

Todos hemos soñado con hacer desaparecer a nuestros enemigos, pero los tiranos suelen cumplir el sueño y eso los hace contradictoriamente atractivos. Se creen la muerte, porque representan una de sus formas: la del abandono voluptuoso a la crueldad.
Por_ Vera-Meiggs
Francis Fukuyama, en reciente entrevista televisiva advertía sobre el peligro que la pandemia lleve a que las masas en su angustia se sientan tentadas por las sirenas del populismo y se dejen llevar por la seducción autoritaria.
Ya fue así cuando la crisis del 29 difundió la inquietud de la población mundial y llevó en algunos años al fanatismo totalitario y su lógica consecuencia: la más espantosa de las guerras. Puede que la situación actual esté demasiado fresca y en desarrollo como para pensar que algo así volverá a suceder, pero el aire está enrarecido y es conveniente estar alertas.
El cine ayuda. Ha filmado tiranos desde que uno de ellos, inteligente y culto, reconoció en él su intrínseco valor. Fue Lenin en el lejano 1918. Desde entonces todos los dictadores apreciaron este arte como un instrumento importante para sus fines. Hubo alguno que no, que prefirió la televisión, aunque no fuera más que para constatar que era el villano de su propia película.
Excepción de la regla confirmada.
Tiranos filmados hay muchos porque, aunque nos espanten, también nos atraen con el secreto deseo de ser como ellos. “¡Que le corten la cabeza!”, dice arbitrariamente la Reina de Corazones de «Alicia en el país de las maravillas». Todos hemos soñado con hacer desaparecer a nuestros enemigos, pero los tiranos suelen cumplir el sueño y eso los hace contradictoriamente atractivos. Se creen la muerte, porque representan una de sus formas: la del abandono voluptuoso a la crueldad, palpitación subterránea que nos acompaña siempre.
Varios autores calificados afirman que el Arte Cinematográfico comenzó en 1920 con «El gabinete del doctor Caligari» (Robert Wiene), justamente una metáfora de los tiranos que habían llevado a la Primera Guerra Mundial. Que a él le haya seguido un ejército de secuaces similares (Nosferatu, Golem, Humunculus, Dr. Mabuse y después Frankenstein y la Momia) indica con claridad cómo la idea terrorífica del poder estaba cómodamente instalada en el epicentro del imaginario colectivo.
Algunos de sus colegas, pero de existencia histórica y que nos siguen determinando desde sus nichos perpetuos.

Bette Davis en «Elizabeth y Essex» (1939), de Michael Curtiz.
Isabel I Tudor (1533-1603)
El cine, tan anglo-sajón siempre, se ha sentido comprensiblemente fascinado por ella. Después de todo simboliza la hegemonía del capitalismo que padecemos y que tanto hizo engordar a la Rubia Albión y a su idioma. Eso no ha evitado que se la haya visto siempre críticamente, en sus contradicciones, crueldades y gestos despóticos, frustraciones íntimas y celebraciones del ego. Nunca ha dado una obra maestra cinematográfica, pero no ha habido ninguna gran actriz que no le haya hecho justicia. Quizás la mejor fue Bette Davis en «Elizabeth y Essex» (1939), de Michael Curtiz, donde la actriz despliega todos sus tics más famosos, pero llega a conmover. Errol Flynn y Olivia de Havilland completan un cuadro romántico en glorioso Technicolor. La Davis repetiría el rol quince años después en «La reina tirana» (Henry Koster), donde se encarga de hacerles difícil la vida a Richard Todd y Joan Collins. Otras intérpretes del rol: Flora Robson, Glenda Jackson, Cate Blanchett, Jean Simmons y recientemente Margot Robbie. Notable fue Judi Dench en «Shakespeare apasionado» (1998), de John Madden, que en sólo ocho minutos en pantalla se ganó el Oscar a Mejor Actriz secundaria.
El terrible padre de Isabel ha tenido un inolvidable intérprete: Charles Laughton en «La vida privada de Enrique VIII» (1933), de Alexander Korda, y en «La joven Bess» (1953), de George Sidney. Se esmeró también Robert Shaw en «El hombre de dos reinos» (1966) de Fred Zinnemann.

