

En el cine hay funerales desde sus comienzos, como si la imagen cinematográfica deseara conservar en el eterno presente de la pantalla las postrimerías de los grandes personajes pretéritos, reales o no.
Por_ Vera-Meiggs
Las imágenes surgieron como estrategia de la momificación. Eso en común tienen las ariqueñas momias de Chinchorro y sus lejanas y muy posteriores homólogas egipcias. En ambos casos son conservaciones artificiales de un cuerpo, y especialmente de un rostro transformado en máscara que alude y elude a la muerte.
Noviembre es un mes funéreo, quizás para contrastar al nativista mes de diciembre. Ambas fechas provienen de calendarios arcaicos de origen agrario, adaptados por el cristianismo y que en el hemisferio sur resultan exactamente lo contrario a lo que querían significar en su origen. ¿Qué razones tendría el primaveral noviembre para hacernos recordar a los muertos? Sí lo tiene en el ya cercano invierno europeo.
Como sea, los protocolos funerarios son importantes en todas las culturas y en todas las épocas. Alguien ha mencionado que ahí radica nuestra diferencia con el resto de los mamíferos: nosotros organizamos funerales.
Hablemos de entierros de películas difíciles de olvidar.
Escandinavia
«El tesoro de Arne» (Mauritz Stiller y Gustaf Molander, 1919) posee un conjunto de cualidades que se mantienen intactas después de un siglo. Hermoso melodrama del cine mudo sueco y que culmina con una escena en la nieve que ha sido después imitada por Fritz Lang y especialmente por Serguéi Eisenstein en el final de «Iván el terrible». Un barco en un mar congelado es el escenario del trágico final de la protagonista y desde tierra firme una procesión de mujeres vestidas de oscuro, en medio de una nevazón, viene a retirar el cadáver para sepultarlo, al alejarse el cortejo se comienza a resquebrajar el hielo que libera al barco de su blanca prisión. Una escena quizás demasiado breve, pero de una belleza lírica que aún se admira.
«Vampyr» (Carl Theodor Dreyer, 1932). Una anciana vampira acecha a los habitantes de un castillo, al que llega el protagonista, Allan Grey, transformándose en nueva víctima, que se desdobla y asiste a su propio funeral y a la victoria sobre la vampira, quizás para sucederla. La secuencia en que el cadáver de Grey, con los ojos abiertos, es cubierto por la tapa del féretro, es vista en subjetiva del supuesto cadáver, que ve pasar umbrales y paisaje a su alrededor. La radical audacia del punto de vista se complementa con la impresionista fotografía de Rudolph Maté, que sabe borrar la diferencia entre el día y la noche. Una maravilla de poesía terrorífica que permanece adherida al recuerdo, como esos ojos fijos clavados en un cielo ya inalcanzable.

«Ordet» (Carl Theodor Dreyer, 1955)
Dreyer se permitió otro funeral memorable en «Ordet» (1955), su obra maestra. La única mujer en una granja de hombres muere al dar a luz. La desolación es total en la familia y el velorio se prolonga como expresión del deseo de no separarse de la amada. Literalmente, el tiempo se detiene en una habitación despojada de adornos e iluminada por unas ventanas cubiertas con gasas. La inmovilidad expectante parece anunciar la inevitable separación, pero algo perturbará el rito. Una maravilla para ver varias veces en la vida.
Quizás si inspirada por ella es que Ingmar Bergman propuso una variante en «Gritos y susurros» (1972). Agnes, la protagonista, muere de un terrible cáncer y sus dos hermanas la velan junto a la criada, pero la muerta no se desprende de su cuerpo y pide compañía y cariño, que sólo la humilde mujer es capaz de brindarle, mientras las hermanas se someten a descarnadas introspecciones en una noche que parece no tener final.
Más al sur
«Milagro en Milán» (Vittorio de Sica, 1950) era una de las películas favoritas de Pablo Neruda y se lo puede entender. Toto nace de un repollo y lo recoge una dulce anciana fabulosa que apenas tiene el tiempo de enseñarle las matemáticas y el buen comportamiento antes de sucumbir a una rápida enfermedad. Toto, todavía niño, asiste solitario y silencioso al melancólico sepelio en un neblinoso día milanés. La grande y oscura carroza tirada por caballos camina a paso cansino, tras la cual el pequeño Toto de repente se ve acompañado por dos delincuentes que intentan disimularse ante unos policías que los persiguen. Luego la soledad, el eco de los cascos sobre el empedrado y un niño caminando entre nieblas. Emoción sostenida, sin patetismo y con toda la sencillez humanista de uno de los grandes del Neorrealismo.
El «Otello» (1952) de Orson Welles comienza con un funeral al aire libre, ceremonial y multitudinario. Es el de Otello y Desdémona. Filmado con rigor compositivo ejemplar, que enlaza movimientos, música y montaje. Los dos cadáveres son llevados por hileras de monjes recortados contra un horizonte amenizado de arquitecturas militares. De pronto, en sentido contrario unos soldados arrastran a un hombre encadenado: es Yago, que será encerrado en una jaula de fierro y colgado en las alturas, desde ahí podrá ver el fruto de su odio. Bellísima escena que Shakespeare no escribió, pero que habría aceptado.

