

Por_ Jessica Atal K.
«Mover el agua», de Camila Fadda (Santiago, 1969), está articulado en un estado de plenitud creativa. Su lenguaje logra “mover algo”, en el fondo y en la forma, a través de imágenes tan sugerentes y nítidas a la vez, que gana su lugar en la poesía contemporánea chilena.
Desde una orilla a otra (desde la escritura a la lectura) en el caudal de la expresión, se explora este elemento escurridizo –el agua o el mensaje– en todas sus dimensiones: quietud y movimiento, luz y sombra, silencio y sonido.

«Mover el agua», de Camila Fadda. Editorial Los Perros Románticos, 2019.
Más allá de eso, y a pesar de la cualidad líquida del agua, rastrea la materialidad de un cuerpo que por momentos pierde peso y, por lo mismo, sustancia, cuando, “suspendida en la niebla”, no fluye como debiera, sino que, como dice en «Nombre», “pretendí ser más libre/ pero me anclaban a lo oscuro/ unas graves letras negras”. Hay una herida, costra, dolor que se lleva dentro y que mantiene el cuerpo no entero, sino en fracturas y fragmentos, entre abstractos y silencios, develando una intimidad de rojos y negros, de lo mudo del aire, de lo frágil y lo quieto. En el poema «Voz», la autora escribe: “El cuerpo pierde peso./ El llanto pierde verticalidad./ El grito es hacia adentro”.
Sin embargo, una vez que Fadda se atreve a “mover el agua”, y es lo que hace magistralmente en este libro, se hace dueña, domina, y es capaz de “encaramarme en la palabra” para lanzarla y reinventarla, para establecer un movimiento lírico sincrónico, decantado, una cercanía temática con la Naturaleza que a cada rato aparece como una oración, un delicado pañuelo o un reflejo, recordándonos que no somos ni más ni menos que “sólo/ líquido y latido”.
Con la libertad de un pájaro, esta poeta vuela y canta, emite ondas con versos como saltos cuánticos. Sabe muy bien que la escritura es una apuesta, pues “de naufragios y tesoros/ están hechos los horizontes”. Pero Camila Fadda no naufraga. Muy por el contrario, ha encontrado, y comparte, cientos de tesoros.

«La llave», de María Luisa Ginesta. Rialstat Editores, 2019.
En «La llave», de María Luisa Ginesta, con ilustraciones de Alejandra Giordano, se encuentra justamente una llave de cartón pegada en una de las páginas iniciales, como gesto de aceptación a la lectura e invitación a abrir la puerta hacia el interior de sí misma/o y otras puertas necesarias para develar verdades, escuchar historias ocultas y seguir caminos que nos puedan llevar “a lugares inesperados”.
Este es el relato de la misma autora, una mujer de 55 años, quien, a raíz de una carta astral, descubre que fue abusada cuando era muy niña. Comienza, entonces, a narrar su proceso de sanación. Y lo hace de una manera muy particular: manteniendo conversaciones con una muerta, Luisa Wilson del Solar, una tía abuela que escribía artículos en la prensa de la época bajo el seudónimo de Mariana.
“El pasado nunca resucita porque nunca muere; puede adormecerse, pero morir, jamás”, dice Mariana. Con esa premisa en mente, María Luisa irá abriendo puertas que la ayuden a explorar el abuso y las consecuencias en su vida que, concluye, no serán profundas en su vida adulta, si bien es una afirmación que no deja de ponerse en duda. En todo caso, habiendo pasado por un cáncer mamario, se percibe una mujer capaz de enfrentar otra sacudida “de alma”. Entonces se pregunta si quiere seguir adelante desde el ser víctima o protagonista de nuevas posibilidades. También abre el cuestionamiento frente a abusos más allá del físico: abuso del tiempo, de la paciencia, de medicamentos…
Uno de los mensajes que deja esta lectura es que los círculos de mujeres fortalecen y son pilares fundamentales a la hora de sanarse: “El poder de las mujeres no se compara con nada”.