

Dimitris Pikionis no sólo fue un gran arquitecto, también fue uno de los primeros que entendió que la arquitectura del paisaje es una disciplina en sí misma, tan expresiva desde lo simbólico y lo material como el mejor edificio. Contemporáneo de los arquitectos que cambiaron el curso de la historia, lo del griego es diferente: su obra cumbre es nada más ni nada menos que un trabajo de suelos que es un ejemplo de sensibilidad y modestia. Un trabajo que tardó años en reconocerse, pero que podría fundar un modo de hacer, menos pretencioso y más conectado con las emociones en tiempos en que el hombre debería tener que retroceder un poco.
Por_ Gonzalo Schmeisser
Una de las pocas fotos que circulan en internet del arquitecto griego Dimitris Pikionis (1887-1968) lo muestra de frente a la cámara, sonriente, corriendo hacia el lente flanqueado por niños y niñas de distintas edades, dos a cada lado. Es en blanco y negro, pero no es difícil imaginar la luz amarilla de la tarde egea y el calor que golpea el suelo seco y pedregoso sobre el que corren. Están en Egina, una de las 6.000 islas griegas que salpican el Mediterráneo –de las más cercanas a Atenas–, uno de los sitios donde nació la mitología fundacional de Occidente y que parece pensado para las epifanías.
La foto llama la atención especialmente porque estamos hablando de un arquitecto que alcanzó su esplendor en medio del auge del Movimiento Moderno del siglo XX, cuya máxima funcionalista y técnica tendió a volver a sus principales exponentes en tipos con aura de maestros, formales, serios, encorbatados, muy poco dados a sonreír en público y menos frente a una cámara. Pikionis, por el contrario, sonríe con ganas, como niño, casi confirmando el arquetipo del griego alegre y despreocupado que Anthony Quinn le mostró al mundo interpretando a Zorba, El Griego, en la película de 1964.
Más allá de la imagen proyectada, Pikionis era un tipo profundamente sensible, observador y consciente, lejos del estereotipo del arquitecto intelectual de la época –a menudo confinados entre sus propias ideas del mundo, sus problemas y sus soluciones–, su visión de la arquitectura estaba más cerca de la poética de las cosas que del asumir probabilidades. Así, con un encargo en extremo complejo en las manos: nada menos que trabajar en uno de los lugares clave del origen mitológico de Europa, tuvo el carácter, la destreza y la paciencia para acometer la misión pasando casi inadvertido.
Habla el lugar
Como las piedras de la fachada de un templo desplegadas sobre el suelo, casi como un edificio más pero en un orden diferente, horizontal, disgregado y disperso, las piedras irregulares que marcan los senderos que suben al complejo de templos de la Acrópolis de Atenas son su llave de acceso al Olimpo trascendente, donde habitan también los dioses que nacieron en su tierra y que los mismos edificios honran desde las alturas.
Como Ictino y Calícrates, los arquitectos del Partenón, lo de Pikionis quedó impreso en Atenas para un eventual siempre o, al menos, sin un final previsto.
El encargo llegó en 1951, cuando Constantinos Karamanlis (futuro Presidente y por entonces Ministro de Obras Públicas de la Grecia recién salida de una Guerra Civil que duró casi toda la década del 40) se propuso sacar de la crisis eterna en que viven los griegos impulsando el turismo arqueológico. Las ruinas de la Acrópolis, pese a su calamitoso estado de conservación, representaban todavía el espíritu primigenio de una Europa caída en desgracia después de dos guerras mundiales. Volver al origen de la entonces desmembrada región era un buen pretexto para levantar la alicaída economía griega.
Se trataba entonces de facilitar el acceso al complejo mediante una serie de caminos que subían por la ladera de la colina y conectaban Atenas, el centro político griego, con el centro histórico de Europa. Todo un hit.
Pikionis se tomó su tiempo, había sido más escultor y pintor que arquitecto. Sabía entonces que el tiempo de observar, percibir, pensar, bocetear y volver a observar son igual de importantes que el proceso creativo en sí mismo. Y entonces vio la Acrópolis en las alturas, silente y majestuosa; las piedras picadas de las columnas que se mantienen en pie nadie sabe bien cómo. Vio los árboles añejos que resistían apenas también, y vio el peñón de piedras blancas quebradas por el tiempo, el mármol invisible, las bombas y el impulso destructivo del hombre. Vio pájaros, vio cerros y vio nubes recortadas en el horizonte; y sintió el viento en la altura, sintió el frío y la lluvia del invierno mediterráneo, el calor húmedo del verano en la sequedad de la colina; y sintió la presencia de los dioses, Atenea, Eros y Afrodita.
Fue el lugar el que habló y una vez abajo asumió la piedra como el portador de ese lenguaje que reunía historia e identidad a través de la arquitectura –así como Machu Picchu lo es para los americanos–, entendiendo que ese era el material de la memoria y que sin su presencia no había símbolo posible.
Mosaico y memoria
Habría que entender el trabajo de Pikionis como un ejercicio de la memoria. Mucho más allá de lo obvio (el lugar y sus símbolos), los elementos dispuestos en un esquema dinámico, no estable, como en un calculado desorden, son la interpretación material de una historia fragmentada. La identidad griega descrita en un mosaico de piedras, como en una síntesis del devenir de esta cultura alicaída pero que reclama su posición bien ganada en la historia.
La selección de piedras que el arquitecto dispuso como pavimento, creando un nuevo suelo en diálogo con la imagen de lo circundante desde el desorden y la dispersión, se leen también como el vaivén de una cultura que se encaminó desde el esplendor hacia una ruina que hoy parece eterna. Los trozos como el retazo de lo que queda de la cuna del pensamiento moderno y que en nuestros días se inclina ante los inclementes banqueros alemanes para solventar el descalabro económico.
Ascender desde la calle de una ciudad contemporánea, circulando en medio de quioscos con imanes, Starbucks, puestos de Gyros, se vuelve una experiencia en tres dimensiones gracias al trabajo del arquitecto. Con los ojos arriba, el Partenón se anuncia solo, pero con los ojos abajo no se asoma más que un sendero blanquecino que se fusiona con la tierra, hecho con piedras, cerámicas, vasijas, morteros y todo lo que salió de la demolición de un complejo habitacional ateniense del silo XIX y que Pikionis tomó como elemento memorial para construir un nuevo paisaje desde el suelo.
La fundación de la arquitectura del paisaje contemporánea habla en susurros. Una disciplina que está pronta a independizarse de la arquitectura para convertirse en un oficio en sí mismo y de la que Pikionis fue un precursor gracias a un espíritu que tiene mucho de los viejos conocimientos pero también mucho de vanguardia. Y también de saber dimensionar con mesura dónde se está, dejar que el sitio establezca las directrices.
Entonces su magnífico trabajo es sencillamente un camino que se disuelve cuando se cruzan los Propileos y aparece en escorzo el templo de Atenea Niké y no importa nada más que esas columnas derruidas por el tiempo, enaltecidas por la historia y manoseadas por el turismo. Sin más estrategia que lo mínimo, lo sutil, la obra ya ha hecho lo suyo.
*GONZALO SCHMEISSER. Arquitecto y Magíster en Arquitectura del Paisaje. Ha participado en diversos proyectos editoriales y publicaciones afines al quehacer arquitectónico y a la narrativa. Es profesor en la escuela de arquitectura de la universidad Diego Portales. Es, además, fundador del sitio web de arquitectura, viaje y palabra www.landie.cl.