«Ikiru» (Akira Kurosawa, 1952)
«Ikiru» (1952) de Akira Kurosawa es un relato chejoviano envasado en una deslumbrante lección de montaje cinematográfico y con un protagonista, Takashi Shimura, para quien no habrían suficientes Oscar que lo celebraran. Watanabe es un oscuro empleado municipal al que le diagnostican un cáncer incurable. En la segunda parte de la película ya ha muerto, pero en su velorio compañeros de trabajo y familiares van descubriendo aspectos del muerto que no habían sabido interpretar y también se van despejando algunas mentiras oficiales. Una serie de recuerdos de los asistentes al velorio irán ilustrando las opacidades de una vida mediocre en busca de redención. La obtendrá creando las circunstancias para que su oficina construya una placita de juegos infantiles en un barrio popular. Ahí irá una noche a columpiarse bajo la nieve. Hubiese bastado este título para darle la celebridad a su autor.

«Funeral de Estado» (2019) documental de Sergei Loznitsa. El reinado de Stalin, soberano del país más grande del mundo y dictador totalitario como ha habido pocos, significó más de veinticinco millones de muertos. La mayoría de ellos no tuvo un funeral.
Dios ha muerto
«Funeral de Estado» (Sergei Loznitsa, 2019). Documental de reciente montaje, aunque el material de archivo que lo compone fue filmado en marzo de 1955 en la enorme extensión del imperio soviético. Es una recopilación de una infinita cantidad de filmaciones hechas durante los funerales de Stalin.
Fácil es que con una descripción así uno desee evitarse las dos horas y cuarto de proyección, sin embargo, el montaje es tan agudo y las filmaciones tan impresionantes que resulta difícil substraerse al hipnótico atractivo de tan largo desarrollo. Y es que se trata de los funerales de uno de los faraones del siglo XX, soberano del país más grande del mundo y dictador totalitario como ha habido pocos, afortunadamente, en la historia.
Todo es descomunal. Las infinitas filas de ciudadanos acongojados, los discursos y homenajes en todos los rincones del imperio, las procesiones y las coronas, de tales dimensiones que pareciera como si todas las flores del planeta hubiesen sido cortadas al final de aquel invierno. Gran sabiduría la del realizador en no agregar comentario alguno a las imágenes y tratar de mantener los sonidos originales. La retórica verbal de la época se comenta sola: “Su corazón de acero no dejará de latir” y un rosario de expresiones similares, que intentan asegurar la inmortalidad del Sistema. Ahora resulta evidente que el materialismo profesado no estaba exento de manifiestos elementos religiosos.
El efecto de acumulación de procesiones, desfiles, dignatarios acongojados, coronas y banderas reiteradas hasta el infinito termina causando un efecto casi hipnótico en el espectador, que puede derivar en la impresión de estar viendo una película de ciencia-ficción o una invención fantástica como la de «El arca rusa» de Sokurov.
Un solo cartel al final redimensiona todo: el reinado de Stalin significó más de veinticinco millones de muertos. La mayoría de ellos no tuvieron un funeral.
Velorio a la chilena
«Largo viaje» (Patricio Kaulen, 1967). Música, fotografía y ambientación hacen de la secuencia del velorio del angelito, costumbre tradicional ya desaparecida, algo de lo mejor filmado nunca en nuestro cine.
Foto portada: «El tesoro de Arne» (Mauritz Stiller y Gustav Molander, 1919)