

Dos cineastas juguetonas y una muy seria revisan lo social.
Por_Vera-Meiggs
Al restringirse la natural y biológica necesidad que tenemos de juntarnos, la Epidemia suscita apetitos que estaban dormidos, como los sueños de esa razón que Francisco de Goya denunció en un famoso grabado a comienzos del siglo XIX. Uno de esos deseos larvados es el de comprobar que las ideas que tenemos sobre la realidad que nos rodea sean efectivas, comprobables, evidentes y, especialmente, compartidas con todos. “Todo el mundo dijo que…”, “Estaba todo el mundo en la fiesta de…”, “Creo que todos estamos de acuerdo en…” y otras perlas semejantes, parecieran surgir de una atávica necesidad de aseveración confirmante, de solidez consensuada, que así nos acurruca en el seno de la igualdad y semejanza. Ser igual a todo el mundo puede llevarnos a desear pensar como todo el mundo y sabemos que la sicología de masa puede conducir derechito al totalitarismo, es decir, al sepulcro del individuo, a la lisa y tersa superficie del sometimiento. Sobre ella se desliza en patines El Gran Dictador.

Carey Mulligan protagoniza «Joven prometedora», dirigida y escrita por Emerald Fennell, reciente ganadora del Oscar al mejor guion.
Los peligros del populismo pasan por dejar de lado la riqueza del diálogo, las variables individuales, las sorpresas de la dialéctica y el suspenso de los juicios radicales. Es decir, todo aquello que justifica la inversión que la sociedad debe hacer en la creación de objetos estéticos, o sea, interpretables. Eso molesta a los militantes de las causas únicas, a los salvadores de las patrias, al candidato, o candidata, que tiene toda la razón, en todo. Para contrarrestar eso: el buen cine. Las películas siempre han debido responder a las expectativas que se crean a su alrededor, pero su eterno interés está en cómo escamotean dichas expectativas y crean otras.
Esa tensión por descubrir un aspecto nuevo de la realidad es lo que nos arrastra a los cines, en cuya oscuridad descubrimos, reconocemos tal vez, lo que ya sospechábamos sin haberlo visto antes. Pero, claro, existe también el cine militante, que es el que detesta eso. Desea sólo confirmar sus tesis, ya comprobadas “por todo el mundo”.
Jugando a la militancia
Usar los tópicos concientemente es una de las estrategias creativas más saludables para alejarnos de lo discursivo, programático y demostrativo. Todo aquello que momifica un relato, el que sea. «Joven prometedora», dirigida y escrita por Emerald Fennell, reciente ganadora del Oscar al mejor guion, parece ofrecer bastante poco en su primera escena, lo que es parte de su juego. Grupo de amigos de oficina en un bar y una chica borracha al fondo del local, ellos comienzan a apostar por cuál de todos la abordará para “ayudarla” a llegar a su casa. El más “caballero” se ofrece gentilmente y nadie, espectadores incluidos, cree mucho en tanta cortesía. Todo lo que suponemos se cumple, pero algo tiene un vuelco inesperado y nuevas promesas nos colocarán frente a una insólita protagonista, bendecida por la actuación camaleónica y juguetona de Carey Mulligan, que mucho contribuye a que el relato sepa conservar ocultas partes de sus reglas, sin que nos distanciemos más de lo necesario. En este constante dosificar la información no logramos anticipar la dirección más obvia de la acción, lo que nos mantiene cautivados por la extraña protagonista y su conducta de creciente tensión, mientras paralelamente los personajes masculinos responden a los trazos más recurrentes de los clichés del feminismo: sólo piensan en aquello.
Cuando ya todo parece armarse en el sentido más evidente y la unidimensionalidad de los hombres parece más que confirmada, aparece la variación que nos libra de los lugares comunes y vuelve a dar aire a un relato amenazado por las rarezas y los tópicos. Ya con este giro los peligros del discurso ideológico se alejan y el juego vuelve a mantener el interés inicial, pero ahora con el añadido de saber hacia dónde se dirige la aventura. Bueno, en realidad eso ocurre por poco rato, el suficiente como para ceder ante la nueva situación y crearnos expectativas sobre la posible redención masculina. Que algunas mujeres también caigan en las redes de la manipulación y se vuelvan defensoras del statu quo puede no ser novedoso, pero hace todo más plausible e imperfectamente humano.
La comedia tiene entre sus posibilidades la de sazonar con ingredientes variados un plato que puede ser ligero, para transformarlo en algo insospechadamente denso y sabroso. Es entonces que el juego erótico se vuelve macabro, pero no será esta la última deriva del relato.

«El agente topo», de Maité Alberdi.
Jugando al realismo
Más limitadas son las alternativas de lo serio y demasiado verdadero. Tal vez por eso triunfa «El agente topo», de Maité Alberdi, al no dejarse arrastrar a la galería del muestrario de lo patético y puramente triste. Su juego consiste en hacernos creer en una intriga que es sólo un pretexto, en un relato que se disuelve en la espesura de las emociones entrañables de sus personajes, que también son personas y cuya realidad nunca trata de apoderarse completamente de la cámara. Se ha discutido, a veces con ramplonería digna de mejor causa, sobre la verdadera filiación de la película: ¿Documental o ficción? Ya el Neorrealismo se hacía esas preguntas y Cesare Zavattini, uno de sus mayores nombres, dijo en una ocasión que eran la izquierda y la derecha de cualquier organismo narrativo.

Frances MacDormand en «Nomadland», de Chloé Zhao.
Justamente lo contrario que le sucede a «Nomadland», de Chloé Zhao, cuya sinceridad y gran respeto por la seriedad de la realidad, logra que la verdad se exponga completa, con total naturalismo y sin misterio posible. Eso hace que no se dude de lo que se está viendo, pero se corre el riesgo también que esté todo dicho en los primeros quince minutos.
Todo es muy correcto políticamente, pero si no nos llevamos material para interpretar en casa, nos quedamos con la información y algunas esporas de sugerencias que flotan por aquí o por allá, debidas principalmente a la actuación de Frances MacDormand. Sobre el resto predomina un tono monocorde de melancolía al que las pequeñas variaciones rítmicas de las escenas apenas pueden amenizar. Tal vez la mirada de la realizadora se haya sosegado a una excesiva prudencia política, dada su condición de extranjera. El resultado, descafeinado, parece la versión oficial, trivial, sobre un tema y sobre una cuestión social. Todo lo cual es muy correcto, pero no remueve mucho las certezas que podemos tener sobre las vidas lejanas de esos otros, los nómadas.
¿Mera constatación quizás? ¿Cine para que todo el mundo diga que…?