

No está equivocado quien dice que la arquitectura chilena vive también su propia crisis. A pesar de que parte de ella ocupa las portadas de las mejores publicaciones del mundo, casi todo el resto de nuestro oficio está secuestrado por los vaivenes del mercado y no son pocos los que se matriculan en la carrera pensando en las imágenes de revista para después encontrarse con una realidad muchísimo menos brillante y más cruel. Estos días, en un país que aventura algo así como una reinvención, puede ser también nuestro tiempo.
Por_GONZALO SCHMEISSER*.
Ilustración_ Paula Álvarez
Es antiguo el debate sobre si existe o no una verdadera arquitectura chilena. En un país mestizo hasta la uña del dedo chico cualquier idea sobre la identidad es espesa de explorar, aunque siempre actual y viva. Algunos señalan las casas de adobe con galería, patio cuadrado y teja de arcilla como ejemplo de algo local, puramente chileno y, por ende, patrimonial. Aunque algo hay de cierto en ello (la altura baja, el espesor de los muros, la esbeltez de los pilares son fruto de la necesidad de resistir a los sismos), el origen del concepto se encuentra en la arquitectura romana, en la del mundo árabe y quién sabe dónde más. Nuestras casas coloniales no son más que saberes humanos que se bajaron en nuestros puertos desde los barcos españoles.
De ahí un salto de quinientos años. En los noventa y los dos mil se va a volver a hablar de arquitectura chilena, cuando las obras de una generación de jóvenes arquitectos comience a ocupar los espacios de las publicaciones más importantes en el mundo. Monografías completas dedicadas a la obra de Mathias Klotz, Smiljan Radic, Cecilia Puga, Alejandro Aravena, Cazú Zegers y muchos (sin exagerar) otros. Tampoco deja de ser cierto que hay algo profundamente local en ese trabajo: la Naturaleza juega un rol clave en la concepción de las formas y de los materiales que seleccionan sus autores. Su impronta proviene de esa cualidad única de nuestro territorio y que nos hace tan distinguibles de otros países y claro, eso, justamente, es la identidad.
Pero de igual forma el lenguaje de esa arquitectura también es universal y se encuentra en ideales que no nacieron aquí, que aprendimos y trajimos (esta vez en aviones) para repensarlos en clave local. Relecturas de los conceptos del Modernismo adaptado a una realidad singular que no es fácil de soslayar, una ecuación no muy compleja que deriva en lo que hoy llamamos arquitectura chilena.
El mercado
Dicen que es mejor dejar a los muertos descansar, pero hay algunos que aunque se vayan su huella en la sociedad es tan profunda que no hay forma de que no vengan de vuelta una y otra vez, colándose silenciosamente en la fila de la opinión sin necesidad de que alguna palabra salga de sus calladas bocas. Uno de ellos es Jaime Guzmán, para muchos el cerebro detrás del poder durante la dictadura militar de Augusto Pinochet. Un tipo brillante y feroz, que utilizaba su notoria inteligencia para defender desde el empobrecido Estado lo más liberal de la economía norteamericana y lo más estrecho de la moral conservadora de Chile.
Guzmán supo introducir muy hábilmente un modelo económico y político que va a torcer el destino de este país que pintaba para ser una especie de Uruguay más largo pero igual de progresista, ilustrado y de clase media, pero terminó siendo algo así como el estado 51 –el más pobre y marginal– de Estados Unidos.
¿Qué nos importa eso a los arquitectos? Muchísimo, porque desde la irrupción de esos ideales establecidos como ley en la Constitución de 1980 nuestro oficio va a someterse (como casi todo lo demás) a las leyes del mercado. Si es rentable se negocia y se transa, sin importar que lo que hay detrás no es un TV plasma ni un Porsche descapotable, bienes prescindibles para la vida, sino que el espacio construido donde vive la gente.
