

Mujer nacida en 1921, capaz de estudiar química y farmacia, criar tres hijos y llevar adelante una carrera en el mundo del arte, la propia María Martner tuvo la dureza de la piedra, el material que, según ella, es lo que nos conecta con la cordillera.
Por_ Miguel Laborde*

Mural Vida Oceánica, en Valparaíso. Foto: Carlos Figueroa / Wikipedia.org
En estos encierros pandémicos del año 2020, uno recupera momentos simples que ahora parecen ser propios de otra humanidad. Así, por ejemplo, caminar por una playa, sus roqueríos, con la vista baja para recoger piedras. Cómo no acordarse entonces de María Martner, la mujer que hizo de ello un rito, un acto poético, un ejercicio que fue el sustento de su trayectoria como muralista de piedras.
Su familia materna, los García Torreblanca, era de emprendimientos nortinos. Ella, desde sus primeros años, supo que las piedras, aunque estén abandonadas en el desierto y cubiertas de polvo, pueden ser bellas; incluso, pueden ser “preciosas” o contener plata, oro.
Todo puede suceder en su misterioso interior, tal como detectaron los pueblos antiguos –como el mapuche–, que distinguían a las que eran portadoras de energías positivas y reconocían a las montañas como las madres matrices de su enorme poder.
Todavía en el presente, Alejandro Jodorowsky anduvo por el mundo sin dejar atrás unas piedras que extrajo del muro de una casa del Barrio Lastarria.

Mural en el Balneario Tupahue. Foto: Plataforma Urbana
Vetas duras
Por el lado paterno, como rector de la Universidad de Chile, el padre de María Martner mal podría creer que el destino de una mujer estaba en su casa; era un adelantado. Esto permite entender que María, su hija, estudiara química y farmacia para ser una profesional y, de paso –lo que más le interesaba–, conocer la realidad científica de las piedras, en las cátedras de química orgánica. Eso sí, habría preferido mineralogía, pero las minas todavía eran territorio de hombres en esos años.
María llevaba años recogiendo piedras, desde niña.
Su padre supo apoyarla, y es que él mismo era un agradecido que le debía mucho a una oportunidad: fue uno de los tres talentos jóvenes que, en el año del Centenario, fueron enviados a formarse en Alemania; Claudio Arrau, Pedro Aguirre Cerda y él, Daniel Martner. Tres becados que, con creces, devolverían lo que el país invirtió en ellos.

Monumento a Bernardo O’Higgins en Chillán. Foto: Consejo de Monumentos Nacionales de Chile.
María se casó con un hombre que era también un cultor de la ciencia y el arte, Francisco Velasco, médico director del Hospital El Salvador de Valparaíso pero también pintor, escritor y profesor de Teoría e Historia del Arte en la Universidad Católica de Valparaíso.
Eran buenos entornos. Ella, a su vez, fue un ejemplo para su pequeño hermano Carlos, el que la siguió en sus mismos senderos de la piedra, el que la acompañó a las montañas. Juntos trabajaron las piedras de las canteras del San Cristóbal para crear ese lugar que se llama Tupahue, juntos hicieron el tributo monumental a Bernardo O’Higgins en Chillán Viejo –con piedras llevadas de todo Chile–, y juntos llenaron de piedras las casas del poeta Pablo Neruda, el primero en celebrar e impulsar el arte de María.
Fue en 1941, veinteñaera, cuando se afirmó en su vocación y entró a la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de Chile. En 1945, al casarse con Velasco, se trasladaría a Viña del Mar, donde terminará sus estudios. Es entonces cuando Neruda la conoce y, entusiasmado, se hace cargo de conseguirle una sala de exhibición en el Ministerio de Educación para que exhiba sus creaciones, todas hijas de las piedras chilenas.
Neruda también le prepara el catálogo y le escribe un poema, «Piedras para María», donde rinde tributo al material y a su intérprete: “dedos translúcidos/ de la secreta sal, del congelado/ cuarzo, o durí- sima herencia/ de los Andes, naves/ y monasterios de granito”… En el ministerio quedó su «Virgen indígena», instalada ese año de 1960.
Muy pronto sale del anonimato cuando, junto a su hermano Carlos, el arquitecto, transforman una cantera del San Cristóbal en un lugar de arte y recreación –el Balneario Tupahue–, donde ella elabora el gran mural de hermandad entre Chile y México, simbolizado por araucanos y aztecas, diseñado por el maestro mexicano Juan O’ Gorman y ejecutado por ella con piedras locales de nuestro país
De rico colorido y extensos 28 metros de ancho, por 7 de alto, incorpora piedras de distintos colores y tamaños que ella misma había recogido a lo largo de Chile, la obra se transformó de inmediato –1965– en un patrimonio santiaguino.
Al año siguiente Neruda le encarga un mural de tema marino y buen tamaño –3 metros de largo–, el que, a su vez, será una atracción en su visitada casa de Isla Negra.
Si ella había comenzado recurriendo a técnicas europeas clásicas –de romanos, bizantinos o venecianos–, a esas alturas ya tenía un sello propio. Por amor a las piedras, y como los talladores andinos precolombinos, aprendió a oír el material, que él hablara por sí mismo, evitando romperlo o pulirlo. Además le regaló a Neruda una obra para La Chascona, «Los peces del frío».
En las composiciones también había algo muy personal, su movimiento. No son figuras y elementos hieráticos, no aspiran a la eternidad clásica, hay en ella un dinamismo contemporáneo que reconoce y asume lo perecedero, lo precario, del mundo. Sólo la piedra perdura…

