


Wally Wood es el autor de esta portada, el horror de Otto Dix en clave comiquera.
En 1946, el Oscar a la mejor película se lo lleva «Los mejores años de nuestras vidas» («The Best Years Of Our Lives»). La historia narra la difícil reinserción de un veterano de la Segunda Guerra, quien pierde ambos brazos durante el conflicto igual que Harold Russel, el actor que lo interpreta. Con embarazosas escenas de involuntario humor negro, la película explora el regreso a la familia y a los afectos del ex combatiente. A su paso sólo cosecha reacciones de temor y extrañeza. Un drama de aquellos, muy distinto de la narrativa bélica hollywoodense. En 1947, Milton Caniff (1907-1988) –“el Rembrandt de los cómics”, como lo calificó la prensa del momento– estrena la historia de Steve Canyon, un saludable veterano de guerra. Joven, guapo, triunfador. Un soldado que ganó sus batallas y, al parecer, quiere seguir en el frente. Ya desmovilizado, se dedica a pilotar aviones para su compañía Horizon Unlimited, financiada con los fondos que el Gobierno estadounidense destinó en premio a sus veteranos. Ni un asomo de trauma, al contrario, todo el clima de la serie resalta una voluntad afirmativa y optimista. Canyon es un aventurero de la vieja escuela, bueno para los combos y hábil con las chicas. Cero drama. La diferencia entre ambas producciones (la de Hollywood y el cómic) ilustra lo que podía esperarse de cada medio en ese entonces. Como el entretenimiento para todo espectador que eran, los cómics sólo podían ofrecer un limitado espacio para comprender de veras la guerra. La que fuera. La década siguiente verá aquello con otros ojos.
DISIDENCIAS BÉLICAS
Quizás las primeras excepciones aparecieron de la mano de autores definitivamente rupturistas. Harvey Kurtzman (1924-1993) o Russ Heath (1926) parecen sugerir la violencia y la locura de la guerra en historias cortas publicadas en revistas como «Frontline Combat» o «Two-Fisted Tales». Porque la guerra de Corea no gozaba del pedigrí ético de la Segunda Guerra Mundial. Era puro intervencionismo. Sólo un recorrido por las tapas de aquellas publicaciones nos permite entender que este conflicto está muy lejos del tono dulzón y patriotero de las producciones habituales. Las portadas de Kurtzman presentan un universo completamente salvaje y enajenado. Sus personajes se contorsionan del mismo modo frenético que lo harían los del pintor Egon Schiele si les inyectaran un litro de adrenalina. Las expresiones son extremas; explosiones y onomatopeyas espectaculares hacen aullar las páginas. Sus personajes desconocen el autocontrol de los héroes convencionales, actúan de modo frenético y en ocasiones sádico. Lejos de la hidalguía del héroe, los soldados parecen consumidos por delirios asesinos que anticipan en varios años las masacres protagonizadas por los soldados norteamericanos durante la Guerra de Vietnam. En otras, los vemos consumidos por el miedo y un desesperado deseo de sobrevivir. Ni heroísmo ni valor a lo Stallone. Se trata de un universo frío. Los personajes no permiten la identificación sentimental y parecen delineados por un Bertolt Brecht en clave pop. La violencia, hipertrofiada, convierte estas historias cortas en viajes acelerados a la pesadilla bélica. Sin parecerlo, actúan como críticas feroces a la maquinaria militar y a los supuestos humanitarios de los que se alimentaba su propaganda. En el cómic argentino, de la mano de Hugo Pratt (927-1995) y la narrativa de Héctor Oesterheld (1919-1978), «Ernie Pike» puede ser leído en una dirección similar, pero, claro, detrás de los guiones estaba un autor cuyo compromiso político no hizo más que crecer.

«Master Race» de Bernie Krigstein, 8 páginas fundamentales en la historia del cómic.
LA GUERRA DE LOS CIVILES
Los cómics de Kurtzman, como las parodias de «Mad» (también las hizo de guerra), adelantan el clima contracultural que llena los medios durante la década del 60 hasta rematar en la eclosión underground. Sin embargo, pese a su acidez, no exploran con detención las consecuencias profundas del conflicto. ¿Qué pasó con las víctimas y los pueblos arrasados por las batallas? ¿Cómo fue la relación entre civiles y soldados? ¿Cómo vivieron sus vidas tras el horror? En principio, aquellos temas podían parecer más propios del género ensayo o derechamente del drama. Para el cómic, explorar aquellas preguntas significaba –de seguro– abandonar la acción y la aventura. Pero hubo quienes se animaron a hacerlo. Bernie Krigstein (1919-1992) dibujó la dramática «Master Race» para la revista «Impact», una de las muchas publicaciones dirigidas por William Gaines (1922-1992) y Al Feldstein (1925-2014).

Kurtzman además de guionista era dibujante y portadista.
Su historia de una víctima de los campos de concentración reúne drama y suspenso en cuotas iguales. En ocho páginas, Krigstein consigue hacer del relato, notable por sí mismo, una de las piezas mayores en la historia del cómic. Construida a partir de una voz en segunda persona, la narración se interna en el metro de Nueva York y capta el momento en que un ex prisonero de los campos de concentración encuentra a su antiguo torturador: el oficial Carl Reissman. “Tú nunca olvidarás, ¿podrías hacerlo Carl Reissman? Incluso aquí, en Norteamérica, diez años después y a miles de millas de tu natal Alemania…”, así abre la historia. El dibujo que acompaña este monólogo interior –entre la víctima y su victimario– es un preciso contrapicado del torturador mientras se interna en el metro. Krigstein se vale de un rítmico montaje de viñetas y su dibujo, de angulosas y alargadas figuras, es de un contenido expresionismo. Con ángulos dramáticos y raccontos de la era nazi, las páginas se internan en la conciencia de la víctima y en su ansioso, pero pausado, camino a la venganza.
SALTO EN EL TIEMPO
En 2017, el dibujante Manu Larcenet (1969) las emprende con un guión ajeno, la novela «El Informe de Brodeck», del también francés Philippe Claudel (1962). En formato apaisado y resuelto completamente en blanco y negro, la obra es una pieza magistral. Como Krigstein, Larcenet se apropia de un texto ajeno hasta hacerlo suyo. Editada por Norma en un solo volumen, la obra de Larcenet se aproxima en espíritu a los cuadernos de «Claus y Lucas», de la escritora húngara Agota Kristof (1935-2011). En un pueblo ¿de Europa Central? un grupo de hombres, encabezado por el Alcalde, le encarga a Brodeck redactar cómo ocurrió el asesinato del extraño forastero que llegó al villorrio. Sabe que la misión es peligrosa. No sólo debe contar los hechos, debe justificarlos. Reconstruyendo el puzzle que acompañó la llegada y precedió al asesinato de aquel hombre, Brodeck revive los años anteriores al homicidio, cuando el pueblo sufrió el infierno personal y colectivo de una violenta ocupación militar. El territorio convertido en campo de concentración. Flashbacks que se alternan con la visita del extraño y los tensos momentos que preceden la escritura de su informe. Acompañado de su hijo, de su madre adoptiva y de su esposa (una bella mujer que susurra todo el tiempo una canción incomprensible), Brodeck parece el escriba de una desgracia que ocurrió y otra peor que está por venir.