

Por_ César Gabler
El Winnipeg trajo a Chile a Roser Bru y a José Balmes el 3 de septiembre de 1939. 2200 pasajeros. Anónimos muchos, ilustres algunos, desterrados todos. Bru era una joven de 16 años, Balmes un niño de 12. Ignoro si se conocieron en la travesía. Quizás se encontraron en algún pasillo, o intercambiaron alguna mirada aburrida, mientras ese navío, atiborrado con el exilio republicano, cruzaba el Atlántico hacia un destino incierto. Tal vez, en aquella nave construida en Canadá, pudieron conversar de sus primeros coqueteos con la pintura (sus familias ya se conocían y ambos compartían la sección destinada a los niños). Puede ser, pero de seguro ninguno adivinó el destino que les deparaba el país desconocido hacia el que viajaban ni menos pensar que ambos terminarían convertidos en pintores chilenos. Destino curioso para cualquier niño. Sobre todo si es catalán.

«Jóvenes Esposos» Técnica Mixta
(Materia sobre madera) 102 x 82 cm 1961
Con una formación libre que incluyó lecciones de Pablo Burchard y Nemesio Antúnez, Bru se consagró a la representación de un mundo habitado por mujeres abstraídas, monumentales y silentes, mujeres enfrascadas a veces en tareas cotidianas que parecían ritos religiosos, como si en las tareas cotidianas se escondiera un destino enorme. «El Hilo», un buril de 1958 parece buen resumen de aquello, una mujer de expresión económica y severa dirige su mirada a la hija que de pie, parece esposada con el hilo que le ayuda a ovillar a su madre. El hilo es una línea, y son líneas las que configuran las formas robustas y monumentales de la mujer que aparece sentada en el aire, sobre un asiento virtual que se intuye en el inmaculado blanco del papel. Aquella obra es una escena y una metáfora. Como en la obra posterior de Bru, la línea es segura, estructural, expresiva.
Vacío, trazo, espacio, silencio, serán elementos esenciales del lenguaje figurativo de Bru. También el color y la materia. Aquellas figuras –acentuemos humanas– tenían tras de sí el clasicismo de la modernidad y la dignidad de la pobreza. Anticipaban, con décadas de antelación, los debates en torno a la mujer. Un énfasis presente en las más tempranas versiones de sí misma que entregó la artista. Poco a poco aquellas estampas se hicieron corpóreas, convertidas en siluetas materiales, dispuestas a abandonar la ilusión para entrar a nuestro espacio. Las huellas, incisas sobre el soporte, eran dibujo y surco: definían las figuras y borraban los límites estrictos de la pintura de caballete. Eran tanto grabado como escultura, dibujo o pintura. Quizás sus figuras duermen sobre las cenizas de esas lecciones de impresionismo tardío aprendidas en los salones del Forestal. «Desperté de ser niño», de 1961, resume aquella vocación matérica en la que se conjuga la impronta de Tapies, aprendida luego del regreso de la artista a Barcelona, tras 18 años de ausencia.

«Nadie se conoce» Acrílico sobre lino 60 x 136 cm 1999
Mujeres monumentales
Aquellas mujeres matéricas son primas hermanas de las pintadas por Gracia Barrios o de las esculpidas por Marta Colvin. Una constelación de feminismo esencial, pachamámico diría Justo Pastor Mellado, que alcanza su forma más elocuente en los trabajos en patchwork y gran escala ejecutados por la artista para el edificio UNCTAD. Monumentales, silentes. Mujeres que parecen ellas mismas una geografía, con sus cuerpos divididos por líneas que son anatomía y cartografía; el cuerpo como estructura y territorio. Sin rostro, o con rasgos apenas sugeridos, aquellas estampas rehúyen la expresión doliente y el rasgo específico. Bru jamás grita ni vocifera. Tampoco describe, pese a tener los recursos para hacerlo. En cambio, sugiere, insinúa, declara. Y se permite más de un giro sensual gracias a su color y su gráfica precisa y evocativa. Sus celebradas sandías fueron eso, un placer que conjugaba la violencia del corte y la roja carnalidad del fruto dulce.
Si por entonces materializaba la experiencia femenina, en cualquiera de sus registros, también enfrentaba los traumas de la historia. «Fusilamiento 1963» del mismo año, era velado homenaje a Goya y a su vez advertencia o constatación de las vueltas del destino. Un adelanto trágico de lo que viviríamos una década más tarde. «El Deterioro de la Memoria», su exposición de 1976 en la Galería Aele de Madrid, resume lo que vendrá en los próximos años: las figuras de Goya y Velázquez, las recreaciones del álbum familiar (incluidas su composición y recursos), los trazos expresionistas y cinéticos (que recuerdan tanto a Francis Bacon, como a Eadweard Muybridge), la fotografía como referente y como problema. Y la memoria, siempre la memoria trágica de su historia y su panteón personal. En aquella muestra fue la infanta Margarita y los cortesanos de Velázquez, más adelante se sumarán otros personajes: Frida Kahlo, Franz Kafka, Miguel Hernández, César Vallejo.
De ahí en adelante Bru cultivó quizás una forma desviada del pop, no desde luego el rutilante y mecánico de Warhol y compañía. Un Pop informalista, un anti pop si es que aquello fuera posible. A las figuras del espectáculo, Bru opuso su galería de intelectuales trágicos, apelando quizás al reconocimiento culto o sofisticado, imponiendo la fama ganada por el talento y la sensibilidad, a la impuesta por el imperio del espectáculo. Puede ser. Canonizando intelectuales con devoción de fan y escribiendo su propia biografía en el lienzo, Bru consolidó un lenguaje sólido, rotundo y evocativo. Hagiografía laica, panteón devocional tran- sitado por intelectuales de destino funesto. Textos, fotografías, recortes, telas pegadas con clavos.

«Futuro de Margarita» Acrílico sobre lino 100 x 100 cm 1995
Esa Bru, la que recorre los años dictatoriales de la mano del retrato y el vacío, supo plasmar la tristeza y el dolor de ese período, con un estoico virtuosismo. Sabíamos que no sólo se trataba de Kafka, Lorca o Kahlo. Aquellas figuras de alcance universal apelaban a los muertos de aquel presente doloroso y nos miraban con sus ojos trazados en óleo o en grafito para grabarse en nuestra mirada. Bru así se volvió esencial. Para siempre.