

Durante algunos años se repitió la consigna, invitando a debatir sobre la ciudad que queremos. En estos años, millennials, ha surgido una alternativa, la de migrar a donde queremos estar. Al menos, por un tiempo. Son tiempos más nómades, y después de la pandemia lo serán más que nunca.
Por_ Miguel Laborde*
La ciudad fue un invento sedentario, con la idea de cultivar unos terrenos, construir corrales para el ganado, alzar una vivienda sólida donde defenderse de las fieras, donde la familia pudiera permanecer por generaciones.
Así se puso fin al nomadismo, a eso de andar de un lado para otro sin un lugar fijo donde reposar los huesos. Este cambio parecía un gran triunfo, uno de los mayores logros de la humanidad; la ciudad como el mejor espacio humano y seguro en medio de la naturaleza.
Sin embargo, en estas últimas décadas, hay tendencias críticas cada vez más fuertes contra los errores urbanos. Y no se trata de hippies de los años 60, de los que huyeron en busca de la naturaleza. Lo de ahora es una tendencia plenamente urbana, de ciudadanos que ya no aceptan cualquier ciudad.
Como en todo, hay una “sofisticación del gusto”.
Vivir en la movida
Los síntomas ya estaban presentes hace algunos años, y no nos dimos cuenta. Supimos que Seattle se había puesto de moda y no nos pareció raro. Total, ahí se encontraban las casas matrices de Amazon y Microsoft, estaba rodeada de bosques y ríos, junto al lago Washington y cerca del Océano Pacífico, a pocos kilómetros de Canadá, un punto óptimo desde donde viajar a distintas realidades.
Seattle, además, tiene cuento. Ahí nació la música grunge, potenciada por la calidad de bandas icónicas como Nirvana y Pearl Jam.
Incluso, más atrás, ahí había nacido Jimi Hendrix.
El 30 de noviembre de 1999, Seattle apareció en la prensa por algo muy distinto. Sus habitantes realizaron la primera gran protesta contra la globalización de las corporaciones transnacionales. Un hecho clave, tratándose de la gente que por entonces poseía el nivel educacional más alto de Estados Unidos.
Tenía todo para ser exitosa, y parecía una buena noticia que Seattle fuera otra ciudad importante. A Nueva York, San Francisco, Boston, Nueva Orleans, se podía sumar un destino más. Que muchos jóvenes se estuvieran yendo allá tampoco parecía entonces natural, en una nación de gente móvil que se va de la casa familiar apenas termina la secundaria, y que asocia el éxito con ir del pueblo a la gran ciudad y ojalá terminar en Nueva York. Cuántas películas terminan con el o la protagonista subiéndose a un bus, en busca de su destino.
Estamos hablando de un país que tiene más casas rodantes que viviendas construidas en suelo firme, sin contar a los muchos que, de manera temporal –lo que a veces significa toda la vida–, residen en un hostal al borde de la carretera, siempre listos para irse.
Cuando Robert Moses anunció la construcción de un sistema de autopistas hacia 1930, para cruzar ese país de costa a costa sin jamás detenerse ante un semáforo, tal vez y sin pretenderlo definió el modo de habitar propio de una nación que se formó con las caravanas, lentas, que cruzaban planicies y montañas para asentarse en el Lejano Oeste.
¿Habrá dos poetas más simbólicos de ese modo de ser que Walt Whitman y Jack Kerouac? El primero, creador de la primera gran épica del alma estadounidense, subiéndose sin pagar a los trenes de carga para ir siempre más lejos, cultivó una forma de vida que se refleja en un poema llamado, justamente, «No te detengas»; el segundo es autor de un gran libro que se llama «En el camino». También fue una figura rodante, que atrajo a miles de jóvenes a las carreteras en los años 60, llevando su libro bajo el brazo. En especial, por “la ruta 66” que él mismo mitificó, la que originalmente iba de Chicago a Los Angeles y pasó a llamarse The mother road, “la carretera madre”.
Ya en este siglo XXI, más de un tercio de los jóvenes estadounidenses se definía como nómade. Cientos de miles estaban inscritos en la agencia de empleos Manpower, de ingenieros a guardias nocturnos, sólo interesados en empleos temporales para después seguir en el camino.
Los patiperros del sur
El chileno también ha sido patiperro, más que el promedio latinoamericano. Los que iban a carnear ovejas o a la esquila magallánica, los embarcados en Coquimbo y Valparaíso, los que se fueron al oro de California, los que iban escondidos en las bodegas de los barcos a Europa, han sido los cultores de esta manera de vivir que se llama, coloquialmente, “andar andando”.
Incluso más atrás, en el mundo rural de la Colonia, no había personaje más atrayente que “el afuerino”, el que andaba de un lugar para otro, un ser libre, no amarrado a un fundo para toda la vida. Esa tendencia patiperra, en los últimos años se ha transformado –como en el caso del afuerino– en algo asociado a una forma de vida.
