

Bueno, así fue hasta antes de la pandemia. Ahora que queremos estar en un después de ella que nunca llega, ir a un espacio cerrado por un par de horas puede que sea una costumbre que nos cueste retomar.
Por_ Vera-Meiggs
Lo lograremos. La porfía es más fuerte que la razón. Y es la razón la que trata de imponerse al impulso y nos mantiene prudentemente encerrados en nuestras habitaciones. A nadie le gusta estar encerrado, pero hay una apreciable cantidad de gente que sabe reemplazar el espacio público por el voluptuoso abandono a las redes computacionales. En ellas encuentran un sucedáneo de las relaciones sociales faltantes por la pandemia… aunque antes de ella no eran muy distintos porque ya eran muy distantes de la necesaria cercanía, saludable y natural, con el prójimo.
Hace mucho que la atomización de las masas se veía venir. Con el cambio de folio el nuevo siglo aparecía ya con los signos claros de la fragmentación múltiple que caracteriza al barroco contemporáneo. Hay mucho que ver en muchas plataformas distintas, todas simultáneas, todas independientes y todas conectadas, todas parecidas, pero sólo en apariencias. Como si se tratara de un cuadro de Brueghel en el que al mismo tiempo coexisten múltiples escenas cercanas, pero diversas y que se dan las espaldas para ilustrar un aspecto de una totalidad ignorada por los individuos retratados.
Así también están los usuarios de las redes sociales que, cada cual desde su personal nicho, despotrican contra unos y aplauden a otros sin medios términos. Los diálogos enriquecedores se vuelven raros e incluso sospechosos de estar de acuerdo “con los otros”, un enemigo informe que está en todas las partes en que se anida una argumentación demasiado sólida.
Los “like” admiten sólo una alternativa, como si del pulgar de un emperador romano se tratase. Nadie puede dialogar con eso, sólo acatar o, más peligrosamente, disentir.
Eso sí que está mal en unas redes que atrapan peces. Estando en la red sólo hay que aceptar el destino que ésta nos ofrece. El consuelo al sometimiento general lo dan las paredes del dormitorio desde el que nos protegemos en el anonimato del ser usuarios, esos seres que se conjugan sólo en el presente del indicativo. La red no actúa para el futuro, no depende del pasado y a lo más lo utiliza a veces para resaltar la suprema e inobjetable hegemonía del presente.
Se puede alegar que este es un fenómeno presente en todos los medios de comunicación electrónicos. Y es verdad, pero es algo que le pesa no poco a la televisión que a menudo busca justificarse usando su endeble memoria como testimonio de la historia.
En cambio, el cine es pura memoria.
Las formas son importantes
Por eso será que el cine convoca la discusión colectiva.
Sabido es que la versión norteamericana del invento fue el kinetoscopio creado por Thomas Alva Edison (1847-1931). Consistía en una caja individual con una pantalla de vidrio esmerilado sobre la que se proyectaba el filme iluminado desde el interior. El espectador de pie e inclinado hacia un visor cuyas viseras impedían el exceso de luz solar, asistía sólo al espectáculo. La función costaba un níquel.
Poco tiempo pasó para que en Francia los hermanos Lumière inventaran el cinematógrafo (que fue patentado el 13 de febrero de 1895), en el que la pantalla estaba en un espacio cerrado, la proyección venía desde atrás de los espectadores y éstos estaban sentados compartiendo la experiencia del espectáculo.
Sabemos ya cuál versión se impuso. La de los Lumière respetaba las formas del teatro y de todo espectáculo tradicional, el kinetoscopio era una novedad total y como tal se presentaba. Alguien ha señalado que a lo único que se parecía era a mirar por el ojo de una cerradura. El puritanismo norteamericano señaló el hecho ya en aquellos tiempos y la censura se dejó caer sobre el kinetoscopio para cubrir algunas imágenes con franjas negras. Ni un niño podría hoy entender por qué.
