

Sus fundadores, holandeses e ingleses, puritanos o cuáqueros, ante la naturaleza americana se sintieron en un suelo predestinado, la anhelada tierra prometida. Devotos del trabajo para acercarse a Dios, con vocación de misionero –un nuevo pueblo elegido–, su prédica sumó después la fe en la democracia.
Por_ Miguel Laborde*
Ilustración_ Paula Álvarez
Aunque Estados Unidos parezca nación símbolo de la modernidad, en su imaginario inicial encontramos la misma matriz de muchas de las más antiguas culturas, donde se cruzan la religión con la naturaleza.
No es casual que a los venerados padres fundadores, de un aura casi sagrada en ese país, esos que llegaron en el barco Mayflower, se les conozca como “los peregrinos”. Ellos iban, como otro pueblo elegido, en busca de la Jerusalén terrestre donde fundarían una sociedad pura y perfecta, superior a las de una Europa que, consideraban, había perdido sus valores esenciales.
Con puritanos apartados de la Iglesia Anglicana –la juzgaban corrupta–, holandeses decepcionados de su propia sociedad, cuáqueros que, literalmente, buscaban entrar en tembloroso trance ante Dios, desde el principio hubo espacio en Estados Unidos para muchas religiones, profetas, sectas y gurúes. A diferencia del mundo latino, cada individuo podía crear una propia.
América era una nueva oportunidad para la humanidad, y también para que cada individuo, libremente, encontrara su propio camino espiritual.
Si recordamos que los primeros colonos venían de unos Países Bajos húmedos y pantanosos, de tierras drenadas y robadas al mar, o de una Inglaterra de suelos controlados por unas pocas familias de su cerrada aristocracia, es posible imaginar su deleite al contemplar los vastos espacios de la América del Norte.
Tal parecía que Dios había escogido el mejor escenario posible para permitirles fundar una sociedad de hombres honestos y trabajadores, solidarios, en el espíritu de los primeros cristianos.
País ilimitado
Ante la vastedad de los espacios, en América asumirán la experiencia de no tener fronteras.
Estados Unidos, que nace como un acotado enclave en la costa este atlántica, se definirá como nación en su avance hacia el oeste, colonizando las grandes praderas y desplazando a los indígenas locales con violencia frecuente hasta llegar, más allá de las cadenas montañosas, a las tierras bañadas por el Océano Pacífico.
A mediados del siglo XIX, de manera oficial se discutía la idea de ser una nación sin límites. En 1893, el historiador Frederick Jackson Turner habla de la frontera móvil y abierta (the open frontier). En efecto, al apoderarse por diversos medios del sur hispánico –el de California, Arizona, Nuevo México–, de Alaska en el norte, de Luisiana por el este y de Hawai en el Pacífico, el modesto enclave inicial se transformó en uno de los territorios más amplios del planeta. Suficiente para hacer sustentable un imperio.
El rostro de América
Tras su independencia y con el mismo talante, al crear sus fundadores la primera democracia del mundo no lo harán como una opción de política interior solamente; cual misioneros, se sentirán llamados a propagar su fe por el mundo. Serían los voceros y líderes de la libertad.
En el resto del continente, las personalidades más lúcidas del siglo XIX, como Diego Portales y Benjamín Vicuña Mackenna en Chile, advertirán del peligro que ello significaba para los demás americanos esa potencia que incluso asumía como propio el nombre del continente: América.
Un poeta olvidado, Matthias Ringmann, inspirado en la condición femenina de los tres continentes clásicos –Asia, África y Europa–, había transformado el Amerigo del nombre de Vespucio en América, lo que popularizara el célebre mapa de Martin Waldseemüller, perdido por siglos y del que se encontró en 1901 una copia original en el sur de Alemania, hoy bajo la custodia de Estados Unidos.
Y es que el país del norte se sintió, desde su nacimiento, llamado a encabezar el continente completo; ser el rostro visible de todas las Américas ante el mundo.
El temple más natural
En el siglo XIX apareció en Estados Unidos una brillante serie de personajes que definieron el imaginario de su gran nación.
Clave fue el arquitecto Thomas Jefferson, su tercer presidente y principal autor de la Declaración de la Independencia, un hombre culto y viajado que tomó a Grecia por referencia. Con él se reiteró la condición de pueblo elegido, ahora en clave política; si Grecia había sido la madre de Europa, y sus hijas no habían sabido custodiar la pureza de sus ideales, a América correspondía ser el escenario para que, en una segunda oportunidad para la humanidad civilizada, su nación los encarnara.
En la cultura griega se unieron la naturaleza, los dioses y los seres humanos en un hermoso cosmos armónico. Como ella, la de Estados Unidos tendrá la naturaleza presente como espacio ritual. La figura del colono que avanzó hacia el oeste hasta encontrar el paraje idóneo para su vida perfecta, portando la Biblia y un hacha para alzar una tosca cabaña con sus propias manos, sería su arquetipo.