La vivienda social
El éxito de Alejandro Aravena –premio Pritzker 2016– es un excelente ejemplo de la pésima idea que puede ser para un país que el Estado no tenga las herramientas mínimas para proteger a sus propios ciudadanos. Su innovadora forma de llevar adelante proyectos de vivienda social autocompletables (haciéndose cargo de eso también: una normativa desprendida de la realidad y que habitualmente es pasada por alto) ha sido merecedora de muchas distinciones y aplausos bastante merecidos, especialmente por devolver a la arquitectura a su rol inicial.
Pero su verdadero éxito debiera ser el de desnudar una realidad terrible que tiene que ver con la desprotección a la que están enfren- tados buena parte de chilenos que no pueden acceder a una vivienda con sus propios medios. Algunos que ni siquiera tienen acceso a crédito (que aquí se regala como degustación de supermercado), debiendo demostrar que su situación es tan precaria que no les alcanza para salir del campamento sin tener que postular y competir contra otros igual de abandonados.
Ese éxito debiese atormentarnos, como cuando nos damos cuenta que la Teletón nos hace ver con brillo y luces e insoportables personajes de TV y empresarios con falsa mueca de bondad tan gruesa como los cheques que entregan a costa de las ganancias que generan sus campañas que, otras personas, otros chilenos, sobreviven con su discapacidad en el más absoluto abandono por parte de un Estado sin recursos y que obliga a que sea la ciudadanía de a pie la que salga a solventar la situación porque la caridad obliga.
Todavía no existe una Casatón, pero no sería extraño que alguien la invente. Por mientras, las instituciones del Estado no tienen mucha más alternativa que licitar y dejar en manos de privados que cumplen con requisitos demasiado mínimos algo tan fundamental como el derecho a vivir en un lugar digno, que no se llueva en los inviernos ni que sus cañerías exploten después de un mes de entregado porque la empresa decidió ahorrarse los codos de cobre y doblar los tubos.
Lo que duele es que hay arquitectos detrás de esas decisiones. Y así estamos para vivir: o aspiramos al improbable estrellato o nos resignamos a violar las normas éticas que la misma profesión enseña por unos pesos.
Son esos hechos los que tienen a la mayoría de los arquitectos en una marginalidad absoluta con respecto a su valor social, todavía con la cabeza en las estrellas pero los pies en el barro. Ya no somos tan importantes como los doctores o los historiadores y, según la escala de valores contemporáneos, muchísimo menos que los economistas, los ingenieros y los abogados.
Una oportunidad
En medio de este desastre los arquitectos tenemos una oportunidad con esta Constitución. O al menos una esperanza. Si nos quitamos el velo primero y salimos con inteligencia de la zona de promesas en la que se entra antes de cada elección, podemos establecer de vuelta que nuestro rol como constructores de la sociedad es algo real y no sólo una buena frase.
Como en aquellos años en Chile en que nuestro oficio, junto con los profesores y los artistas, era la herramienta que tenía el Estado para hacer realidad material y tangible las aspiraciones de una sociedad comprometida con su desarrollo pero en serio. Los años de Ricardo González Cortés diseñando la Caja del Seguro Obrero, de Juan Martínez con la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile, Smith Solar y Smith Miller proyectando el Ministerio de Hacienda y después, esfuerzos como la CORVI y la CORMU, con Miguel Lawner a la cabeza.
¿Será este el tiempo de imaginar la posibilidad de una nueva arquitectura chilena? Una especie de tercera ola, que igual se aplauda en todos lados, pero esta vez por la ocupación de todo el talento que hay en nuestro país en lo verdaderamente urgente. Y, aunque no depende tanto de nosotros, volvemos a tener una chance. Si la aprovecharemos o no, eso está por verse.
*Arquitecto y Magíster en Arquitectura del Paisaje. Ha participado en diversos proyectos editoriales y publicaciones afines alquehacer arquitectónico y a la narrativa. Es profesor en la escuela de arquitectura de la universidad Diego Portales. Es, además, fundador del sitio web de arquitectura, viaje y palabra www.landie.cl.