

Tamara Tenenbaum debuta como novelista con «Todas nuestras maldiciones se cumplieron», con la ciudad de Buenos Aires como crisol cultural y fuente de múltiples revelaciones.
Por_ Nicolás Poblete Pardo
«Todas nuestras maldiciones se cumplieron» (Emecé 2021) es la primera novela de Tamara Tenenbaum (1989), licenciada en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires, activa colaboradora de medios como «La Nación», «Infobae» y «Anfibia». También ha publicado un libro de poemas («Reconocimiento de terreno»), uno de relatos («Nadie vive tan cerca de nadie») y un volumen de ensayos («El fin del amor. Querer y coger en el siglo XXI»). Con estas publicaciones a su haber, Tamara se ha transformado en una voz que destaca por su versatilidad y su particular, incisiva mirada sobre la realidad, que disecciona con un lenguaje atrevido, jugando con la ruptura de los clichés y bordeando incluso lo impúdico.

«Ella se puede ir a Europa, a Estados Unidos, pero la historia que tiene que contar está acá. No sólo en la comunidad, sino en Argentina, en Buenos Aires, en todos los mundos que se dibujan en esta ciudad y en la convivencia que tiene esta ciudad con el judaísmo». Foto: Alejandro Guyot.
Autoficción y rebeldía
En «Todas nuestras maldiciones se cumplieron» estas características son visibles por boca de su protagonista, Tamara, una chica judía a punto de cumplir 28 años, quien, con un tono desenfada- do que alcanza momentos de revelación humana, documenta sus interacciones con su núcleo religioso, y su trabajo para ponerlas en jaque, cuestionarlas y criticarlas duramente. A través de escenas aparentemente cotidianas, la voz narrativa va denunciando su entorno con una honestidad que a ratos parece cruel: “Desamparados estamos todos por igual, la misma mirada de resistencia a la derrota que atrás lleva una derrota”.
La voz de Tamara destaca por la lucidez con la que enfrenta sus relaciones sociales. “Últimamente… pienso más en las vidas que son como un espejo apenas raspado, un desvío mínimo”, dice al recordar a su amiga Gigi, con la que comparte una experiencia desfamiliarizante que las deja a ambas con secuelas psicológicas. Su ojo descubre el modo en que ciertas relaciones nos marcan vitalmente y alteran nuestra historia, consiguiendo enarbolar reflexiones existenciales.
La vida de los otros
En sus viajes urbanos, la voz de Tamara va capturando diversas “historias”, delineadas con impresiones efímeras del cotidiano. Algunas percepciones son elevadas para presentarlas con un rostro de epifanía, como el relato de Josefina en un fortuito viaje de colectivo; la historia de Perla, la perra ciega; o el intercambio con un taxista chileno en un viaje que Tamara hace a Reñaca. Estas panorámicas sustentan la premisa de que uno habla de una cosa para hablar de otra.
Esas otras cosas tienen que ver, por ejemplo, con la tradición ortodoxa de la cual proviene Tamara. En el texto nos encontramos con términos como “idish”, “kidush”, “ Yom Kippur”, “Pésaj”; con adjetivos despectivos, como “shikse” o “goi”: el legado judío askenazi. Tamara documenta una tradición, pero sin romantizaciones; más bien, con directa crítica.
–En su trayecto vital, Tamara es capaz de resquebrajar las fundaciones de su tradición, que se caracteriza por su alto nivel de ritualización y de un modus operandi cuyo cuestionamiento es equivalente a un tabú… ¿Qué la impulsa a transgredir ese entorno?
«Algo que yo busqué intencionalmente en el texto fue que no hubiera un momento, porque me parece que las historias que conozco no son todas así, ni la mía, ni la de la mayoría de la gente. No son tan cinematográficas; pueden tener un momento que uno después se da cuenta de que es clave, o una decisión, pero en general son pequeñas decisiones y pequeños instantes que te van poniendo en un lugar. Por eso me interesaba que la temporalidad fuera y viniera, que no resultara tan claro, porque me parece que esas transiciones son así, son más acumulativas, y tampoco hay un detonante. Es un proceso así y, en ese sentido, la literatura tiene herramientas para contar esas cosas de forma más sutil».