Ir a pescar el hijo con su padre es una tradición que va más allá de un lazo familiar. Es otro rito formativo, al igual que el de los adolescentes que bailan en torno a una fogata en medio del bosque, o de la familia que recorre el parque de Yosemite en sus vacaciones. Es la emoción de rozar lo sagrado.
El arquitecto Asher Benjamin, ante el imaginario griego –del que diseñará un revival influyente en muchas ciudades de Estados Unidos en el siglo XIX–, hizo una observación estratégica. No hace falta labrar el respaldar de una cama o el mango de una herramienta, lo que importa es que cumpla su función. Así se abarataron los costos y, de paso, se abrió el espacio para la producción en serie de mobiliario que, incluso, cada usuario podría armar con sus manos.
El taller de un estadounidense, poblado de herramientas, es heredero de una religiosidad que ensalza el trabajo manual y a quien sabe arreglárselas por sí solo. El adolescente, por lo mismo, es empujado fuera de la familia para que sepa ser independiente para encontrar el camino de su vocación. Si la pobreza era el rostro de Dios en el ámbito católico, la riqueza en Estados Unidos sería el premio al buen cristiano a la hora de rendir cuenta ante su Creador por el uso que hiciera de sus talentos.
Los artistas, al explorar caminos propios, también lo hicieron acercándose a la naturaleza. Así es la poesía fundamental de Walt Whitman, de un misticismo que raya en el panteísmo y de un imaginario que refleja el complejo edénico de los estadounidenses, su devoción por la naturaleza virgen.
Es un mundo abierto el que evocan en su poética, el que coincide perfectamente con el mundo sin fronteras de los políticos. En unos y otros hay una suerte de visión que, como toda fe, aspira a llevar su verdad hasta los últimos rincones y así “salvar el mundo”.
Como apuntara el poeta, escritor y académico escocés Kenneth White, si los griegos aportaron el sentido de lugar, los estadounidenses entregarán algo más amplio: el sentido del espacio.
Tal parecía que Dios había escogido el mejor escenario posible para permitirles fundar una sociedad de hombres honestos y trabajadores, solidarios, en el espíritu de los primeros cristianos.
La hora señalada
El crecimiento material de Estados Unidos pudo exhibirse hacia el 1900, cuando el skyline de Chicago y Nueva York comenzó a ofrecer el espectáculo vertiginoso del siglo XX con sus rascacielos elevándose al cielo. Pero no fue sino hasta la primera posguerra, ante una Europa desvastada, que su poderío pudo ser exhibido y contemplado. “Los locos 20” serían su celebración.
Aunque prima la imagen frívola de esa década descontrolada, que tendría su “castigo divino” con la Depresión de 1929 –y la merecida caída de sus viciosos especuladores, pecadores–, es por entonces cuando “el american way of life” aparece ante los ojos del mundo como el logro de los que trabajan duro y son independientes, honestos y respetuosos de la palabra de Dios.
Al frente crecía la Unión Soviética, la que se les aparece como encarnación del mal. Los ambiciosos planes quinquenales del régimen comunista, haciendo uso de todo su poder centralizado, alentaron la idea de hacer, también en Estados Unidos a partir de 1932, proyectos a gran escala. La potencia líder del mundo libre debía ser fuerte y también parecerlo.
La grave crisis económica luego de la Depresión fue el momento para ello. La construcción de las gigantescas autopistas (cruzar el país sin ver un semáforo) y playas públicas como Long Island, marcaron un punto de quiebre; al esfuerzo individual de un rey del acero o del ferrocarril se sumó una épica más colectiva.
Desde entonces, admirado o temido, amado u odiado, el poderoso país de América del Norte actuó como pivote de la historia mundial.
Es curioso lo que observamos ahora, con Donald Trump aislándose del resto de mundo, entre altos muros físicos y diplomáticos. Es un cambio total del imaginario que nació con los peregrinos del Mayflower, de los que se sentían llamados a crear una sociedad que fuera un ejemplo para el mundo.
El desembarco del Mayflower fue en 1620, hace justo cuatro siglos. Como el imperio romano, todo en este mundo llega a su fin, y hoy parece que el paraíso perdido que buscaron los fundadores, y que tanto se esforzaron por recrear sus descendientes, ha perdido su aura mágica.
*MIGUEL LABORDE es Director del Centro de Estudios Geopoéticos de Chile, director de la Revista Universitaria de la UC, profesor de Urbanismo (Ciudades y Territorios de Chile) en Arquitectura de la UDP, miembro del directorio de la Fundación Imagen de Chile, miembro honorario del Colegio de Arquitectos y de la Sociedad Chilena de Historia y Geografía, y autor de varios libros.