

Por_ Jessica Atal K.
La dedicatoria en lápiz mina que venía escrita en el ejemplar que recibí de «Los harapos del alba», ya habla sobre el Minimalismo y la sutileza que caracteriza la poesía de Godofredo Iommi Amunátegui (Santiago, 1946). Cada poema es una sola y nítida imagen que llena todo el espacio. Los poemas no tienen más de diez palabras. Los versos no tienen más de una o dos: “y/ un día/ el/ tiempo/ se detiene/ al/ lado/ de/ las cosas”, es el poema que abre el libro. No sabemos bien cómo, pero en estos pocos vocablos, el hablante logra que el lector vea el tiempo detenido al lado de las cosas. Por cierto, a veces lo poco dice mucho. Y esta es una de las más hermosas maestrías del autor. No necesita más que un puñado de palabras para expresar los más complejos temas existenciales, para describir los más hermosos paisajes naturales. Algunos poemas se asemejan a proverbios chinos, otros a haikús japoneses. Todos por igual colman la página haciendo de un destello la más absoluta permanencia. El rocío se hace lluvia y una pincelada se convierte en amanecer. La oscuridad nos transporta al abismo y un rostro descubierto a la desolación.

«Los harapos del alba», Godofredo Iommi Amunátegui. Ediciones Universitarias de Valparaíso, 2019. 140 páginas
Llevo muchos años siguiendo la poesía de Iommi Amunátegui y cada vez me parece más espectacular en su simpleza y sencillez. Hay sí algunas variantes en «Los harapos del alba» que no sé si las ha usado anteriormente (posiblemente no he leído todos sus libros porque su producción es prolífera). Justamente bajo los títulos «Variante I» y «Variante II», el autor escribe poemas en inglés, francés e italiano en el mismo tono quieto –y vibrante a la vez– utilizado a través de toda la obra. Su maestría, por excelencia, claro está, es el poder de síntesis. Pero también destacan la verdad, la belleza y la agudeza de su mirada límpida, cualidades a las que toda poesía debiera aspirar. Serán breves los poemas, pero toma un cierto tiempo asimilarlos. Cuando termina con un verso que dice “que/ la luz/ se/ apiade/ de/ tus/ párpados”, sólo resta ofrecerle un aplauso luminoso, una vez más, a Godofredo Iommi Amunátegui.
«Mi hermano Arthur», de Isabelle Rimbaud (1860-1917), es un breve libro que fue publicado por primera vez en 1919, después de la muerte de la autora y hermana de Arthur Rimbaud. Este desahogo y lamento por la muerte de su adorado hermano –su alma gemela– es la única crónica existente de los últimos cuatro meses del poeta. Resulta muy extraordinario enterarse de cuánto fue amado l’enfant terrible de la poesía francesa.

«Mi hermano Arthur» Isabelle Rimbaud. Los Libros de la Mujer Rota. Santiago, 2019. 53 páginas
En 1892, un año después de la muerte de su hermano, Isabelle rememora la vida y los difíciles momentos que compartió con Arthur: “Yo sostuve su cuerpo tambaleante. Yo cargué en mis brazos ese cuerpo enfermo y desfalleciente”, escribe con el dolor que emana torrentoso de su alma. Lo cuidó, lo acompañó, le dio de comer, se dedicó, a fin de cuentas, con cuerpo y alma a su hermano, como siempre lo había hecho en su vida. Pasó noches en vela, le dio las medicinas, en la mitad de la noche a buscar las amapolas que le traerían el sueño… “Ninguna otra mano excepto las mías lo curaron, lo tocaron, lo vistieron, lo ayudaron a sufrir”. Se compara incluso con el cuidado y el cariño que brindaría una madre a su hijo enfermo. Se atormenta pensando en que ese dolor infinito de la enfermedad de Arthur lo debió haber sufrido ella. Sin duda, Isabelle idolatra al joven poeta. No hay ser más bueno y honrado, justo y generoso en el mundo que su propio hermano. Nadie más valiente y atrevido. Nadie más inteligente e ingenioso. Él salió victorioso, expresa, de todas y cada una de las dificultades que se le presentaron en el riesgos camino que eligió. En definitiva, este pequeño canto de alabanza y de dolor representa un amor fraternal, pero, a la vez, idealizado, frente a alguien que significó para Isabelle la mejor parte de sí misma. Y todo terminó –la esperanza, la juventud, el trabajo, la vida, la prosperidad– a la irrevocable “hora de la Desgracia”, que ambos sufrieron casi al mismo tiempo.