

Puede que la primavera sea la estación más aérea; el verano, la del fuego, y que el invierno esté dominado por las formas del agua. Entonces, el otoño debe ser la estación de la tierra.
Por_Vera-Meiggs

«El espejo» (1974), fragmentada y elusiva autobiografía del afamado director ruso Andréi Tarkowski.
Se dice que no había historia cuando la Tierra era más abundante que sus habitantes. El sedentarismo cambió las cosas y las suposiciones de la antropología moderna señalan a la mujer como responsable, no sólo por probar la manzana aquella, sino también por haber comprendido primero el proceso de la semilla al fruto. Tal vez por eso la Tierra y el principio femenino aparecen íntimamente relacionados en cosmogonías universales y en simbologías múltiples. La fascinación por las tierras ajenas ha encontrado en el “Érase una vez en un lugar muy lejano” una nueva y deseable forma de expresarse. La vinculación con el propio paisaje se ha vuelto tan atávica y universal que está a la base de todos los conflictos que nos atormentan. El cine esparció su imagen en territorios antes impensados. Incluso ha dado un género, el western, que no es sólo estadounidense y que básicamente consiste en un conflicto por la posesión de la tierra.
Ahora que debemos permanecer en casa por razones de salud, ver otros paisajes en pantalla se ha vuelto un bálsamo imaginario, o un turismo virtual que sigue moviéndonos sin desplazarnos. Demos vuelta a la Tierra comenzando por el Oriente.
«Los 7 samurai» (1954). El éxito de un tema tiende a repetirlo. Más de siete veces se ha filmado esta historia desde que el cineasta japonés Akira Kurosawa (1910-1998) hiciera la primera y definitiva versión. Un western a espadas en un Japón pobre y campesino que no sabe cómo defenderse de los malhechores de turno. Pero ahí aparecen los siete del título, también necesitados de comida y dignidad. La defensa del territorio debió parecer en aquel momento una historia enaltecedora y secretamente naciona- lista: Japón estaba ocupada por Estados Unidos después de sufrir su derrota mayor en milenios de historia. Pero afortunadamente es mucho más que eso, es una aventura apasionante y apasionada por la defensa de los débiles y el combate contra la iniquidad. Debe ser de las películas más entretenidas, pero también de las más ricas en humanidad que se hayan filmado nunca. La batalla final bajo la lluvia es una obra maestra de puesta en escena y de acción.
«Tulpan» (2008). Kazajistán (Asia Central) posee casi las dimensiones de Argentina, la población de Chile y escasísimo relieve. Es independiente desde hace treinta años y ha sonado en el cine por esta película del cineasta kasajo de origen ruso Sergey Dvortsevoy (1962), que fuera candidata al Oscar al mejor filme extranjero. Asa es un joven que ha terminado como marino su servicio militar y desea tener su propia tienda y su propio rebaño, que le ha sido prometido por su cuñado siempre y cuando consiga esposa, pero la única joven disponible en la inmensidad no se deja ver porque lo único que desea es irse a la ciudad y estudiar en la universidad. Ahí está toda la historia, pero no todo el encanto que la película reserva a espectadores pacientes, aquellos que saben disfrutar los acontecimientos nimios de una cultura que parece de otro planeta y en la que las raíces todavía parecen garantizar la felicidad.
«El espejo» (1974). Los rusos han santificado desde siempre su infinito territorio y su cine presenta múltiples ejemplos. Aquí uno entre tantos de alto mérito. Fragmentada y elusiva autobiografía del afamado director ruso Andréi Tarkowski (1932-1986) que bordea un mar de subjetivismo arbitrario y que se salva del hermetismo gracias al frecuente talento poético del cineasta. La infancia en el campo, la guerra, la separación de los padres y otros episodios se cruzan sin solución de continuidad y a veces rebuscadamente. Pero lo que mejor alcanza al espectador actual del otro lado del mundo es la fuerte identificación entre la mujer, la madre y la tierra, motivo reiterado y que permanece como pilar en la construcción del individuo. La enredada madeja alcanza al final una bella secuencia conclusiva que casi logra el milagro de darle sentido a todo lo anterior.
