

Pedro Montes es nuestro Charles Saatchi. Como el británico, también tiene una potente colección de arte. En el Mavi vimos su extensión y su foco en la escena de avanzada; ahora, una pequeña selección se exhibe en un nuevo centro artístico. Esta vez es el turno de autores más jóvenes, casi todos herederos de aquella tradición afín a la denuncia cifrada y a las estéticas económicas. Fotocopias, materiales encontrados o industriales y un cierto feísmo que contraría el esteticismo del espectáculo o ironiza con él, como lo hace Máximo Corvalán Pincheira con su pieza de momia y neón («New»). Otra novedad: también hay piezas latinoamericanas, un foco descuidado en nuestro panorama expositivo.
Ubicado en La Dehesa, el Centro Cultural el Tranque había organizado muestras de arte muy correctas (Matta, Sergio Castillo). Arte cercano a la política cultural de una alcaldía cuyo máximo logro es el caballo corralero XL, realizado por Francisco Gazitúa en la calle Alcalde Délano. Por eso sorprende gratamente esta muestra. En cualquier otro sitio las propuestas políticas del curador y de las obras serían, quizás, parte de la rutina artística, pero no en La Dehesa, donde la oferta artística es derechamente decorativa. Porque no nos engañemos, el arte político hace tiempo es una disciplina con ritos y prácticas de manual: forma de arte religioso para conversos. Tiene sus fieles y templos oficiales.
Con obras bien conocidas: una secuencia fotográfica de Paz Errázuriz, las pistolas de Mario Navarro o un infinito de su hermano Iván; la exposición incorpora piezas menos difundidas: una «Virgen Pelúa», de Isidora Bravo, que cumple literalmente con la propuesta del título, o una instalación del joven Sebastián Calfuqueo. La selección de las obras cumple con el propósito, presenta temas (relatos, si seguimos el título) que dan cuenta de una realidad chilena y latinoamericana muy lejana del american way of life del vecindario. También amplía la mirada con obras menos explícitas en su discurso: el sillón de Gumucio; o los «Pensamientos Húmedos», de Marlon de Azambuja, un par de cajones con huellas de manos sobre pasta de modelar. Aquí aparece una apelación a los sentidos, a la materialidad y a los procesos de producción. Porque si la video instalación de Calfuqueo emplea un lenguaje distante y mítico a la vez (para referirse a su mapuchidad), también desarrolla una poética de la producción. El autor excava el suelo y se sirve –al parecer– del barro extraído para construir el autorretrato escultórico que acompaña a su video. ¿Metáfora de su identidad?
Procesual asimismo es el dibujo del brasileño Cadu, obra expuesta en su momento en D21 (la galería de Montes) y realizada por un autito de juguete autopropulsado cargado con lápices de tinta. Las puntas de los tiralíneas se dirigían hacia el papel instalado al interior del corral de madera. La obra recordaba la tradición irónica inaugurada por las máquinas de dibujar de Tinguely. La adición de textos a lo largo de la muestra resulta un apoyo interesante y preciso incluso. Extractos de Gabriela Mistral y trozos de poesía contemporánea, acompañan las obras y amplían los sentidos, además de dar pistas al público. Algo que faltó en la puesta en escena de esta colección cuando fue exhibida en el MAVI, ahí la política del curador parecía destinada a los especialistas. Apelando a la literatura, a la política y a los sentidos, esta muestra parece abrirse al diálogo y, quizás, a la polémica.
Centro Cultural El Tranque (Av. El Tranque 10.300,
Lo Barnechea). Hasta el 5 de agosto.