Partir y quedarse, en Puerto Natales o Puerto Varas, en la Isla Grande de Chiloé o Pucón, en Matanzas o Pichilemu, en Valparaíso o Quintay, en Limache o Quilpué, en el Valle del Elqui o La Serena, en Iquique o Arica.
Es un enriquecimiento de Chile, ahora en riesgo por el declive económico y la pandemia y su destrucción de empleos. Pero hay una generación que, de espíritu emprendedor y capaz de abandonar las grandes ciudades, ha logrado crear puntos de lanza indispensables para que su desplazamiento haga aparecer colegios y pequeñas clínicas para el desarrollo de una familia. Una masa crítica que, a su vez, se presta servicios y vende productos, los unos a los otros, dando origen a una economía más autónoma.
Incluso, dentro de Santiago se vio un despliegue de iniciativas que transforman barrios enteros, como Lastarria y Bellavista en la comuna de Santiago; Italia y Pocuro en Providencia. Instalarse en alguno de ellos ya es, también, optar por una forma de vida.
Las redes sociales, en la medida que crean sistemas de comunicación de grupos que comparten los mismos intereses, pueden ofrecer más de una sorpresa. Son capaces, y lo han demostrado, de generar dinámicas con mucha rapidez.
Es el caso de Portland, otro ejemplo de Estados Unidos. Muchos jóvenes que demabulaban por ciertas zonas del país en busca de lugares que les resultaran interesantes –como fueron en su momento los grandes lofts de Seattle, abandonados y asequibles a precios bajos–, ahora se coordinan a través de las plataformas digitales.
Pudieron compartir a diario ideas y propuestas. Y de pronto, en el estado de Oregon, destino final de muchos carromatos hace dos siglos, Portland comenzó a ser noticia; por sus parques y ciclovías, su cultura ambiental y numerosas microcervecerías, una cultura del habitar de cierto sesgo europeo, peatonal y muy urbana. Detestable para un Presidente como Trump que, en ese contexto, no contaba con simpatías. Fueron muy masivas las protestas contra el racismo en este año 2020 de abusos televisados con resultado de muerte, por lo que el mandatario envió, nada menos, a las fuerzas federales. El alcalde, Ted Wheeler, denunció “la ocupación de la ciudad por parte del gobierno de Trump”.
Más allá del hecho puntual, hay ahí un fenómeno que puede ser tendencia: la transformación de ciudades a partir de convocatorias en las redes sociales, lo que se está acentuando con una normalidad cada día más digital.
Es el fin de un largo periodo, que fue mucho más sedentario. Hoy, tanto los ambientes urbanos, como la educación más solicitada, o las ofertas laborales más vanguardistas, se suman para crear algo que siempre ha sido atributo de la modernidad: el movimiento, el flujo, la transformación incesante.
Algo que de golpe puede parecer inasible y casi frívolo, demasiado inestable y poco comprometido, pero que también puede activar procesos interesantes. Cuando coinciden espíritus afines, los resultados pueden ser asombrosos.
Basta recordar que la casa de Pericles en Atenas –y de su brillante e influyente mujer Aspasia–, frecuentada por una constelación de genios que incluye a Sócrates, Fidias, Heródoto, Hipodamo, Protágoras, Sófocles, Eurípides y Anaxágoras, fue el epicentro del milagro griego. Fenómeno similar al gran siglo XIX francés, en que París deviene modelo mundial, el que también tuvo origen en un pequeño grupo de talentos que, al estar en estrecho contacto –en torno a la revista «Globe»–, crearon un modo de ser y habitar que marcó a todo el mundo occidental, e incluso al Cercano Oriente. O el Berlín de entreguerras, en un área de judíos alemanes excepcionales, la del propio Albert Einstein, Erich Fromm y Fritz Perls.
Cuando los espíritus afines se encuentran, e interactúan, todos los talentos se potencian, tal como lo sabe cualquier profesor: todo depende de la dinámica del grupo. La misma ciudad de Valdivia, que ya tenía la riqueza de la Universidad Austral, más su Festival de Cine, creció cuando llegaron en el año 2000 los miembros del Centro de Estudios Científicos, encabezados por Claudio Bunster.
Es tiempo de pensar Chile de otra manera, más dinámica, más activa, de personas que se agrupan en torno a un proyecto, una cultura, una manera de ver el mundo: una cosmovisión. Las redes sociales, al margen de sus dilemas abusivos, lo permiten más que nunca antes.
*MIGUEL LABORDE es Director del Centro de Estudios Geopoéticos de Chile, director de la Revista Universitaria de la UC, profesor de Urbanismo (Ciudades y Territorios de Chile) en Arquitectura de la UDP, miembro del directorio de la Fundación Imagen de Chile, miembro honorario del Colegio de Arquitectos y de la Sociedad Chilena de Historia y Geografía, y autor de varios libros.