

Por_ César Gabler
Genio es un término desacreditado, un atentado a la democracia y también una explicación demasiado simplista a la hora de abordar la historia del arte y explicar su desarrollo. Pero en los tiempos de Turner los genios existían. Se los admiraba, se los emulaba, se los envidiaba. Quizás el maestro británico, de nombre tan extenso como su producción: Joseph William Mallord Turner (1775-1851) padeció por igual el influjo de aquellas pulsiones. Porque desde luego admiró a los grandes maestros, fatigando el tiempo en casas de coleccionistas para aprender de aquellas obras ejemplares; y luego los copió –y seguro envidió– con el mismo empeño que dedicó a su obra monumental. Al entrar a la sala de La Moneda, una presentación en formato bilingüe expone de manera sucinta lo que vamos a ver. ¿Con qué nos encontramos? Con ochenta y cinco acuarelas y obras sobre papel que atraviesan su producción e intereses. Una selección representativa entre las miles disponibles en la colección del museo británico. Sin recurrir a la cronología y sí a las obsesiones y pasiones del artista, la exposición permite muchas cosas. La primera, reconocer la importancia que un pintor de caballete le otorgó a un medio frágil y “menor”: la acuarela. La segunda, seguir su evolución artística y con ella el desarrollo de toda una disciplina, la pintura. Porque si se quiere explicar qué ocurrió con el arte a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, esta exhibición entrega sobradas pistas.
Un joven Turner aparece en «El Panteón la Mañana del Incendio». Anécdota y vista arquitectónica, la pieza muestra el correcto dominio de sus medios y poco más. Ni las figuras, ni la arquitectura destacan por sobre lo que se hacía en esos días, pero sirve para entender desde dónde «Catedral de Durham» nos pone ya ante un creador maduro. De hábil artesano a artista ambicioso. No se trata del dominio técnico, que siempre lo tuvo. Aquí ya hay una visión, aunque prevalezca la exigencia descriptiva, es la poética del Romanticismo y su versión británica enraizada en el pasado medieval, como si Walter Scott hubiese sido hábil con los pinceles. La catedral es un interior brumoso y sublime que parece el intento no sólo de capturar la iluminación interior –que lo hace– sino de pintar una atmósfera sacra. Ahí ya se revela el artista abstracto que terminaría siendo. Porque con ese deseo de apresar algo más que formas y cosas, adelanta la voluntad de la abstracción en el siglo XX. Primero en su afán espiritual y luego en varios de sus avances formales. En la muestra es fácil leer la progresiva disolución del motivo pictórico hasta casi hacer desaparecer la forma. «Dentro de la Iglesia de Notre Dame y St. Laurent en Eu» resulta elocuente. La arquitectura gótica –toda ángulos y filo– se diluye en dos bloques de luces frías y cálidas. Los casi cincuenta años que separan esta pieza de la normanda catedral de Durham se hacen sentir.
En otras obras la radicalidad del tratamiento es aún mayor. A veces se trata de unas cuantas manchas que hasta es posible contar. Apuntes de fenómenos fugaces y también de una voluntad plástica librada de cualquier afán descriptivo. Como Picasso, Turner no descartaba ninguna muestra de su talento. Un papel que a ojos de un profano podría parecer salpicado con pintura, era un testimonio de su genio. Como tal había que conservarlo. El genio de la edición.

Jumièges, ca. 1832, J.M.W. Turner (1775 – 1851) © Tate, London 2019
J.M.W. Turner. Acuarelas. Tate Collection
Centro Cultural La Moneda
(Plaza de la Ciudadanía 26.
Teléfono: 22355-6500).
Hasta el 28 de julio.