«La muerte de Luis XIV» (2016), de Albert Serra
Luis XIV (1638-1715)
72 años de reinado y una de las apoteosis del ego humano. Dos intérpretes famosos: Leonardo di Caprio en «El hombre de la máscara de hierro» (1988), de Randall Wallace, y Jean-Pierre Léaud, excelente en «La muerte de Luis XIV»(2016), de Albert Serra, cuidadoso retrato del ocaso del Rey Sol. En el extremo opuesto se ubica «La toma del poder por Luis XIV» (1966), la última gran obra de Roberto Rossellini. Un modelo de cine histórico, del análisis político y, al mismo tiempo, cuadro filológico de una época. El Rey, bajo y feo, es sagaz manipulador de su entorno y se transforma a sí mismo en el centro de un espectáculo para controlar mejor a todos. Hay escenas, como la del despertar del rey, que son una didáctica ilustrada de la historia, como también la de los médicos que intentan sanar al cardenal Mazzarino. Es casi imposible substraerse al carisma extraño del protagonista y a la inteligencia del relato.
Iván IV, el Terrible (1530-1584)
Basta un filme para definirlo para siempre: «Iván el Terrible» (1944), de Sergei Eisenstein, no admite competencia con otras visiones del tremendo personaje por la sencilla razón que no resistirían la comparación. La de Eisenstein es una imagen tan completa y poderosa que luchar contra ella es como subir un cerro de espaldas. Stalin fue el generoso financista que buscó un monumento a su propia grandeza épica, muy necesario en tiempos de la guerra, pero que Eisenstein transformó en una épica nacional que no se detuvo en las reglas del partido, ni en el panfleto bélico que se pretendía.
Nada en ella es resultado de un gesto espontáneo, sino que lo contrario: la composición estudiada, el montaje certero, los actores con ojos desorbitados y con los incómodos ropajes de una gran tragedia. Todo es magnífico, hermoso, superlativo. Deslumbrante espectáculo y estilización soberbia cuya grandeza es mayor que la del tirano financista.
Iván es el primer zar de todas las Rusias y para lograrlo sacrifica y se sacrifica en pos de su misión histórica. En la segunda parte, «La conspiración de los boyardos» (1946), la concentración trágica es aún mayor y la ambigüedad de sus lecturas fue demasiado para aquellos brutales tiempos y la película hubo de esperar la muerte del dictador para poder ser vista. Nicolai Cherkassov sostuvo el rol protagónico para la envidia de todos los actores del mundo mundial.

«Vincere» (2009), de Marco Bellocchio.
Benito Mussolini (1883-1945)
No esperó a que el cine italiano buscara darle una imagen adecuada en pantalla. Lo hizo él mismo haciéndose traer una producción hollywoodense al propio territorio en que él era el Hado Padrino Fascista que salvaba el destino de unos amantes destinados a poblar el mundo de camisitas negras. «The eternal city» (1923) era el nombre de este melodrama en que il Duce hacía de sí mismo. Rod Steiger lo interpretó mejor en «Mussolini: último acto» (1975), dirigida por Carlos Lizzani.
Pero más interesante es «Vincere» (2009), de Marco Bellocchio, en que el tirano aún no lo es, pero se ensaya con su desdichada amante (la magnífica Giovanna Mezzogiorno) con la que se casa por la Iglesia y tiene un hijo, pero una vez en el poder buscará cancelar a ambos de su vida. Un melodrama desbordado, fascinante y bien filmado que echa luces sobre una historia trágica y poco conocida del creador del fascismo.

«La caída» (2004), de Oliver Hirschbiegel.
Adolf Hitler (1889-1945)
Ha sido interpretado por al menos dos grandes actores: el británico Alec Guiness en «Hitler, los últimos diez días» (1973), de Ennio de Concini; y por el suizo Bruno Ganz en «La caída» (2004), de Oliver Hirschbiegel. Pero ha sido Charles Chaplin el que más arriesgó y más obtuvo con el personaje en «El gran dictador» (1941). “Un filme construido sobre un bigote”, como se dijo certeramente. La imitación que el Führer hizo del adminículo capilar del genio cómico le fue devuelto por éste con una mofa inolvidable. Puede que no sea la mejor película de su autor, pero está compuesta de algunas escenas imborrables, como aquella muy famosa del juego con el globo terráqueo. ¿Será posible imaginar un infierno en que el condenado esté obligado a ver esta película por toda la eternidad? El austríaco, copión de bigotitos, lo merecería.
Trilogía Sokurov
Alexander Sokurov es el más respetado cineasta ruso de la actualidad. Fascinante es su estéticamente refinada trilogía de tiranos, compuesta por «Moloch» (1999), dedicada a Hitler; «Taurus» (2000), sobre el ocaso de Lenin, y «El sol» (2005), protagonizada por Hirohito al final de la guerra. Las tres son grandes ejemplos de estilización refinada y de agudeza en el retrato de la intrahistoria del poder.
El único que se redime es el emperador japonés, que abdica de su condición divina. Hoy su nieto conserva el puesto.