–En uno de los pasajes, Tamara recuerda una experiencia que tuvo con su amiga Gigi, donde ocurre un “terror”, un muy especial aprendizaje que ellas no alcanzan a comprender completamente, una especie de espejismo. ¿Cómo percibes estas ‘disociaciones’ de la identidad? Pienso en la figura del “doble”.
«Sí, a mí me gusta mucho jugar con la figura del doble. Hay varios a lo largo del libro. Gigi fue mi primera amiga no judía; tenía mi misma edad, mi mismo tamaño. Después nos fuimos a vivir juntas y podíamos compartir la ropa. Y luego pasó esto, algo muy fuerte para mí, cuando su hermana murió de muerte súbita en un subte. Y tenía la misma edad que tenía mi papá cuando él murió: 30 años. Fue muy extraño… usé un poco esa historia para jugar con este tema del doble. Eso me hace pensar que la literatura también se trata de eso: te permite pensar en las vidas que uno podría haber vivido, pero no vivió. Y es un tema que recorre todo lo que escribo. Me parece que la literatura es un intento de comprender esas vidas; de comprender que uno podría haber sido esas personas, y también de acercarse a esas personas y pensar qué es lo que nos separa de ellas…».
–El título de la novela está unido a una tragedia: “En nuestro paquetito de desgracias entró la bendición de Dios: hace poco cobramos la indemnización por el atentado a la AMIA, en el que murió mi papá… somos ricas”. El tono para expresar este dolor es cínico. ¿Cómo decidiste tu estrategia narrativa para plantear la compleja operación “desgracia y compensación”?
«La verdad no diría que es algo que decidí, sino que es lo único que podía hacer. Tomarse en serio los sentimientos es evitar el sentimentalismo; es evitar la pose, la performance de la emoción a la que ya estamos habituados, y quizá por eso mismo no produce nada. En algún punto la literatura parece querer producir algo que tenga la textura de la realidad en un papel, y creo que esa textura no tiene nada que ver con el senti- mentalismo. A mí me interesaba pensar en que las desgracias se viven de maneras mucho más oblicuas y mucho más raras. Me interesaba investigar un lugar menos conocido…».
–La promesa de la tierra prometida, el viaje a Israel, es desmontada en el relato del hijo de la mujer del rabino, que es enviado allá y todo resulta en una desgracia. Tamara comenta: “No sé si se manda a Israel todo lo que no funciona…”.
«Esto tiene que ver también por la pregunta de la relación de los judíos con la geografía, no sólo con Israel, sino con el exilio también. Esto pasa en muchas comunidades, por ejemplo, el caso de un chico o chica que nadie sabe con quién casar y lo envían a otro país, porque acá todo el mundo sabe que es un solterón, y puede ser Israel, como puede ser Inglaterra o Miami. Depende de la familia, de las opciones. Hay algo como una red global que funciona para ir escondiendo algunas cosas; una red global que termina funcionando para articular pueblos chicos. Me parece un poco gracioso. Y sí, la idea de la tierra prometida aparece puesta en cuestión; aparece ironizada, como una idea de un lugar donde las cosas salen bien, y no necesariamente es así».
–Hay algo bonito, tierno, en el dilema de Tamara, porque, a pesar de todos sus reparos para con su comunidad, ella es la que se queda allí, en ese lugar concreto, mientras que sus hermanas han partido a otros destinos. Su compromiso es de otro orden… ¿Qué tipo de sensibilidad encarna ella?
«Repensé eso, me gusta eso. De hecho, un título alternativo que yo tenía en la cabeza es el de un folclor argentino que se llama “La que se queda”, que es muy lindo. Podría haber sido, pero sí es verdad lo que dices, ella tiene un compromiso de otro tipo. Ella se queda para contarlo,
sabe que lo que tiene para contar está acá. En ese sentido, ella se puede ir a Europa, a los Estados Unidos, a donde quiera, pero la historia que ella tiene que contar está acá y va a seguir estando acá. No sólo en la comunidad, sino en Argentina, en Buenos Aires; en todos los mundos que se dibujan en esta ciudad, y en la convivencia que tiene esta ciudad con el judaísmo, que es tan particular. Y sí, hay un compromiso afectivo, no un afecto literal, pero sí el afecto por un mundo, una historia; por una necesidad de seguir mirando para ver cómo cambia y cómo sigue».