

A un siglo de su estreno, la película alemana que selló la gran fortuna cinematográfica de su país, todavía parece seguir vigente… desgraciadamente.
Por_ Vera-Meiggs
En 1920, Alemania estaba en la ruina como nunca antes. La arrogancia militar y el orgullo aristocrático estaban por el suelo. El verdadero sindicato de monarquías que componían el Imperio había cesado en sus funciones y el hambre era espectáculo demasiado frecuente en las ciudades. Desde hacía más tiempo del que podían recordar, los belicosos alemanes no sabían lo que era una derrota, por lo que el final de la Primera Guerra Mundial los dejó aniquilados social, económica y síquicamente. La república conservadora que siguió a la monarquía apoyó la industria del cine alemán, como forma de escapismo, o de expurgar traumas y culpas. El cine de gran espectáculo se impuso fácilmente.
Al menos dos ex soldados no estaban conformes. Uno de ellos, Hans Janowitz, checo, había vuelto con un serio conflicto con la autoridad y el otro, Carl Mayer, austríaco, lo tenía con los siquiatras, bajo cuyo cuidado había sufrido por dos años. Casualmente se conocieron,trabaron amistad y decidieron volcar sus traumas en un guión cinematográfico. La historia sería la de un sonámbulo que comete crímenes bajo las órdenes de su dominador, el siniestro doctor Caligari. El afamado productor Erich Pommer (1889-1966) se interesa en el proyecto y se lo adjudica a Fritz Lang (1890-1976), en aquel entonces prometedor cineasta, pero éste no puede aceptar y el encargo cae en manos de un realizador de segunda fila, Robert Wiene (1873-1938), que decide aceptar si le permiten cambiar algunos detalles del guión. Janowitz y Mayer vieron con horror que los “detalles” cambiaban radicalmente el sentido de la historia para dejar contento al público medio. ¿Cuántas veces sucedería lo mismo después? Muchas, pero en muy pocas ocasiones el resultado sería igualmente tan explosivo.
Un gabinete expresionista
Ya desde antes de la guerra el inconformismo con el asfixiante conservadurismo pequeño-burgués del Imperio había hecho presa de intelectuales y artistas. Mientras el Kaiser inauguraba los salones del arte oficial, más bien de la artesanía patriotera en uso, los expresionistas ya encrespaban los nervios de la crítica, especialmente en Múnic. No era una tendencia ajena a la identidad alemana, más bien lo contrario, era la recuperación de las tensiones subconcientes de una tradición de lo oscuro y bárbaro que se anida en sociedades demasiado racionales para ser ciertas.
Después de la guerra, el Expresionismo se apoderó de la escena plástica, incluso de la publicidad, por lo que no debió ser demasiado raro que una historia como la de Janowitz y Mayer se vistiera también con tales ropajes. Los escenógrafos Warm, Rőhrig y Reimann serían los encargados del aspecto más original, audaz y creativo de la puesta en escena. Un mundo inclinado, de calles estrechas en zig zag, muebles torcidos, ángulos agudos y manifiestas deformaciones de la perspectiva, que no dejaban espacio para ningún horizonte que recordara al Naturalismo. Se cuenta, quizás mitificando, que el discreto presupuesto de la película impedía el uso de muchas horas de luz eléctrica en los estudios, la que estaba racionada en aquellos tiempos de post-guerra y que los escenógrafos habrían pintado por eso la luz en las paredes.
Wiene, que no era un vanguardista, fue tal vez el que más esfuerzos tuvo que ofrecer a la realización de una obra, que si bien tiene su firma, no es atribuible a su persona, sino que al conjunto de brillantes nombres que lo rodearon. De hecho, en el resto de sus películas no hay nada similar a «El gabinete del doctor Caligari».
La película se estrenó el dos de marzo de 1920 en Berlín y produjo asombro más que entusiasmo. Tuvo éxito, pero no estruendoso. Será en Nueva York donde comience su consagración. Sería la primera película alemana estrenada en París después de la guerra y en Londres sería aplaudida, como en el resto de las capitales europeas. En poco tiempo su triunfo era mundial.
