

¿Cómo lo llamaron? A pesar de su corta vida, Federico García Lorca (1898-1936) fue descrito de mil y una maneras: un alma que se movía “en el río inquieto de todas las emociones”. “Federico García Lorca es un hombre de fantasía”, dice un texto anónimo. Otro: era un “poeta sin par en la hora que ahora corre sobre el solar ibérico”. Otros: “faraón del romance”, “gitano de Nueva York”, “el califa en tono menor”, y así. De cientos de maneras intentaron describir al ser único que fue García Lorca, porque esos atrevidos “interviuvadores” de su tiempo se atrevían a todo, a decirlo todo y, además, lo hacían con pasión.
Eso que a García Lorca no le gustaban las entrevistas. En 1927 se quejaba Juan González Olmedillo de “lo difícil que es que hable”. Pero eso no impidió “la montaña de recortes de prensa” y el asombro de Miguel Pérez Ferrero cuando lo visitó en su departamento de Madrid en 1934: “Extraordinario. Difícil de describir. Planas enteras. Opiniones. Documentos gráficos. Anécdotas. Al pie de artículos, las mejores firmas…”, comentaba el periodista ante el “escandalazo” mediático que provocaba García Lorca después de los aplausos recibidos ante obras como «Romancero Gitano» y «María Pineda».
Sorprende, en realidad, que, habiendo sido un hombre sin interés en figurar en la prensa, hayan sido muchos los que lograron escribir y conversar con él. Creo que ése es el punto. Lorca era un hombre tremendamente social y entusiasta. Siempre sorprendiendo con una talla sin malicia. Amable, alegre. Era imposible que alguien se le acercara y él le diera la espalda. Fue todo lo contrario a un poeta oscuro, maldito o antisocial. Muchas entrevistas empiezan o terminan con un apretón de manos como de buenos amigos. Y luego está su sonrisa: esa que “enciende una luz clara en el tópico de bronce de su lírica gitanería”, escribe José S. Serna en 1933.
Coincide, eso sí, el tremendo interés de la prensa por el poeta y dramaturgo con el “desarrollo y madurez de la entrevista como género literario en los años 20 y 30”, comenta Christopher Maurer en el prólogo a «Palabra de Lorca. Declaraciones y entrevistas completas». Es un libro apasionante en cuanto nos da el más fiel retrato que podríamos encontrar de quien no alcanzó a escribir sus memorias, porque, no me cabe duda, debido a las infinitas historias y anécdotas que llenaron su corta vida, hubiese dedicado un buen tiempo –entre la inmensa creación de su obra literaria– a redactar cada una de ellas. Pero García Lorca murió, en un mes de agosto, a los 38 años. Fue uno de los primeros fusilados después del golpe de Estado del régimen franquista.
Este volumen, en este sentido, cumple una función esencial y extraordinaria. Recoge cada una de las entrevistas que dio en vida, cuando la “interviú” aparecía en el mundo como la novedad del periodismo. Leerlas provoca placer y, en cierto modo, son una lección de buena escritura. Asombra la virtuosa prosa del “interviuvador”, como se llamaba al entrevistador a fines de los años veinte. Son escritos poéticos y muy subjetivos; justamente todo aquello que echamos de menos ahora: lo que se dejó de valorar en función de un periodismo plano, objetivo y aburrido, donde el periodista prácticamente debe actuar como fantasma, atenerse a los hechos, sin expresión propia y, menos aún, opinión.
Pero, cómo no. Como buen artista, García Lorca también tenía su temperamento. Cito aquí una de las más tragicómicas escenas descritas por él mismo: “No ha muchos días recibí a una señorita portorriqueña que quería llevarse bajo el brazo una flamante interviú. Había apretado ya un par de cuartillas de una letra ágil, pequeñita, cuando se me ocurrió nombrar a Manuel de Falla. Hizo un gesto de extrañeza. Aunque no creí –¿cómo pensarlo, amigo mío? – que oyese aquel nombre por vez primera, la miré estupefacto. Un segundo. Porque, rápidamente, inquirió: ‘¿Falla? ¿Quién es Falla?’. Sin responder, cogí las cuartillas y, lentamente, las hice pedazos. Yo no podía, no quería decirle ya nada, absolutamente nada. Sin una sola palabra me fui al piano, que, abierto, parecía reír. Y luego, ya en la puerta, sus ojos llenos de lágrimas me pidieron perdón. ¡Ella sabía ya quién era Falla! Yo no sé si la he perdonado”.
