

Por_ Jessica Atal K
«La vida simple» es el mejor título (si bien no el original) que se pudo escoger para esta novela que narra las aventuras de su autor, Sylvain Tesson (París, 1972), cuando se interna en un bosque a orillas del lago Baikal, en la región sur de Siberia, en Rusia, completamente solo, durante seis meses.
Existir con simpleza, sin embargo, puede ser lo más complicado de hacer en la vida. Aquí lo único que pasa la mayor parte del tiempo es justamente eso: el tiempo. Y, en el transcurso del silencio, Tesson quiere averiguar si tiene una “vida interior”, además de saber si será capaz de soportarse a sí mismo, si puede, a sus treinta y siete años, metamorfosearse y, finalmente, responderse a la pregunta: “¿Por qué no me falta nada?”.
Una de las mejores cosas –si no la mejor– de estar solo y de tener todo el tiempo a disposición, es la posibilidad de reflexionar sobre asuntos en los que uno jamás se detiene. Así lo hace Tesson, quien, a cada rato, asombra con ideas que maravillan: “¿Quién socorre a los árboles?”. “Curioso qué pronto se apega uno a los seres”. “El lujo de vivir solo en este mundo donde la vecindad se volverá el gran problema”. “Las sociedades no aman a los eremitas. No les perdonan la fuga”.
Pero ¿cuáles fueron los motivos que lo llevaron a aislarse en una cabaña en Siberia? Él los enumera: hablaba demasiado, quería silencio, demasiada correspondencia y gente que ver, celos de Robinson Crusoe, una calefacción que es mejor en la cabaña que la de su casa en París, la flojera de hacer las compras, la libertad de gritar y vivir desnudo, la fobia al teléfono y al ruido de motores. Los rusos que va conociendo, visitantes y guardias de las cercanías, están, por supuesto, de acuerdo en que habría que estar loco para preferir la vida hacinada de ciudad y no el bosque, donde se tiene todo el espacio del mundo.
Este es un libro hermoso, plagado de reflexiones profundas sobre la naturaleza de las cosas, de los hombres y de los animales, sobre el tiempo y el espacio, sobre la existencia y la muerte, sobre lo real y lo fantástico. “El hombre libre es dueño del tiempo. El hombre que domina el espacio es apenas poderoso”, escribe Tesson con una pluma sensible y vigorosa. Su novela es un grandísimo tributo a la Naturaleza.
A modo de diario de vida, nos enteramos de sus rutinas diarias, en especial, del ejercicio físico y del mantenimiento de su pequeño espacio de nueve metros cuadrados. Pero también tiene una rutina de escritura y de lectura. Se ha llevado consigo 80 libros, más los víveres y una buena cantidad de vodka. Lo más apasionante ocurre, sin embargo, en los momentos cuando se consagra al puro goce de ser: “Fumar un cigarro, solo, frente al lago; no molestar a nadie, no sufrir las órdenes de nadie, no desear más que lo que se siente, y saber que la Naturaleza no nos rechaza. En la vida se necesitan tres ingredientes: sol, un mirador, y en las piernas el recuerdo láctico del esfuerzo. Y también pequeños Montecristos. La felicidad es fugaz como un cigarro”.
Como si fuera un puesto de vigía “ante el imperio de los árboles”, la vida en una cabaña se articula alrededor de tres actividades: 1. La vigilancia y el conocimiento de su campo de visión; 2. El mantenimiento del interior; 3. La recepción de visitantes y el intercambio de información.
Así, Tesson va conociendo las costumbres y la mentalidad de los rusos, como, por ejemplo, que “tienen el principio de no tomar precauciones nunca”. Por otro lado, reconoce su atractiva espontaneidad, pues son capaces de armar una fiesta de la nada sacando una botella de vodka y algunos víveres que compartir sobre una frazada en la mitad del bosque. Un libro que nos hace pensar en que la vida es una sola y más vale la pena vivirla como nos place.