

Un desafío para dejar contentos a cinéfilos y melómanos. Casi un imposible, pero a veces funciona.
Por_ Vera-Meiggs
No hay ópera segura en estos días, tampoco en sus transmisiones en directo. Habrá que consolarse hogareñamente con los dvd, algunos de gran calidad, mientras se espera volver a los teatros. Claro que son sucedáneos transitorios.
También existen óperas que han alcanzado con solvencia su transposición al cine. Esas se pueden revisar ahora y siempre, porque son obras cinematográficas que contienen una ópera como si ese hubiese sido su envase original. Logro nada de fácil si se piensa que en la ópera nada es real ni plausible, sino que intenso, emocional y desmedido, mientras que en el cine se privilegian los tiempos cotidianos, los gestos sutiles y los espacios abiertos de lo natural.
Pero ambos coinciden en las emociones, el drama y lo espectacular. Eso ha permitido el doble tráfico entre ambos territorios desde la llegada del cine sonoro.

Sophia Loren en «Aida» (1953), de Clemente Fracassi.
«I pagliacci» (1931) fue la primera ópera filmada y grabada, pero se recuerda la versión de quince años después gracias a su protagonista, la joven Gina Lollobrigida. Doblada claro, según la costumbre italiana de la época. También la eterna rival de la Lollo se mediría con un rol operático célebre: «Aida», (Clemente Fracassi, 1953) en el que una oscurecida Sophia Loren intentaba resultar convincente con la voz de Renata Tebaldi, en medio de unas escenografías colorinches y grandiosas.
Pero todavía faltaba para que el cine pudiera medirse con el peso prestigioso de un género amenazado ya por sus propios pergaminos. Hasta entonces el cine fue utilizado como envase de una representación, un soporte nada más.
Primeros ejemplos
«Los cuentos de Hoffmann» (1951), de la mágica dupla de Michael Powell y Emeric Pressburger, marca un hito en las trascripciones de óperas al cine. Célebres por sus éxitos de «El ladrón de Bagdad» (1940) y «Las zapatillas rojas» (1948) obtenidas a partir de una fábula oriental y un cuento de Andersen, en este caso usan la ópera de Jacques Offenbach, traducida al inglés, para transformarla en una obra de cruce con el ballet, en una escenografía fantasiosa hecha de cortinas y telones pintados (por economía), con bailarines imitando cantantes y un cantante intentando actuar. Que de toda esta mezcolanza surja un prodigio como éste es algo que sólo los misterios del arte pueden explicar. Admirada por muchos (entre ellos, Martin Scorsese, en las antípodas de su estética y de sus temas) y restaurada convenientemente, conserva la lozanía anticuada y maravillosa que siempre tuvo. Un sueño del que no se quisiera despertar.

«Los cuentos de Hoffmann» (1951), de Michael Powell y Emeric Pressburger
Los soviéticos, por su parte, hicieron esfuerzos importantes por dar dignidad cinematográfica a sus abundantes intentos de transposiciones de ballet y óperas, lo que era un buen vehículo de exportación cultural en aquellos tiempos de Guerra Fría.
«El príncipe Igor» (Roman Tikhomirov, 1969), la a ratos fatigosa ópera de Aleksandr Borodin tuvo una ventilada versión cinematográfica, que hizo mucho por aligerar su estructura dramática filmando en exteriores y recreando el Medioevo ruso en escenarios auténticos.
Más arriesgada fue la operación realizada tres años antes con «Katerina Ismailova», la segunda versión que el propio Shostakovich propuso de su ópera «Lady Macbeth de Mtsenk», prohibida por Stalin treinta años antes. Fue dirigida por Mikhail Shapiro con audacia y realismo, lo que le permite obtener una espléndida interpretación de Galina Vishnévskaya, “la Callas rusa”, que aquí alcanza unos de sus más celebrados y estremecedores logros.
Joseph Losey, con un largo recorrido en retratos de burgueses decadentes, encuentra en el «Don Giovanni» de W.A. Mozart la horma de su zapato. Filmada en 1979 en las villas del arquitecto Palladio, contó con un reparto para no olvidar: Ruggero Raimondi, Kiri Te Ka-nawa y Teresa Berganza, con dirección musical de Lorin Maazel. Por una vez el reparto principal canta y actúa y lo hace estupendamente, aunque todo quede un poco ahogado por la atractiva y suntuosa escenografía. Al final, el balance es inteligente, decorativo y frío. Pero los melómanos quedaron contentos.

