

Con el mundo golpeado por una pandemia que apenas empieza a mostrar sus bordes y con la ciencia como el único oficio que parece útil en este momento, conviene preguntarse qué se puede hacer desde otras disciplinas para frenar catástrofes como ésta. Experiencias hay en la arquitectura. El Sanatorio Paimio de Alvar Aalto -a estas alturas un clásico– prueba que nuestro oficio sí puede ser un factor de cambio cuando la forma y el espacio se ponen al servicio del usuario. Y no es el único ejemplo.
Por_ Gonzalo Schmeisser

Las terrazas del Sanatorio Paimio están abiertas hacia el escaso pero invaluable sol que ingresa desde el sur en el cortísimo verano nórdico. Un sitio donde los pacientes pudiesen tomar baños de luz sanadora, un poco de vitamina D para estimular las defensas del cuerpo.
Foto: Tiina Rajala / Wikimedia Commons
La memoria es frágil. Eso es un hecho incluso en un momento en que la humanidad tiene a mano más herramientas que nunca para poder revisar las experiencias por las que pasaron quienes estuvieron antes: libros, revistas, videos, fotografías, todo aquí y ahora, a un segundo de distancia en internet. Aun así la memoria es frágil, los recuerdos tambalean y son pocos quienes dedican tiempo a mirar más lejos que donde alcanzan sus propias vivencias. Esta característica humana hace que estemos siempre en un eterno retorno, como dijo Nietzsche, un constante loop en que todo es comenzar y recomenzar, como un día de la marmota pero en escala de siglos.
No sabremos nunca si el ejercicio de la memoria hubiese evitado los devastadores efectos de esta pandemia, pero resulta útil de todos modos echar mano de nuestra propia historia para revisar cómo la arquitectura se ha hecho parte en desastres sanitarios como el que estamos viviendo, con su propio lenguaje, sus propios medios, radicalmente distintos a los de la ciencia pero en una especie de alianza colaborativa que salvó miles de vidas.
El valor de la higiene
Durante los años de la Revolución Industrial en Europa –fenómeno que en poco tiempo transformó aldeas en urbes súper pobladas– el modelo de la ciudad medieval amurallada va a quedar obsoleto. Hay que imaginarse lo que era París, Múnich o Toledo para el 1800, sin alcantarillado y sin red de agua potable, sobre cuyas calles se vertían los desechos humanos a la espera de que alguna carreta los pusiera en el extrarradio. Las callejuelas que terminaban en los muros de la ciudad eran focos de inmundicias y pestes, caldo de cultivo para la propagación de enfermedades de todo tipo.
La medicina, todavía en un estado de avance muy menor al actual, se hace eco de este problema de salud pública y se comienza a extender la idea de que la ciencia no era la única forma de combatir pandemias; las ciudades bien organizadas podían ser también agentes favorecedores de la salud de sus propios habitantes. Caen entonces los muros, se ensanchan avenidas, se plantan árboles, se diseñan sistemas de alcantarillado y agua potable. El viento circula por fin por las veredas, limpiando el aire y oxigenando pulmones; entran a la urbe pájaros que transportan semillas que a su vez hacen aparecer otros árboles, malezas y flores; las aguas sucias escurren subterráneamente sin que nadie las use para consumo personal.
Para entonces, en Chile, no teníamos el problema de los muros pero sí del hacinamiento y el desorden urbano. Especialmente caóticos y poco higiénicos eran los mercados informales donde los santiaguinos se abastecían, lugares donde se pudrían los alimentos al sol, convocando a toda clase de roedores y chanchos después del cierre de las actividades. ¿Qué hacer?: organizar, limpiar y construir. Desde ahí vienen impulsos modernizadores como el edificio del Mercado Central de Santiago, que reúne esa actividad atomizada en un solo lugar, estableciéndose como ejemplo de arquitectura higiénica gracias a la oportunidad que da el hierro de levantar grandes pesos distribuyéndolos en largas distancias, evitando muros y dejando que circule el aire en su interior. Además de la inconmensurable y, hasta entonces desconocida, posibilidad de lavar la estructura con agua, igual que los pisos.
