

Por_ Loreto Casanueva*
En «Paradoxa Stoicorum», Cicerón transcribe la célebre frase que Bías de Priene, uno de los “siete sabios” griegos, enunció mientras escapaba para salvar la vida cuando su ciudad estaba siendo invadida por enemigos persas: “Llevo todas mis cosas conmigo”. Extraña frase para su interlocutor porque Bías iba con sus manos vacías. Es que el sabio no necesitaba acarrear sus bienes materiales para poder sobrevivir; sólo bastaba su sabiduría. Pero no todos son como Bías y Steven Connor, en su famoso ensayo sobre las bolsas, afirma que el ser humano es, eminentemente, un homo ferens, una criatura que carga, lleva, porta cosas.

Pyxis, Grecia, siglo V a.C., loza de barro rojo pintado en negro. © Victoria & Albert Museum.
A de armarium, C de capsa y cista
Podría decirse que en Grecia, y en especial en Roma, nacen y se nominalizan gran parte de los objetos para guardar objetos que usamos a diario. De muchos de ellos sólo conservamos el nombre, porque la función primera del objeto cambió con los años, y con las necesidades y las prácticas emprendidas por cada cual, como la capsa, contenedor cilíndrico de cuero o madera dentro del cual se guardaban verticalmente los rollos de papiro y pergamino, es decir, los libros antiguos. La capsa funcionaba como una primitiva forma de encuadernación. De ahí viene nuestra “caja”, y también “cápsula”, «caja pequeña», palabra que usamos para hablar, por ejemplo, de pastillas.
Una pieza de mobiliario que también almacenaba libros, pero ahora de forma horizontal, era el armarium. Fuera del ámbito bibliográfico, servía para exhibir los retratos familiares o imagines. Dicen que este sustantivo no proviene del étimo arma sino de ars, “arte” o “técnica”. Con un conjunto de armarios podía levantarse, entonces, una biblioteca. Hoy, el armario es el lugar donde se guarda la ropa, el calzado y uno que otro cachivache, emparentándose así más con el closet inglés que con el armarium romano.
Las capsae y los armaria, sin duda, tienen el mérito de haberse conservado por la cultura registrada y transmitida en la Antigüedad. Pero no todo es cultivar el intelecto. Si de engalanar la propia imagen se trata, romanos y romanas contaban con una serie de coquetos adminículos para cuidar sus afeites y adornos, como los píxides (del griego pyxis, ‘caja para guardar cosméticos’). Por su parte, la cista, cuyo material podía ser tan ligero como el mimbre y tan pesado como el bronce, se usaba para fines cívicos (urna para votar) y rituales (en procesiones realizadas durante los festivales en honor a Dionisos y Démeter). Se cree, además, que las cestas acompañaban a los difuntos en su tránsito hacia el Averno, permitiéndoles acarrear lo que pudieran necesitar más allá del río Leteo.

Cista de bronce, Palestrina, c. 350-325 a.C., bronce. The Metropolitan Museum of Art, New York.

Lacrimatorio, Chipre, siglo I, vidrio. © Victoria & Albert Museum.
L de loculus y lacrimatorius
Un contenedor mucho más portátil que los otros es el loculus: era el bolso de cuero que usaban los legionarios romanos para llevar sus artículos de primera necesidad, como monedas, herramientas y alimentos. Tenía forma de sobre, contaba con un cierre de bronce al medio, y estaba reforzado con tirantes diagonales. Su imagen se ha reconstruido gracias a los relieves de la Columna de Trajano. Si tradujéramos loculus a nuestra lengua, diríamos ‘lugar pequeño’, ‘lugarcito’. Era el kit de sobrevivencia militar, una especie de nécessaire para los básicos.
En Grecia y Roma antiguas, el almacenamiento era una cuestión tan seria que superaba los confines de lo material. Siguiendo la costumbre griega, los romanos llamaron praeficas a las mujeres que se contrataban en los funerales como lloronas. Su llanto era exagerado y algunas de ellas se arrancaban mechones de su propia cabellera para lamentar al difunto. Sus lágrimas (y las de los deudos) eran guardadas en lacrimatorios, botellitas de cuello largo, fabricados con vidrio o arcilla, que a veces el fallecido llevaba hacia su viaje ultraterreno, pero que también podía quedarse con su familia, como un temporizador del luto. Algunos lacrimatorios emulaban, incluso, la forma de lo que conservaban en su interior: parecían una gota iridiscente.
*LORETO CASANUEVA es profesora adjunta de literatura universal en las universidades Finis Terrae y Andrés Bello, y doctoranda en Filosofía, mención Estética y Teoría del Arte de la Universidad de Chile. Es fundadora y editora del Centro de Estudios de Cosas Lindas e Inútiles (CECLI), plataforma dedicada a la investigación y difusión de la cultura material.