

La mirada que ha construido Occidente sobre el mundo árabe, donde el cuerpo femenino se transforma en un instrumento de deseo y adoctrinamiento, donde lo exótico se convierte en un camino de libertad frente a lo desconocido, es parte del montaje con que el Instituto Valenciano de Arte Moderno celebra casi dos siglos de colisión y encuentro.
Por_ Alfredo López J.
Fotos_ Institut Valenciá d`Art Modern
Más que un recorrido por un nuevo horizonte donde los espejismos dejaban pie a la imaginación, donde una religión flexibilizaba los dogmas bajo la potente fuerza de Alá, la muestra «Orientalismos, La Construcción del Imaginario de Oriente Próximo y del Norte de África (1800-1956)», que se presenta en Valencia, aparece como un viaje en el que lentamente podemos correr el velo de un universo inalcanzable.
Una travesía por imaginarios extravagantes como si entráramos en un intrincado y complejo espacio cultural, donde el harem aparece como institución que representa nuevas formas de sociedad y convivencia. Un lugar prohibido, vetado para ojos forasteros, donde las mujeres, más allá de pertenecer a un señorío y ser parte de un dominio masculino, expresan la relación entre cuerpo, cultura e identidad desde una tribuna jerárquica. Algo que paulatinamente fue derivando en una suerte de fetiche codiciado que se quería observar de cerca.

Francisco Iturrino González, «Odalisca», 1912.
Para el profesor Sergio Rubira, subdirector de la Colección y Exposiciones del IVAM, la clave de esta expresión se entiende en primeros términos como algo decorativo a través de la repetición de motivos. Las figuras punteadas, los arcos ojivales y las estructuras profusamente talladas para bordes y ribetes, son la primera aproximación a una forma habitacional que trasciende en su estética y que penetra en Europa con la fuerza de sus jardines interiores. Es la extensión de la casa árabe que pasa a España y luego a Chile con formato de casa colonial.
El falso espejo
Rogelio López Cuenca, comisario de la muestra, explica que este montaje se pensó desde un principio “como un dispositivo de construcción ideológica que se extiende más allá de los límites cronológicos. Lo que intentamos es que mediante una selección se revele una construcción de una visión muy determinada”. Junto a más de 600 obras, la misión fue hablar de Oriente, pero todo, “hablar de nosotros mismos, de nuestros miedos”, insiste. Una manera de ir dejando en evidencia el bajo impacto y la escasa modificación de la mirada que ha tenido Occidente sobre Oriente a través de los siglos. Una perpetuidad de estereotipos que en el fondo no buscan conocer al otro, sino que transformarlo en un reflejo negativo de nosotros mismos.
Rogelio López: “A los habitantes de la otra orilla se les ve como fanáticos religiosos, como primitivos que cuando estallan son irracionales. Se mitifica la necesidad de su control por parte de civilizaciones supuestamente superiores que son racionales. Se les ve como anclados en un infantilismo permanente. Pero, a la vez, se idealizan e idolatran como expresiones culturales del pasado”. Una reflexión que también ha tenido impacto en el mundo de la antropología y la literatura.
Fue en 1978 cuando se publicó «Orientalismo», uno de los rela- 9 tos cumbre de la Postmodernidad. Escrito por Edward Said (un hombre que nació en Jerusalén y fue formado en Princeton y Harvard), funciona como “un inventario de las huellas que ha dejado en mí la cultura cuya dominación ha sido un factor muy poderoso en la vida de todos los orientales”. El libro aborda cómo Occidente –Francia e Inglaterra, principalmente– había descrito a Oriente a través de una disciplina que no suponía conocimiento, sino reconocimiento. Una narración heredada por siglos, impenetrable, cargada de una autoridad moral donde finalmente Oriente pasó a ser un reflejo invertido de Occidente.

