenían que ser. Ya empecé a disfrutar el poder representar algo como lo veía, y nacieron cuadros como uno de 20 o 30 figuras, todas con una historia, en la cual cometen una acción que perjudica a alguien y a su vez son perjudicados por la acción de otros; todos son golpes, caídas, orines y cosas así”.

A inicios de los años ’70, Eduardo Martínez Bonati realizó un gran mural sobre la historia humana y científica para el Centro de Investigaciones Nucleares, en la comuna de La Reina.
De esa inesperada familiaridad con la historieta surgieron también cuadros muy sarcásticos sobre el régimen que imperaba en Chile, tópico persistente que, de alguna manera, intentó sanar en su primera etapa de regreso a través de la exposición «Réquiem», en Matucana 100 (2006). Allí mostró una serie de dibujos en tinta china, realiza- da con los ojos vendados y unas grandes instalaciones de nudos en materiales textiles o como relieves en la tela; nudos y más nudos que simbolizaban el trauma de Chile, y acaso una posibilidad de ser desatado y superado. Años después presentó en el Museo de Bellas Artes la exposición «Vuelvo a casa» (2011), una retrospectiva de su producción entre 1978 y 1986, incluidas las escenas de humor negro y una constante reflexión sobre las relaciones amorosas; conviviendo, todo ello, con una preocupación ulterior en torno a la armonía existencial y la búsqueda de una supra consciencia. Sus estudios de budismo zen y filosofías milenarias, junto a la práctica de la meditación, lo acompañan permanentemente y se reflejan, progresivamente, en sus obras abstractas más recientes.
“Tontamente, de repente experimento unos estados de felicidad que no me los explico, porque pasa volando un pájaro… y quedo frito! Ahora, si pasa una mujer que me guste estoy más sonado, por razones que igual me interesa reivindicar, porque esa es la ley nuestra de los animalejos”, dice entre broma y verdad.
El regreso de Bonati ha sido lento; la figura pública que él representaba en los años 60 y 70 en Chile fue borrada del mapa cultural. También ha influido su camino de reinvención profesional en Europa –participando durante esos años en actividades chilenas en el exilio, pero sin una conexión concreta con nuestro medio artístico– y su re- instalación en Chile, alejado de la ciudad donde se mueve el sistema del arte:
“Vivo un poco aislado, no estoy tan al tanto de lo que pasa afuera, no soy de los que anda comprando revistas de arte en el extranjero para ver qué es lo que está ocurriendo o qué es lo que hay que hacer, no, no voy por ahí … Cuesta hacer lo que estoy haciendo, tengo que pasar por encima de mis propias barreras, tengo que llegar a elementos de absurdo que no formaban parte de lo que yo pintaba antes y, sin embargo, encuentro que sí, que es cierto, que son necesarias así y me produce placer que sean así y ¡me da la misma huifa a quién le importe o no le importe!, porque coincide con una cierta desilusión al intentar construir un mundo de nuevo aquí en Chile. A veces que no me sien- to acá, me duele demasiado el país, lo que están haciendo de él, amo mucho al chileno y a la geografía chilena, pero vivimos un mundo de mentiras, de corrupción estúpida, los problemas que tenemos no se resuelven nunca, hay mucha tontería”.
Para abril pasado estaba agendada la entrega a Eduardo Martínez Bonati del Premio Marco Bontá de la Academia Chilena de Bellas Artes, pero a causa de la pandemia la ceremonia fue pospuesta hasta nuevo aviso. Emergen en diversas plataformas proyectos de creación e investigación que reposicionan su figura como parte de un periodo efervescente y trascendental del panorama cultural chileno, aquellos años de la Guerra Fría. Mientras tanto, en el día a día, Bonati no para de pintar y, en forma fluida, va superando o cambiando etapas, con una vitalidad creativa y expresiva que ya se quisiera un artista chileno de 30 o 40 años:
“Todo mi trabajo es un desorden. He tratado de seguir la fuerza de adentro, y ésta trae energía que no puedo controlar y que va en tal cosa y ¡quiere eso! Son cosas que vienen desarrollándose lentamente, y lo que parecía desordenado, empieza a adquirir un orden… siempre le he puesto alas, y por eso he salido disparado en una dirección que no tenía prevista pero que me empieza a absorber y me empieza a entusiasmar y a dar una razón de ser… le salen las alas y ya se desarmó todo el lenguaje, pero ¿a quién se le desarmó? A mí, y ¿de dónde viene ese desarme? De mi vida, de mis cosas, no me viene de afuera, viene por mí y me quedan dos opciones: o me hago el tonto y sigo pintando a la antigua o me tiro de cabeza a la piscina, siempre me he tirado a la piscina y eso no le gusta a muchos; amigos críticos me han dicho: ‘Pero profundiza¡’ y yo ya estaba al fondo del hoyo ¿hasta dónde quieres que vaya? Yo salgo y sigo jugando”.
Este artista de culto, que es indiscutiblemente una “figura emblemática” de un periodo clave del arte chileno, gestiona parte de su sustento diario con sus ventas y tratos con galerías en España. En Chile, poco o nada. Cuando el futuro de la cultura chilena parece tambalearse en la cuerda floja, el paradigmático Eduardo Martínez Bonati sigue, como él dice, “jugando”; y junto con los homenajes, persiste latente la enorme oportunidad de que vuelva a ser parte orgánica del tejido cultural chile- no, a través de sus exposiciones y de la circulación de su obra.