

Tan útiles como visualmente sugestivas, el cine las ha aprovechado para algo más que subir y bajar
Por_ Vera-Meiggs

La célebre imagen
del coche de guagua rodando escaleras abajo en «El acorazado Potemkin» (1925), obra maestra de Sergei Eisenstein. Siete minutos de maravilloso montaje cinematográfico
¿Quién las habrá inventado? Parece que están ahí desde que la necesidad ascensional las tuvo que crear, interviniendo alguna ladera de montaña.
¿Y cuál sería la razón de querer subir? Lo trascendente está universalmente situado en un plano diferente al de la común experiencia de la superficie. Lo ascensional suele tener etapas, o gradas, cuya simbología varía según épocas y culturas, según creencias o ideologías. La pirámide fue la escalera más permanente en el imaginario humano. Su simbología habla claramente del ordenamiento social del colectivo y de sus aspiraciones mayores, de su relación con la horizontalidad y con la verticalidad bípeda.
La mayoría de los rehue (altar) entre los mapuche poseen siete escalones, medida universal de las etapas de la ascensión espiritual. Pero, como todo en ellos, también existen excepciones de nueve gradas, que aludirían a dos niveles subterráneos telúricos. Mahoma y Jacob soñaron escaleras de setenta y dos escalones. Los zigurat (templos) de Mesopotamia también contabilizan siete de preferencia, coincidiendo con los planetas. Los teocallis (templos) mesoamericanos juegan con los mismos números y con la misma simbología. Y podríamos seguir contando gradas desde el Vaticano hasta la Ciudad Prohibida de Beijing.
No es raro que los cineastas primitivos hayan descubierto rápidamente el atractivo de filmar escaleras, aunque pudieran ignorar completamente todo lo anterior. A menudo las testas coronadas de los noticiarios primitivos aparecen bajándolas, como si buscaran igualarse figuradamente con sus súbditos.
Sube y baja
Buster Keaton, que en su vida personal supo de ascensos y caídas radicales, hizo de las escaleras frecuente uso cómico. Entre todos sus ricos ejemplos, uno resulta inolvidable, el de «El camarógrafo» (1928). Buster, tensado por el amor, espera con ansias una llamada telefónica en su habitación, en una época en que sólo existía un teléfono en cada edificio. Cuando suena el aparato baja las escaleras desaforado, pero no se detiene y sigue hasta las calderas del subterráneo. De regreso, el ascenso lo lleva hasta la azotea, donde ya no hay más pisos que subir. Nunca los altibajos del amor fueron mejor filmados.
Pero las escaleras más famosas del cine mudo son las de Odessa en «El acorazado Potemkin» (1925), obra maestra del genial Sergei Eisenstein. Los marinos del acorazado se amotinan y reciben el saludo solidario de los habitantes del puerto, hasta que desde arriba aparecen los anónimos y despiadados soldados zaristas que disparan hacia la multitud que desciende despavorida. Célebre la imagen del coche de guagua rodando escaleras abajo. Siete minutos de maravilloso montaje cinematográfico para una acción que podría haber durado mucho menos si hubiera ocurrido en la realidad.
Hollywood le puso música a las escaleras. Al menos así era en «El señor Skeffington», de Vincent Sherman (1944), melodrama ejemplar en que la vanidosa Bette Davis no puede utilizar los peldaños de su mansión sin que una cascada de violines la acompañe, subrayando simbólicamente las emociones cambiantes de su personalidad.
Pero Orson Welles, que ignoraba cómo hacer las cosas en forma sencilla, creó un plano-secuencia de tres minutos para «Los magníficos Amberson» (1942), suspendiendo la cámara en el aire para captar la metáfora del ascenso y descenso, personificado en la tía Fanny (Agnes Moorehead), que sube una ampulosa escalera curva intentando justificarse en las convenciones. De ahí en adelante todo irá hacia abajo en la economía familiar.
Aún más cargadas de simbolismo son las oníricas escaleras de «Un asunto de vida o muerte» (1946), bella obra de Michael Powell y Emeric Pressburger, que aparecen citadas, pero más modernamente, en «Soul», de Pete Docter, reciente ganadora del Oscar. En ambos casos parecen la ilustración del sueño de Jacob y sirven para unir la tierra con el cielo, confirmando las más antiguas iconografías del tema. De los mismos responsables es «Las zapatillas rojas» (1948), en que la aspirante a prima ballerina (Moira Shearer) es citada a un coloquio con el maestro que la hará famosa. Vestida de noche y enjoyada de fantasía es llevada en camino ascendente hasta una villa en la Costa Azul y ahí debe subir unas escaleras infinitas sin fatigarse, mientras una música misteriosa le está anunciando el próximo cumplimiento de su sueño. Sin esas escaleras el relato no cambia, pero con ellas se entra en un mundo poético que envolverá todo hasta el trágico final, que será un descenso.

La otrora gran estrella Norma Desmond (Gloria Swanson), ya demente, baja escaleras ante las cámaras en forma operática, en el final grandioso e inolvidable de «Sunset Boulevard» (1950), de Billy Wilder.
Descensos
Opuesta a estos ejemplos es la cómica bajada de las escaleras que hace Jerry Lewis en «El Ceniciento» (1960) llegando a la fiesta de la princesa y que constituye uno de los momentos más recordados del cómico. Alfred Hitchcock, un católico renegado y apasionado por los misterios, filmó más escaleras que nadie y los ejemplos de «Psicosis» (1961) son demasiado citados, pero en «Frenzy» (1972) también hay uno magistral: el asesino encuentra a la novia del protagonista que busca un escondite, él amablemente se lo ofrece y la conduce a su departamento ante el horror de los espectadores. La cámara sube las escaleras siguiendo a la pareja y se detiene en el descanso para ver al asesino y su víctima entrar y cerrar la puerta, entonces la cámara inicia un inexorable descenso con retroceso que nos aleja de toda posible ayuda a la desdichada mujer. La cámara finalmente sale del edificio y se mezcla en la calle con el ruidoso ajetreo popular, que termina por confirmar lo inevitable, es decir que nadie escuchará ningún probable grito.
Un último ejemplo seductor y muy poético, debido a nuestro mayor cineasta, Raúl Ruiz. En su lujosa y refinada versión de «El tiempo recobrado» (1999), basada en Marcel Proust, el propio escritor espera ansioso en el vestíbulo a la fascinante Gilberte, junto al que es su enamorado, para ir a una cena. La dama finalmente aparece y comienza a bajar una escalera de mármol ante la mirada distante de la cámara que tras una pilastra oculta la curva de la escalera, por un momento ella no se ve, pero la vemos reaparecer nuevamente desde arriba repitiendo el descenso, esta vez completo. ¿Es ella o lo que imaginan los hombres? El misterio no se explica y se agradece. Todo lo que sube baja y todo lo que baja, arrastra.