Henri Matisse, «Odalisque étendue», ca. 1924.
Fantasías moras
La exposición arranca con el análisis de algunos de estos estereotipos a través de imágenes del siglo XVIII, como las expediciones napoleónicas a Egipto, y llega hasta 1956, año en que Marruecos y Túnez obtienen su independencia. Más de 600 obras provenientes de los museos Del Prado, Thyssen Bornemisza, Reina Sofía de Madrid, Georges Pompidou, D’Orsay de París; Victoria and Albert de Londres y colecciones privadas.
Con la iconografía de la fracasada expedición militar que Bonaparte realizó a Egipto y Siria entre 1798 y 1801, hubo la intención de reforzar la imagen de conquistador frente a la pasividad de los cuerpos orientales, como en las obras de Anne-Louis Girodet de RoussyTrioson para representar el enfrentamiento de tropas en El Cairo. Pero sobre todo se quería dejar constancia de las atmósferas de ese pasado glorioso de los antiguos faraones y sus pirámides. Otro pabellón está destinado a la tendencia orientalista que se desarrolló durante el siglo XIX en España. Aparecen las fantasías, harenes habitados por odaliscas a disposición del que mira. Árabes muertos en la calle, consumidores de hachís a los que la droga ha vencido, pasivos vendedores ambulantes sentados a la espera de un milagro y retratos que en su minuciosidad se acercan a las taxonomías etnológicas que querían clasificar, ordenar y jerarquizar estos cuerpos que se consideraban otros.
Otras manifestaciones eran los retratos de artistas y aristócratas que se disfrazaban de moros, como los Duques de Montpensier o los de Mariano Fortuny y Marsal. Todo junto a registros de ruinas antiguas desoladas, o las fotografías del estudio de los ropajes de las mujeres del Norte de África de Gaëtan Gatian de Clèrambault.

Joaquín Sorolla, «Moro con naranjas», 1885-1886.
Otro momento clave fue el furor que causó la llegada de los Ballets Russes de Serguéi Diághilev a París en 1909. Un trabajo que incluyó los exóticos trajes que hicieron artistas como Alexander Benois o Georges Roualt para bailarinas y odaliscas, un gesto que conmovió al mundo de la moda. Paul Poiret llevó esas fantasías al terreno de los turbantes y Mariano Fortuny y Madrazo diseñó una línea de túnicas inspiradas en las chilabas que llegaban hasta el suelo.
Además de los Ballets Russes, bailarinas inolvidables como Loïe Fuller, Ida Rubinstein y Tórtola Valencia contribuyeron al desarrollo de esta moda. Siempre de la mano de figuras como Salomé, Cleopatra o la Sherezade de Las 1001 noches, ellas encarnaban un concepto exótico para liberar la danza del corsé afrancesado del ballet.
El régimen stalinista llevó a muchos fotógrafos rusos, como Max Penson, Max Alpert, Arkady Shaikhet y Georgi Zelma, en busca de una mirada satírica y de hondo contraste al otro lado de la frontera. Una huella que también se manifiesta en los viajes de pintores como Francisco Iturrino y Henri Matisse al Tanger de entre 1911 y 1912. Dominados por un concepto de autoridad estético-ideológica, pintaron lo que se les había dicho que tenían que encontrar en esos paisajes.
Una nueva belleza, las vanguardias
En 1914, los expresionistas August Macke y Paul Klee viajaron a Túnez. Como turistas, siguieron casi escrupulosamente las rutas que establecían las guías que imponían una mirada colonial. Su trabajo se enfrenta con cuadros como «Vista de Fez», del pintor argelino Azouaou Mammeri, quien por su origen rompe la estrategia discursiva, al igual que Matisse que se concentra en nuevas escenas que inspiran una suerte de nuevo lujo, o la luz que trae Étienne Dinet, pintor francés convertido al islam.
La ruptura absoluta viene con Pablo Picasso y André Breton, que quedaron hipnotizados con la argelina Baya. La artista, también conocida como Fátima Haddad, inspiró los salones surrealistas y obras como «Las mujeres de Argel» del malagueño o «El baño turco», de Jean-Auguste-Dominique Ingres. Otro acontecimiento en este recorrido es cuando Lee Miller abandona su carrera como modelo en Nueva York en los años 30 y se traslada a París para formarse como fotógrafa junto al surrealista Man Ray.

August Macke, «Lagernde Orientalische Reiter (nach Guys)», 1910.
Miller se convertiría después en una de las mujeres que finalmente rompe el tabú. Luego de estar por más de cuatro años registrando imágenes por el norte de África, logra una nueva visualidad en la que el paisaje humano recupera su dignidad. Es cuando la potencia de una cultura milenaria encuentra un nuevo status, donde el concepto occidental del harem una vez más se confirma como un falso espejismo, una figura construida a partir de la incesante dificultad de comprender la otredad.