El colectivo espectador de los Lumière no conoció esas restricciones, al menos no públicamente, lo que estaba demostrando que el cinematógrafo era un aparato en concordancia con todas las tradiciones de las agrupaciones sociales.
Y así ha continuado siendo. Ir al cine es bueno para la salud social. Nos permite compartir emociones sin necesidad de que le contemos al prójimo nuestras cuitas personales. En cambio, las vemos reflejadas en pantalla y cada uno sabrá qué tan cercana o no es la imagen proyectada a nuestra experiencia individual. La catarsis, de aristotélica memoria, ya era recomendada como experiencia de liberación por los médicos de la antigua Grecia y la sicología moderna no ha hecho más que refrendar lo mismo. Parte esencial de ello está en el hecho de compartir la experiencia con otros, lo que purifica las emociones que se objetivan más allá del corazón que las guarda. Por eso los espectáculos colectivos no han logrado ser superados por el enjambre de las redecillas de las pequeñas pantallas individuales.
Parte importante del atractivo de ir al cine está en “ir a”. Salir de nuestra rutina habitual para concederle toda nuestra atención a algo externo a nosotros, pero que por ser externo no nos es extraño. Es decir, posee una vecindad que no implica un peligro mortal. El cine se parece a los sueños, pero compartidos con otros anónimos. Un sueño democrático y liberador que es posible compartir y con el que puedo no estar de acuerdo, lo puedo criticar y admirar. También puedo comparar con los otros esas opiniones y nadie me va a funar por lo que yo piense de una película. Puedo también no decir lo que pienso al respecto, pero ya habré interactuado con otros semejantes cuya conducta me resulta siempre un respaldo a mi existencia en el mundo.
Entrega total
También la percepción incide profundamente en la riqueza de la experiencia.
Cuando entramos en una sala diseñada para acomodarnos durante un par de horas abandonamos momentáneamente lo que nos rodea habitualmente y nos entregamos con confianza a una pantalla más grande que nosotros. Nunca olvidamos que es una entrega dosificada en el tiempo y que ocurre siempre en el mismo espacio, al menos durante el transcurso de la proyección.
Cuando se oscurece la sala y nuestra entrega física es completada por la perceptiva, la ilusión de vivir lo que vemos proyectado se vuelve placentera y al mismo tiempo arriesgada, ya que no sabemos qué emociones nos hará sentir la película. Hay un riesgo en salir de casa, ir hasta un cine y elegir una película que puede ser una decepción, aunque los Oscar chorreen el afiche que anuncia el título escogido. A cambio de ese riesgo estaremos entregados a las vivencias de otro mundo del que seremos parte durante un buen rato. La experiencia será tan intensa que nuestro cuerpo, en la mayoría de los casos, reaccionará en forma similar a si enfrentáramos directamente las acciones proyectadas. Esto se debe a que nuestra percepción está completamente estimulada por las acciones y sus sonidos acompañantes, lo que alojará esos estímulos en una zona de la memoria cerebral que también aloja otras experiencias de intensidad equivalente. No sucederá que confundamos una experiencia vivida en la realidad con la de alguna película, pero ambas tenderán a relacionarse y a alimentar esos movimientos interiores fundamentales del existir que llamamos emociones.
Las imágenes cinematográficas se alojan en una memoria sólida, mientras que las de la televisión y las de los computadores están constituidas de materiales más porosos y susceptibles al olvido, justamente porque deben competir con los datos que provienen de todo lo que rodea a las pequeñas pantallas.
La sociabilidad de la sala de cine, que es espacio de inter-subjetividad, más el alto grado de concentración que allí se produce, la densidad técnica que sostienen sus imágenes y el grado de interpretación que en los mejores casos las películas proponen, hacen de la experiencia algo que sus simulacros aún están lejos de conseguir, es decir que las imágenes del cine nos acompañen hasta morir, como las grandes sinfonías, los buenos poemas, los amores trascendentes y los ideales que nos han movido a desafiar la pereza de las costumbres heredadas.
Todo lo demás son apenas sucedáneos.