

Hay varios elementos recurrentes de la narrativa de Álvaro Bisama (1975) presentes en «Laguna». El televisor prendido, lo primero que aparece, que no falta jamás, haciendo “ruido” (nombre de otra de sus novelas) para acallar otros ruidos (de los vecinos, por ejemplo) o acallar el silencio, la soledad. “La luz muerta del televisor me anima”, dice el protagonista, algo agónico y abúlico él también. «Laguna», por otro lado, transcurre en la región de Valparaíso, donde se ambientó asimismo su célebre novela «Estrellas muertas» (2010). Transcurre, como aquella, en la década de los 90, esa del desencantamiento, del derrumbe de ideales, del desgano general que se apodera de la juventud. “La rutina me salvaba”, dice el protagonista de 22 años, que estudia para ser profesor en la universidad y vive con lo mínimo. Es decir, con nada. Mata el tiempo, odia a su familia, le va más o menos, toma cerveza, come completos y tallarines. Poco tiene en la memoria, porque no hay nada que valga la pena recordar. No existen los buenos recuerdos ni las buenas historias. Sólo existe el murmullo de la televisión encendida y la necesidad de huir… “Salir de mi cabeza”.
Un día se encuentra con el Chino, un joven que estudia música. Ahí comienza una aventura frenética, peligrosa, violenta, decadente, por supuesto. Aparecen las armas, las drogas, el alcohol hasta el vómito, los muertos. La prosa de Bisama, desde el inicio, es así: frenética, violenta, nauseabunda. Frases cortas. Párrafos de una sola palabra. Ideas superpuestas. Dejando “lagunas” por todos lados. “No me acuerdo del nombre” o no se acuerda de otras cosas y tampoco parece importar. “La laguna está llena de peces negros” y los peces no tienen nombre… Se vive sin vivir, sin que las cosas tengan un significado o un fin. Suceden como pueden no suceder. Sin embargo, ahí radica la fuerza de Bisama. Esta novela, cinematográfica en su estilo, retrata la generación perdida del Chile de la postdictadura. “Perdí el camino. Me perdí”. Y se pierden con él las utopías de generaciones enteras de jóvenes que, a pesar de todo, siguen viviendo con el miedo, con el hambre, en ciudades sucias y oscuras, fragmentadas. Las luces de neón no impiden que los rostros se muevan en penumbras y les sea imposible abandonar los laberintos de una historia condenada a la profundidad de una laguna turbia, fantasmal, a un “murmullo suspendido en la nada”. Bisama se consagra entre los mejores narradores chilenos contemporáneos.
Honestidad conmovedora
En «Estampas de niña», de Camila Couve (1963), también hay algo del no querer ver lo que pasa alrededor, de la memoria fragmentada. En este caso, con mayor razón, tratándose de los recuerdos que evoca una niña. Son casi setenta las imágenes, momentos de la vida junto a sus padres, basados, claro está, en su propia vida. Ella es la hija de Adolfo Couve y ya este dato despierta la curiosidad en lectores que admiran la obra del fallecido escritor y pintor. Se deduce, de esta lectura, que la vida de la hija de Couve y de su esposa (también artista) no fue fácil. La vida es vulnerable, incierta, está llena de secretos, de violencia callada, reprimida las más de las veces. Pero, de todos modos, aparecen los golpes más fuertes, como el quiebre matrimonial y el golpe de Estado que, dentro del núcleo familiar, se vive como la pérdida de otro órgano de contención. La escritura de Camila Couve es sencilla, simple, pero, conmueve la honestidad y la mirada, muchas veces, desde abajo, asustada. Los relatos de los niños casi siempre tienen algo de dulce y de agraz.
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