Detalle del mural en homenaje a Bernardo O’Higgins. Foto: Consejo de Monumentos Nacionales de Chile.
Entra en la historia
Lo precario y lo imprevisto se apoderaron de Chile en 1970, en medio de un aire incierto. En un país occidental, un socialista –Salvador Allende– había llegado al poder por vía electoral. En ese contexto es cuando María Martner pasa a la historia en propiedad. Casi en simultáneo debe emprender el gigantesco mural que rendirá homenaje a Bernardo O’Higgins como Padre de la Patria en su tierra natal –Chillán Viejo–, y también la simbólica tarea de hacer el escudo patrio con piedras de todo Chile, con el propósito de ennoblecer la nueva casa de los presidentes de Chile, en el número 200 de la Avenida Tomás Moro, en la comuna de Las Condes, una obra de 3 metros de ancho por 2.70 de alto.
La obra del Parque Monumental Bernardo O’Higgins es un homenaje merecido, en especial si se considera que en 1930 se había demolido la casa del prócer; así se puso en valor su lugar de origen y, a partir de entonces, entrar a Chillán Viejo a admirar la obra de María se transformó en un rito de todos los turistas que viajaban por el sur.
No tuvo la misma fortuna su escudo nacional. Aunque quedó intacto tras el bombardeo de la casa presidencial, el de septiembre de 1973, tras ser adjudicada la residencia a la Fuerza Aérea fue cubierto de cemento y pintura. Algo inexplicable, hasta hoy. Mujer longeva, María pudo asistir a la restauración de la obra décadas después, e incluso colaboró con algunas ágatas que conservaba –regalo de Neruda–, para reemplazar las que habían desaparecido. Pálidas y traslúcidas correspondían a la blanca estrella.
María y su marido habían convencido a Neruda de compartir una casa en Valparaíso, la que hoy se llama La Sebastiana. Eso aumentó la relación con el poeta, pero el golpe de Estado interrumpió ese diálogo; por la muerte de él y porque los Velasco Martner, de públicas simpatías de izquierda, sufrieron la detención del padre de familia, la tortura de un hijo y seguimientos a una hija. Se fueron a California entonces, donde María aprendió un arte nuevo y de material más ligero –el cristal–, para hacer vitrales. Para experimentar una expresión nueva y ahora abstracta, recurrirá al clásico mineral nacional, el cobre. A su regreso se instaló en el barrio de Recreo, en Viña del Mar, donde regresará al contacto de la piedra aunque aportará su arte nuevo para reparar los vitrales de la Iglesia Matriz del Puerto.
Tres de sus murales son hoy Monumento Nacional, desde el año 2015, en un ciclo de reconocimientos a grandes creadoras olvidadas: el del San Cristóbal, el de Chillán y el Vida Oceánica de su querido Valparaíso; algo que nunca supo, puesto que ya había fallecido, cinco años antes.
Nunca dejó de pensar en la cordillera. Algo extraordinario de Chile según ella, una cantera infinita pero también un repertorio inagotable de formas, colores, minerales y fósiles marinos; un universo al alcance de la mano.
*MIGUEL LABORDE es Director del Centro de Estudios Geopoéticos de Chile, director de la Revista Universitaria de la UC, profesor de Urbanismo (Ciudades y Territorios de Chile) en Arquitectura de la UDP, miembro del directorio de la Fundación Imagen de Chile, miembro honorario del Colegio de Arquitectos y de la Sociedad Chilena de Historia y Geografía, y autor de varios libros.