Con esta serie de cambios complementados con algunos avances científicos, la peste de moda a inicios del siglo XX –la tuberculosis– por fin parece retroceder.
La casa enferma
Hay quienes plantean que el Movimiento Moderno en arquitectura nació también como una solución al problema de la higiene. Según esta tesis, su origen no sería la necesidad de optimizar recursos constructivos en tiempos de guerra, destrucción de las ciudades y déficit de viviendas, sino que sería la respuesta al hecho de que los edificios de perfil clásico, con ventanas pequeñas, recintos arrinconados, un núcleo de circulación interior lejos del aire y la mala costumbre de las alfombras eran tan imposibles de ventilar como los rincones de las ciudades amuralladas.
Es la tuberculosis –la enfermedad más mortal a comienzos del siglo XX– lo que va a acusar a estos recintos mal ventilados, poniéndolos como focos infecciosos donde proliferan los virus y las bacterias, cuya única solución de escape era subir a la montaña a respirar aire puro y reposar.
Los arquitectos europeos de entonces, muchos de los cuales van a convertirse en íconos después (Le Corbusier, Mies Van der Rohe, Walter Gropius, etc.), van a utilizar la tecnología material disponible –el hormigón, el acero, el vidrio– y a diseñar abriendo las fachadas, dibujando gran- des ventanales, muros abatibles, pisos aterrazados, salas con buen asoleamiento y espacios interiores ventilados. Todo con el fin de evitar el síndrome de la casa enferma y contribuir a la salud pública. Proliferan entonces las escuelas al aire libre en Francia, Alemania, Inglaterra; nuevos edificios limpios que permitieron frenar la masividad de contagios de enfermedades respiratorias entre niños y redujeron la mortandad infantil y juvenil en pocos años.
Ícono de este nuevo esfuerzo, que va a cambiar la forma en que los arquitectos entendemos nuestro oficio y descubrimos nuestras propias chances de contribuir al bienestar social mediante nuestro saber, va a ser el edificio para el Sanatorio Paimio, en Finlandia, obra del gran arquitecto finés Alvar Aalto (1898-1976).
Sanatorio Paimio
Construido entre 1930 y 1933, su revolucionaria propuesta es la de invertir el esquema habitual de los edificios del Neoclásico –esbeltos y volcados hacia su interior– y trazar un cuerpo unitario dispuesto en forma lineal y con una crujía muy estrecha para lograr una breve distancia entre una cara y otra. Un gesto sencillo pero que va a permitir que se dé un hecho clave en la nueva arquitectura higienista: la ventilación cruzada. Aire que entra por amplios ventanales, oxigena el interior, limpia y sale por el otro lado.
Arriba, terrazas abiertas hacia el escaso pero invaluable sol que ingresa desde el sur en el cortísimo verano nórdico. Un sitio donde los pacientes pudiesen tomar baños de luz sanadora, un poco de vitamina D para estimular las defensas del cuerpo.
Una arquitectura que enuncia limpieza no sólo desde el concepto de la higiene interior, sino que a través de su fachada unitaria, sobria y desprovista de adornos, trabajo que incluso va a contemplar la creación de una nueva tipología de silla sin ángulos rectos para que los pacientes puedan sentarse sin obstruir su propia respiración.
Una obra integral que va a suponer la ruptura de un paradigma demasiado instalado en esos tiempos, eso de que la gran arquitectura es la que mejor se muestra hacia afuera y no la que se ocupa de que el interior y el exterior estén en una correlación armónica entre forma y función.
*GONZALO SCHMEISSER. Arquitecto y Magíster en Arquitectura del Paisaje. Ha participado en diversos proyectos editoriales y publicaciones afines al quehacer arquitectónico y a la narrativa. Es profesor en la escuela de arquitectura de la Universidad Diego Portales. Es, además, fundador del sitio web de arquitectura, viaje y palabra www.landie.cl