«Paisá» (1946). ¿Documental o ficción? Una discusión ni reciente ni novedosa. El Neorrealismo se construyó con esa pregunta y con ella algo del mejor cine del siglo XX. Roberto Rossellini (1906-1977) realiza en esta película un recorrido de sur a norte siguiendo la invasión de Italia por los Aliados. Está dividida en seis capítulos que corresponden a otras tantas zonas geográficas. Y el tono jamás se aparta de una estrecha vinculación con el acontecimiento verídico. El humanismo de los relatos no concede arranques al heroísmo o a la apología, sino que enfrenta con crudeza los horrores y errores de la guerra. Cada capítulo es independiente de los otros y está filmado como si hubiera sido captado casualmente por un camarógrafo que participa de la acción. Eso multiplica el efecto de verdad, que llega en el capítulo conclusivo a una tensión dolorosa que deja poco espacio a la esperanza y a las ilusiones posibles del futuro. Una tragedia y una de las obras maestras del cine.
«La batalla de Argelia» (1966). La guerra de liberación de Argelia fue la más clara demostración de que las luchas coloniales dejarían a Europa destronada de su secular poderío. Y así fue. El nuevo gobierno independiente comisionó al italiano Gillo Pontecorvo (1919-2006) esta película-monumento a la nueva nación, pero el inteligente cineasta no se contentó con eso, sino que también quiso mostrar el lado de los franceses, por lo que fue muy criticado por los argelinos y la prensa de izquierda. En cambio, alcanzó una más amplia perspectiva que elevó el filme por sobre su circunstancia, siendo hoy un ejemplo de vibrante alegato por la libertad de los pueblos.
Con un asertivo guion de Franco Solinas y la participación de no-actores, al mejor estilo del Neorrealismo, la película posee momentos magníficos y algunos fragmentos sobrantes, pero sigue diciendo mucho sobre la defensa del propio territorio y contra el imperialismo. Ganó el León de Oro de Venecia y postuló a dos Oscar: Mejor Dirección y Mejor Guion.
«Shane, el desconocido» (1952), también conocida como «Raíces profundas». El conflicto entre ganaderos y cultivadores tantas veces narrado encuentra con el cineasta George Stevens (1904-1975) una transparencia de la forma y unos personajes con mucho de arquetipo, aunque dotados de infrecuentes matices morales. Shane (Alan Ladd), experto tirador con problemas de conciencia, toma partido en un conflicto entre dueños de tierras que quieren a toda costa evitar el uso de las pistolas que en el pasado los llevó a la guerra civil. Pero la codicia empuja todo a un duelo final. Apasionante y entretenida, pausada y melancólica, la película sigue dando la impresión de ser tal vez mejor de lo que es. Importa poco a fin de cuentas, ya que trae el recuerdo de los viejos tiempos en que los gringos eran los buenos. Hoy aparece fechada en varios aspectos (el villano interpretado por Jack Palance, por ejemplo, mientras el protagonista infantil es de un rubio casi publicitario), pero no ha perdido eficacia narrativa. La defensa de la tierra es su gran tema, amenizado de variantes que la siguen haciendo atractiva.
«Un lugar en el mundo» (1992). Adolfo Aristaraín (1943) hace una elegía sobre una generación derrotada por las atroces dictaduras latinoamericanas de los años 70. Una madura pareja de ex militantes anima una cooperativa agraria y una comunidad en un apartado territorio que busca representar simbólicamente a todo el continente. Hasta allá llega un español desencantado haciendo prospecciones petroleras y una atractiva monja tercermundista, pero los grandes poderes económicos amenazan al singular grupo. Inspirada casi literalmente en las formas y temas del gran John Ford, la película, de formas muy clásicas, mezcla ironías, sentimientos, ilusiones y amor por un territorio desamparado, pero desde el que siempre puede surgir, todavía, un cambio que humanice la sociedad. En su momento generó polémicas y su propio país productor, Argentina, la hizo descalificar en su candidatura al Oscar, alegando vicios en la inscripción.
¿Quizás «La frontera» (Ricardo Larraín, 1992) nos haría quedar bien en este tema?