«Don Giovanni» (1979 ), de Joseph Losey
El de «Carmen» es uno de los relatos más utilizados por el cine. Hay incluso una versión de Charles Chaplin de 1916, que parodia una versión anterior de Cecil B. De Mille. Famosa fue en su época «Carmen Jones» (1954), de Otto Preminger, ambientada en el presente y con un reparto negro, en el que brilla Dorothy Dandridge, doblada por una entonces desconocida Marilyn Horne. Obtendría una candidatura al Oscar por su actuación. La secundaba Harry Belafonte, también doblado.
La «Carmen» (1983), de Carlos Saura, es la preparación de un ballet flamenco inspirado en la ópera y en la que Antonio Gades es el coreógrafo y don José. Posee algunos momentos de danza muy logrados y un guión inteligente que mezcla representación y realidad. Pero sin duda es la versión de Francesco Rosi, del 1984, la que más ha dado que hablar. Con esplendorosa ambientación andaluza, complementada por una solar fotografía de Pasqualino de Santis, bellas coreografías de Antonio Gades y dirección musical de Lorin Maazel, la película es indudablemente un atractivo espectáculo que tuvo mucho éxito, a pesar que Plácido Domingo, gran intérprete de don José, no se encuentra cómodo con Julia Migenes-Johnson, su Carmen, una soprano norteamericana, baja, histriónica y poco adecuada para el rol. Escamillo es Ruggero Raimondi.

«Carmen» (1984 ), de Francesco Rosi, con Plácido Domingo, gran intérprete de don José, y la soprano norteamericana Julia Migenes-Johnson.
Tres de primera
«Moisés y Aarón» es la única ópera de Arnold Schoenberg y que nunca pudo terminar. Compuesta en el modo dodecafónico, puede resultar tan admirable como exigente. Nunca ha sido un título frecuente en los teatros, lo que haría suponer que jamás llegaría al cine. Pero nunca faltan los creativos porfiados. La pareja francesa de Jean-Marie Straub y Danièle Huillet se hizo famosa con la audaz y espléndida «Crónica de Ana Magdalena Bach» (1968), insólita ilustración de apariencia documental del mundo de Bach, protagonizada por el genial clavecinista Gustav Leonhardt. Siete años después filmaron la ópera de Schoenberg en un único escenario en exterior, explícita estaticidad del coro y un rigor visual que devuelve a la difícil partitura una tensión interior que en el escenario parece no darse.
«Parsifal» (Hans-Jürgen Syberberg, 1982) suma dificultades para el espectador común. La última ópera de Richard Wagner requiere preparación para adentrarse en este mundo de símbolos espirituales que se desenvuelven con solemne parsimonia. Syberberg, dotado de una fantasía sin reglas, contribuye a ello con una artificiosa puesta en escena en estudio en el que no hay horizontes y todo es tan heterogéneo y sobrecargado que puede parecer arbitrario, pero a pesar de ello funciona y termina hipnotizando como si de un delirio filmado por la razón se tratara.
Para el final lo mejor: «La flauta mágica», dirigida por Ingmar Bergman en 1974 para la televisión sueca, pero estrenada en los cines en el resto de los países. En Chile estuvo `un año en cartelera, lo que hoy puede parecer inverosímil.
Fue filmada en el Teatro del Palacio Real de Drottningholm, para utilizar los ingenuos mecanismos escénicos y sus trucajes artesanales del siglo XVIII. Pensada naturalmente para los niños, está cantada en sueco en vez del original alemán, lo que puede quitarle puntos en lo musical. Afortunadamente, los intérpretes cantantes son lo suficientemente buenos como para obviar el problema. Lejos de ser teatro filmado, esta «Flauta» posee toda la magia del cine dentro de un escenario con cuatro paredes y nos recuerda seductoramente la infancia de los espectadores que alguna vez fuimos. Puede que varias de las ideas simbólicas de Mozart pasen a segundo plano, pero el encanto reemplaza todo. Fue uno de los mayores éxitos de taquilla de su autor y todavía se entiende perfectamente la razón.
Por el contrario
«Aria», producción británica de 1987 que reúne diez directores para ilustrar diez arias de óperas famosas. Podría pensarse que si Godard, Beresford, Altman, Jarman o Russell se hacen cargo de algunas de ellas algo de valioso saldrá de todos modos, pero al parecer la competencia se hizo por quién proponía el desatino mayor. Para qué decimos algo de lo musical, que casi no se escucha por tanto chicharreo visual.
Foto portada: «La flauta mágica», dirigida por Ingmar Bergman en 1974.