


Vladímir Yegórovich Makovski, «Woman Looking at Earring in Pocket Mirror», 1916
Si Narciso pudo mirarse en el agua, nosotros podemos miramos en nuestros celulares, o en ascensores y vitrinas. Pero el espejo de bolsillo sigue siendo irreemplazable: su tamaño, portabilidad y fidelidad permiten un encuentro íntimo con nuestro rostro.
Entre el Medioevo y el Renacimiento, estos espejos florecieron como una alternativa a los ejemplares más grandes, por ejemplo, de cuerpo completo, que podían ser carísimos, incluso más que la pintura original de un gran artista. Esa es la razón por la que los espejos se enmarcaban, y los portátiles no fueron la excepción, ya que, hasta la actualidad, son sostenidos por una carcasa. Esa reminiscencia pictórica los protege de eventuales quiebres y, por supuesto, facilita su transporte a cualquier lugar. Con una cara de cristal o metal pulido, y la otra como funda protectora, este artilugio de bolsillo nos permite arreglarnos donde y cuando queramos. El tocador como espacio o pieza de mobiliario para el embellecimiento es una invención moderna, así que la existencia del espejo portátil ha facilitado la tarea durante siglos.

Espejo, bronce, China, siglo VIII, ø 16,2 cm. The Metropolitan Museum of Art, New York.
Pero el espejo no sólo se ha vinculado con la belleza. Desde su invención, se le ha atribuido una función milagrosa. Es cosa de acordarse de las supersticiones que rodean su mal uso o el tipo de adivinación que puede hacerse con él (la catoptromancia). En el antiguo mundo grecolatino, algunos espejos, cuyo diámetro no superaba los cinco centímetros, servían como ofrendas divinas o amuletos. En la época medieval, los peregrinos cristianos solían viajar con espejos portátiles para “captar” la imagen de un santo y llevarse consigo sus virtudes. «El espejo de Matsuyama», un precioso cuento anónimo japonés, relata el peculiar empleo que una adolescente le dio a ese objeto tan extraño en el mundo rural, pero absolutamente conocido en el urbano: un espejo redondo, de tersa superficie brillante y reverso ornamentado con flores y aves, en cuyo cristal creía ver la cara de su mamá recientemente fallecida, y no el suyo. La etimología revela que las palabras mirror y miracle están emparentadas gracias a su antepasado latino mirare, del que proviene no sólo ‘mirar’ sino también ‘admirarse por algo’.
En la Edad Media, los amantes podían regalarse coronas floridas, joyas y poemas, pero también espejos redondos de marfil, que medían alrededor de 10 centímetros. Eran artículos de lujo que usaban tanto mujeres como hombres, para embellecerse y recordar, a la vez, a sus seres amados. Como la ropa femenina no tenía bolsillos, podían llevarse colgados del cinturón o en el bolso, convirtiéndose en preciados accesorios. A veces, incluso, tenían una perforación para ser colgados en la pared. Este tipo de espejo se relacionaba con los libros: en su carcasa superior llevaba tallada tanto una escena proveniente de novelas de caballerías, como románticas cacerías en el bosque, o leyendas amorosas de moda, como la de Tristán e Isolda. Se hizo común la presencia de estos espejos en la literatura cortesana de los siglos XII y XIII, figurando como un regalo codiciado o la encarnación de una vanidad desenfrenada en «El romance de la rosa», de Guillaume Lorris y Jean de Meun, y el «Tratado del amor cortés», de Andrés el Capellán.

Clara Peeters, «Vanitas Self-portait», c.1613-1620.
En la pintura, la escultura y el cine, los espejos murales y portátiles se multiplican, simbolizando, entre otros sentidos, la condición efímera de la existencia. La artista flamenca Clara Peeters, en un posible autorretrato, sostiene un espejo de bolsillo, pequeño y abierto, que participa de una trama de objetos redondos y brillantes, como una burbuja o unas monedas, asociada al tópico de la vanitas.
Otra metáfora del espejo de mano es la identidad. En «Una mujer fantástica», de Sebastián Lelio, Marina, la protagonista, se observa en un espejo redondo que reposa sobre su pubis, mientras cavila sobre su incomprendido ser femenino. Es una de las escenas más hermosas y recordadas de la película que, al parecer, se inspiró en una fotografía de Armen Susan Ordjanian, de 1981. Abiertos, los espejos de bolsillo despliegan toda su utilidad y verdad. Cuando están cerrados, sus reversos exhiben el paisaje de una ciudad de ensueño, la foto de una actriz favorita o la caricatura de un grupo de música de culto, convirtiéndolos en cotidianas y pequeñas obras de arte. Embellecen su entorno mientras embellecen a sus portadores.