

El museo Jacquemart-André presenta por primera vez en suelo francés la retrospectiva más grande de Joseph Turner. Un recorrido por la obra del máximo representante de
la época dorada de la acuarela inglesa, el mismo que explotó los efectos de la luz y la transparencia para abrirle paso a las vanguardias del siglo XIX
Por_ Alfredo López J.

J.M.W. Turner (1775–1851)
«Quai de Venise, palais des Doges», expuesto en 1844, óleo sobre tela, 62,2 x 92,7 cm
Foto © Tate
En la historia de los préstamos y las colaboraciones entre museos, esta es una de las más relevantes y extraordinarias. Un largo proceso de conversaciones entre la Tate de Londres y el Jacquemart-André que finalmente ha permitido la llegada de sesenta acuarelas y diez óleos a la concurrida galería del Boulevard Haussmann, en pleno centro parisino.
La muestra, que se puede visitar hasta fines de enero del 2021, reúne varias obras que Joseph Turner (1775-1851) dejó acabadas para su venta, pero además suma una serie de óleos y acuarelas que quedaron en su estudio después de su muerte y que fueron donadas después por la familia al Reino Unido para ser parte del acervo de la Tate londinense. Con carácter propio y gran fuerza expresiva, apa- recen además una serie de bocetos experimentales que confirman la permanente cercanía de Turner con la Naturaleza.
El escritor John Ruskin, uno de los primeros en estudiar este legado como un universo único, explicaba que Turner produjo la mayoría de estas obras “para su propio placer”, pero que al mismo tiempo revelan toda la modernidad de un pintor que se formó en medio de una rígida corriente romanticista, algo que fue dejando de lado con absoluta conciencia y gran delicadeza.
Como si se tratara de una tarea que debía ser lenta, casi invisible, el pintor fue sumando elementos de composición y modernidad que ahora hoy todos observan como una labor precursora de los movimientos impresionistas que marcaron la pintura de los años posteriores en todo el mundo.
Esta vez se trata de una colección íntima que ofrece perspectivas únicas sobre la mente, la imaginación y la práctica privada del artista, un joven que nació en un humilde entorno familiar, donde el horizonte estaba marcado por las estrecheces económicas de un padre que elaboraba pelucas y una madre que se volvió loca después de la repentina muerte de su hija, la hermana menor de Joseph.

J.M.W. Turner (1775–1851), «Un paysage italianisant idéalisé avec des arbres au- dessus d’un lac ou d’une baie, éclairé par un soleil rasant», hacia 1828–1829, acuarela sobre papel, 31,2 x 43,9 cm, Foto © Tate
Una nueva velocidad
Comenzó primero con estudios formales de arquitectura, perspectiva y topografía hasta que ingresó en la escuela de la Royal Academy con solamente catorce años. Allí inició una trayectoria marcada por la observación y los viajes. Lentamente fue escapando de las tradicionales convenciones de la pintura para desarrollar técnicas muy personales. Sus primeros trabajos, de gran realismo topográfico, fueron cambiando a paisajes nublados que incorporaban los elementos de la Revolución Industrial que se hacía sentir en toda Inglaterra. En esa atmósfera casi veneciana de árboles, cúpulas de iglesias y lagunas encantadas, irrumpían trenes a toda velocidad, chimeneas industriales y modernas torres de fábricas que comenzaban a poblar campos y ciudades.
Pronto se acostumbró a realizar viajes de verano, siempre acompañado de sus cuadernos de boceto para ir en busca de temas inspiradores para cumplir encargos o para ampliar sus participaciones en las exposiciones de la Royal Academy. Cada vez se alejaba más del convulsionado Londres para explorar el sur y el oeste del país, también Gales y después las colinas escocesas. Una época de oro en la que el Imperio Británico se extendía por todo el planeta, pero que no permitía el viaje de sus artistas al resto de Europa por la guerra contra Francia en pleno Canal de La Mancha. Un escenario que trajo entre los artistas un espíritu patriota y donde el paisaje de la campiña inglesa se convirtió en un sello de orgullo nacionalista. Las escenas con huellas de industrias, remolques y nuevas tecnologías de Turner, sin embargo, hablaban de una nueva grandiosidad a partir de los avances de la era moderna, algo que entusiasmó a grandes coleccionistas, como el anticuario Sir Richard Colt Hoare de Stourhead y William Beckford, el magnate dueño de Fonthill Abbey.