Ser Caligari
Francis sentado en un parque cuenta a un desconocido interlocutor la historia del siniestro doctor Caligari y su sonámbulo asesino, de sus propios amores con Jane, de la que también parece enamorarse el sonámbulo. Pero al terminar la historia de Francis descubrimos que en realidad Caligari es alguien más complejo y ambiguo que el criminal demente que todos suponen. El final conservador no calma la fuerte sensación de terror y locura que domina en todo el relato, no sólo por obra del argumento, sino que por la maravillosa escenografía pintada a la que los personajes se someten con sus movimientos y gestos. Que todo sea la alucinación de un loco y que haya una explicación racional del por qué de cada cosa no calma la inquietud. «Psicosis» (a su vez citado explícitamente en «Joker») haría algo similar cuarenta años después y el efecto sería el mismo.
En el ambiente caldeado de aquellos años, la película dio en las claves precisas de los terrores sociales más escondidos. Las razones de tanta fascinación visual se cruzan con sus contenidos latentes, como diría Freud. La figura del doctor Caligari inauguraría un batallón de villanos cinematográficos que animarían atractivamente los miedos del público. Ya Alemania venía produciéndolos desde antes de la guerra: el Golem, el estudiante de Praga, Homunculus. Pero después de Caligari se sumarían algunos de los más productivos y fértiles: Nosferatu, Mabuse, M y una larga serie de criminales, espectros y variantes, que se apoderarán de la pantalla norteamericana en la década siguiente, cuando en Alemania ya no se podrá seguir produciendo ese tipo de cine. En tanto, el éxito que la película trajo se transformó en una bendición para el cine alemán. La producción a bajo costo en los depreciados marcos alemanes y sus ventas al extranjero en francos o dólares hizo llover la prosperidad a los estudios berlineses.
A un siglo de todo eso habría que preguntarse qué ha quedado, aparte del correspondiente capítulo en la historia del cine. Para eso hay que volver a ver la película, cuya última y cuidadosa restauración data de hace seis años y está en formato blue-ray. Fue realizada por la especializada Cineteca de Boloña basándose en la única copia original existente en colores, conservada en la Cineteca de Montevideo. El espléndido resultado permite disfrutar a plenitud la cuidadosa realización de las escenografías y el espeso maquillaje, que hoy puede resultar excesivo, pero que se aviene con el estilo dominante.
Se alegó desde hace mucho que la película es cinematográficamente pobre y que posee una composición teatral ya superada en los años veinte. Pero es difícil olvidar el primer plano del despertar de Cesare y los sucesivos iris de ritmo obsesivo sobre el rostro de Caligari, cuya evidente maldad no es comprendida por los demás personajes. Incólume se mantiene la sensación de pesadilla y al mismo tiempo fascinación que emana del mundo plástico que la película ofrece. La publicidad de lanzamiento llamaba al público a transformarse en Caligari, hubo varios que lo tomaron en serio. Que Caligari sea una premonición de Hitler, como afirmó el estudioso Siegfried Kracauer, o una representación del Kaiser, hoy puede resultar menos importante que comprobar que sus homólogos contemporáneos todavía siguen limpiando sus anteojos para “cuidar a sus pacientes”.

Conrad Veidt en «El hombre que ríe»
Conrad Veidt (1893-1943) que sería el sonámbulo Cesare, fue entre los intérpretes de la película el que obtendría los mayores aplausos de la posteridad, lo que le permitiría seguir una carrera en Inglaterra primero y luego en Hollywood, donde haría su cargado oficial nazi de «Casablanca» (Michael Curtiz, 1941). El Jaffar de «Aladdin» (1992) fue dibujado sobre sus facciones, rol que había hecho antes en la maravillosa «El ladrón de Bagdad» (1940), de Michael Powell. También los dibujantes de Batman copiarían su caracterización de «El hombre que ríe» (Paul Leni, 1927) para crear al ultrafamoso Guasón. Pero Veidt no sólo era un buen villano, tomó la defensa de los homosexuales y de los judíos, sin ser ni lo uno ni lo otro, por lo que debió huir de su natal Alemania. Murió de un infarto en Hollywood.