

Por_ Ignacio Szmulewicz R.
El estudio de casos de la escultura pública debe siempre hacerse en vistas de la construcción de los imaginarios visuales. La ciudad es un sitio de batalla para la imposición o retracción de esas representaciones. Los monumentos son poderosos artefactos para probar el efecto de la visualidad en la retícula y retina urbana.
Un gigantesco peñón sobre el que se levanta un discreto soldado anónimo. La estructura base es un símil de cerro, cantera y arco del triunfo a la vez; naturaleza forjada por los tiempos inmemoriales a la espera de una humanidad deseosa por controlarla y forjarla según el gran canon del arte grecoromano. Sin embargo, levantada sutilmente por unos pocos peldaños, la estructura es más bien un monte sacro, refugio y fortaleza. El soldado, con una elegante pose, egregio en su belleza, eleva la vista hacia el norte del territorio. Sus vestimentas parecen más propias de un revolucionario francés que de un trabajador de la tierra al sur del mundo. Uno de sus brazos sostiene el fusil mientras que el otro se deposita ligeramente en su cintura. El gesto es grácil, suave y de tradicional tensión curva entre la fuerza en la batalla y la calma en la paz.
El conjunto se ubica en una plaza. Pero no cualquiera. Se trata de la histórica Plaza Yungay, lugar constitutivo de un sector de larga data en la zona céntrica de la capital. Por estos días, este espacio de reunión congrega todas las contradicciones de una sociedad en proceso de cambio: músicos callejeros, punks veganos, artesanos millennials, y una extensa comunidad de migrantes. Los alhajados palacios de antaño son ahora fachadas descascaradas más próximas a las ruinas.
En 1882, en medio de la trifulca con los vecinos del norte grande, Virginio Arias, reconocido discípulo de Nicanor Plaza, presentó al personaje del roto en el Salón de París con positiva recepción de parte de algunos críticos. Resulta lógico entender el motivo conceptual que pudiera entroncar a un Courbet o a un Delacroix con nuestro escultor criollo, aunque personajes como Daumier y los impresionistas –burgueses– deben haber entendido poco de la situación política y estética del olvidado país del hemisferio sur. El monumento fue abierto al público el 7 de octubre de 1888, a sólo cinco años de finalizada la Guerra del Pacífico. El ánimo celebratorio de una nación triunfante se precipitó a decorar la urbe con las señas civilizatorias propias de la modernidad.
De todos modos, esta conjunción de agreste bloque pétreo y refinado bronce neoclásico surge de una misión no menor: representar al “roto chileno”, figura transversal al siglo XIX, especialmente por el valor épico de una lucha contra las opresiones colonialistas de España, o bien el pueblo en tiempos de batallas con los hermanos americanos.
El personaje, situado junto a una gavilla de trigo (véase el cuadro «Recogida de trigo», de Rafael Correa), se entronca como síntesis de una comunidad cuando a la vez genera una alegoría de lo nacional en tiempos de nacionalismo: la iconografía de la cordillera de la zona central, rocosa y brutal, pertenece más bien a un reconocimiento de las batallas por la Independencia que las de fines del XIX, tan citadas por la pintura de historia y el paisaje. Finalmente, el cuerpo representado supone un entendimiento del mundo pastoril como fuera imaginado por el mundo pre-revolucionario en los cuadros de Poussin. ¿Qué hace ese cuerpo en nuestro terruño? Esta es una pregunta de gran complejidad para la historia del arte.