J.M.W. Turner (1775 – 1851) «La Visite de la Tombe», expuesto en 1850, óleo sobre tela, 91,4 x 121,9 cm Foto © Tate
De regreso a la paz
La breve Paz de Amiens entre Reino Unido y Francia en 1802 por fin permitió el desplazamiento entre ambos países y el resto de Europa. De ese modo,Turner pudo descubrir la grandeza de los Alpes Suizos y estudiar a los antiguos maestros en el Museo del Louvre.
En 1804 abrió su propia galería en Londres con el fin de presentar ahí muestras anuales con sus óleos y obras en papel y, tres años después, se convirtió en profesor de perspectiva en la Royal Academy. También buscó consolidar su reputación como estudioso del paisaje a través de los ambiciosos grabados de su «Liber Studiorum», publicado entre 1807 y 1819 e inspirado en el «Liber Veritatis» de Claudio de Lorena.
Establecida por fin una paz duradera en Europa en 1817, el artista recorrió Bélgica, los Países Bajos y Alemania, una suma de viajes que mantuvo por casi treinta años. Su gran foco de atención fueron ríos y regiones montañosas. Ya en 1819 llevaría a cabo su gran travesía de seis meses por Roma, Nápoles y Venecia. Fue un período clave en su carrera, durante el cual acentuó su cultivada atención a la luz y el color. En Francia, a lo largo del Sena, además elaboró acuarelas y gouaches dedicados a paisajes, ciudades y pequeños pueblos.
Pocas veces realizó sus acuarelas por completo al aire libre, porque decía que “le tomaban demasiado tiempo”. Su método era reunir apuntes para luego agregar detalles y color. Sin embargo, algunos de los paisajes alpinos que creó en 1836 en Francia, Suiza y el valle de Aosta, son quizás una excepción. En 1818 se le encargó ilustrar, para ediciones comerciales, los escritos del poeta y novelista Sir Walter Scott, además de los poemas de Samuel Rogers.

J.M.W. Turner (1775 – 1851) «Jumièges», hacia 1832, gouache y acuarela sobre papel, 13,9 x 19,1 cm
Foto ©Tate
Algunas de las mejores acuarelas de Turner datan de la última década de su trayectoria y se destinaron a un círculo selecto de coleccionistas o admiradores de su creación más vanguardista. Fue cuando confirmó un nuevo gusto por pintar sin detenerse en la necesidad previa de dibujar.
En su último viaje a Venecia, en 1840, se inspiró en la producciónde una multitud de acuarelas y de varias pinturas donde representó a la ciudad en varias horas del día y de la noche. La interacción de la luz y los reflejos en el agua de la laguna eran capaces de disolver formas arquitectónicas como nunca antes se había visto.
En esos tiempos, la crítica se refería a Turner como un mago que “comandaba los espíritus de la Tierra, el Aire, el Fuego y el Agua”. Eso, porque los elementos naturales siempre estaban presentes en sus montañas y sus puestas de sol sobre lagos relucientes.
Por amor a los desmoronados
Después de más de medio siglo de trabajo y viajes, la salud de Turner comenzó a deteriorarse a sus setenta años. Permaneció en el norte de Francia durante dos estancias cortas, “siempre en busca de tormentas y naufragios” en la costa de la Normandía. Su obsesión era desarrollar estudios que mezclaban el mar, la costa y el cielo. Fue el momento en que se entregó a la meditación. Rodeado de aplausos y admiradores, decidió que era el momento de preocuparse por los artistas que, a diferencia de él, nunca habían alcanzado la gloria y que vivían casi marginalmente. Los llamaba sus “artistas desmoronados” y para ellos dejó un testamento que hasta hoy sigue en pie mediante la famosa beca Turner.
Ya en sus últimos años, visita a menudo la ciudad costera británi- ca de Margate, en la que hoy se encuentra el Centro de Arte Turner Contemporary. Allí, donde los límites del Támesis se funden con el horizonte infinito del mar bajo el cielo, Turner comienza a preparar su partida y a ordenar el futuro de una obra extensa y variada. El 19 de diciembre, en su casa de Cheyne Walk, en Chelsea, muere de cólera y de severas complicaciones intestinales. En medio de su agonía, pide ser enterrado en la Catedral San Pablo y que, por favor, nunca se olvidaran de sus “artistas desmoronados”.

J.M.W. Turner (1775-1851) «Coucher de soleil»,
hacia 1845,
acuarela sobre papel
24 x 31,5 cm Foto © Tate