La razón única del poeta
Lorca se tomó la escena literaria siendo muy joven. Saltó a la fama con su drama «Mariana Pineda». “Acaso toda mi obra no sea más que un ejemplo de variaciones sobre el tema del romance popular”, señaló en 1927. Justamente, su cercanía a esa España de pueblo y de gente sencilla fue lo que lo hizo grande, y no quiso, como otros, viajar primero a París o a alguna otra ciudad de Europa para volver a España como conquistador del viejo mundo. Al contrario, su interés y pasión se centró en América. Si bien viajó primero a Nueva York, donde se empapó de la cultura de Harlem, pasó temporadas en Buenos Aires y Cuba. “Nos interesan los escritores de América y los jóvenes españoles deseamos compenetrarnos con la juventud americana y marchar a su mismo paso”, declaró en otra ocasión.
Por lo mismo, formó y fue director de La Barraca, un grupo de teatro universitario. Su objetivo era educar al público y llevar a su alcance tanto el teatro clásico español del Siglo de Oro como el moderno. Convocó a un grupo de estudiantes, tan entusiastas como fue él mismo durante su corta vida, para difundir obras “con savia del pueblo que lleguen al pueblo”, sin matiz de propaganda alguna más que la educación y el acercamiento de las artes a un público sin acceso a la cultura.
Algunas de las magníficas obras rusas, así como las de Cervantes, Góngora, Lope de Vega, pretendían renovar la pobre escena española y fueron las que viajaron por el país –“por este maravilloso museo folklórico que son las sorpresas de los rincones de España”. El incansable motor del joven y ya reconocido poeta movía al grupo, apoyado por la República, y era celebrado en casi todas partes, dando funciones gratuitas en pueblos y aldeas. El público se conmovía ante la actuación de jóvenes que se hicieron profesionales de la noche a la mañana, seguramente por la vitalidad y el genio de quien los dirigía. Sin saberlo, o sin esa intención, fue un revolucionario desde siempre.
Ya en 1933, tres años antes de su muerte, García Lorca lo decía: “Llevar una obra debajo del brazo va siendo ya heroicidad extraordinaria”. El teatro moderno era peligroso en un país como España. No es que él quisiera hacer un teatro político, pero sí estaba consciente de la época fundamentalmente política que se vivía. Él apuntaba, como no todos lo entendieron, a la formación de “la nueva escena”, a un teatro experimental como se veía en otros países de Europa.
Pero el éxito no era su finalidad: no le satisfacían los halagos. Sabía, incluso siendo tan joven, que el éxito era algo momentáneo y que tenía que ver más bien con la suerte. Si estás en el lugar preciso, a la hora precisa y te encuentras con la gente precisa. Ése es el éxito. Pero puede durar menos que un suspiro. Él tenía muy claro que prefería no ser alabado en vida, pasar desapercibido en festines y, siendo un desconocido, dejar grandes obras para la humanidad.
Nació el 5 de junio de 1898, en Fuente Vaqueros, Granada. Heredó la pasión de su padre y la inteligencia de su madre. Y fue eso lo que hizo: dejarnos la experiencia de una nueva manera de hacer literatura: dramática, desgarrada y fresca. La poesía lógica, declara, le es insoportable. Él busca volver a la inspiración basada en el puro instinto, que es “la razón única del poeta”. En 1928, se define como un “apasionado instintivista”, y sus poemas son ágiles, “briosos –según Armando Bazán– como corceles o como toros andaluces, policromos y encendidos”.
Federico García Lorca fue uno de esos seres siempre niños, absolutamente transparentes, tanto en su vida como en su obra. Jugaba como un niño. Pero el arte era, sin duda, un juego serio. Tan serio que se jugó en él hasta la vida.