


Peggy Guggenheim en Venecia, 1957. LEEMAGE
Los vanguardistas del siglo XX quisieron romper con todo. Unos más que otros, porque discretos y hasta comedidos hubo. Los expresionistas alemanes del Jinete Azul fueron casi siempre puro lirismo. Lo atestiguan los escritos y las obras de Paul Klee o Wassily Kandinsky. Pero lo natural en la vanguardia era la ruptura. No sólo del arte, lo social y lo político definió el programa de cientos de artistas en aquellos intensos años anteriores a la Primera Guerra Mundial. La creación artística se entendía como un instrumento para conseguir objetivos políticos. Sin embargo, la igualdad de lo sexos no fue nunca una bandera, sólo la levantaron –con esfuerzo y descalificaciones– un puñado de mujeres. Si uno se adentra en los textos de los futuristas o de los dadaístas, brillan declaraciones y obras de la más rancia misoginia. Los futuristas, en la pluma del ideólogo y escritor italiano Filippo Marinetti (1876-1944), entraron a escena declarando: “Queremos glorificar la guerra –única higiene del mundo–, el militarismo, el patriotismo, el gesto destructor de los libertarios, las bellas ideas por las cuales se muere y el desprecio de la mujer”.
Marinetti no era Arjona, eso está claro. Pero esas denostaciones formaban parte de una larga tradición literaria: odiosa, ridícula, infame. La practicaron Lichtenberg, Schopenhauer, Karl Kraus… Para qué seguir. La pesquisa policial del machismo es ociosa, si interesa indagar sus efectos. La lectura formalista del arte moderno dio lo suyo, faltaba revisar aquello que parecía ignorado. Cómo se manifiesta la sexualidad, y cómo se entienden los roles de género es algo más que una inquietud feminista. Explica la presencia de la mujer y las decisiones iconográficas y también estéticas de muchos artistas. También la escasez de mujeres en los primeros lugares de aquella lejana escena creativa.
Aún así hubo mujeres en la vanguardia Veamos qué suerte corrieron.
La escritora coleccionista Gertrude Stein (1874-1946) fue un personaje ineludible de las vanguardias parisinas. Escritora experimental, se vuelve famosa con la publicación de la «Autobiografía de Alice B. Toklas», su compañera de toda la vida. Stein, hija de una acaudalada familia judía de Pennsylvania, recibió una educación de élite que incluyó una larga estadía en Europa. Eso quizás explique la naturalidad con que vivió su condición de expatriada, como T.S. Eliot o Ezra Pound. Tras dejar sus estudios formales de medicina, viajó a Londres primero y a París después, con su hermano Leo, con quien hasta el año 1914 mantendría una magnífica colección de arte. Su presencia física imponente, equivalía a su peso creativo y ojo artístico, uno que le permitió apreciar y apoyar al Cubismo; Picasso hizo de ella el célebre retrato que anticipa por igual al Cubismo y a su etapa neoclásica. Se admiraban mutuamente y la Stein escribió una interesante semblanza del artista y de su obra cuando su carrera recién comenzaba. Instalada como un agente cultural de importancia, sus adquisiciones fueron seguidas con interés y muy pronto su condición de coleccionista y aficionada fue tanto o más gravitante que su rol de escritora. Hoy sería considerada una influencer. En cierta manera puede comparársele con Peggy Guggenheim (1898-1979), su doble opuesto. Hija de millonarios como Stein, pero infinitamente más frágil y alocada. Igual la hizo. Porque Guggenheim también disfrutó de la cercanía inmediata con los artistas; primer marido: dandy intelectual y más tarde pareja de Max Ernst. Gracias a eso no le fue difícil hacerse de muchas obras que conformaron el canon moderno. Aquello del costo-oportunidad lo aprovechó como nadie, particularmente en sus días en un París ocupado por las fuerzas nazis. La ansiedad y el miedo llevaron a muchos vendedores a rematar obras de museo a precios de saldo. Peggy tenía dinero y ganas de comprarlo todo. Galerista y compradora compulsiva de arte, una cosa tras la otra, su neoyorkina galería Art of This Century marcó la creación de posguerra, sobre todo tras incluir entre sus filas a Jackson Pollock. La cerró para radicarse en Venecia y fundar un museo que sigue siendo viaje obligado. No necesitaba hacer nada más.
Pero hasta aquí lo que vemos es la influencia que el dinero y el buen gusto pueden comprar. Como se aprecia, a la hora de captar fondos y recursos, los hombres no reparaban en asociarse a mujeres. Hasta ahí, unos “avanzados”. Otra cosa es ser colegas.

En su departamento en París, Gertrude Stein (1874-1946), posa frente al retrato que le hizo Pablo Picasso en 1906.
El poder de una foto
Son un lote de hombres. Los hay serios y bigotudos. Enjutos y soberbios. También con aire torturado y académico. Son los expresionistas abstractos. Patota masculina donde las hubo y los acompaña sólo una mujer: Hedda Sterne (1910-2011). La Sterne aparece como era. Chiquitita y muy formal. No fue la única pintora vinculada a esos artistas, sin ir más lejos, Lee Krassner, también pintora clave y esposa de Pollock, no salió en la foto. En esos días estaba sometida por completo a la personalidad avasalladora de Jack “The Dripper”.
La Sterne, por ese entonces pareja del lineal Saul Steinberg, era una pintora muy particular. Ni grandísimos formatos ni gestos violentos y ostentosos como los de Kline, Gorky o De Kooning. Lo suyo era una obra a medio camino de la abstracción y la figuración que miraba hacia el espacio de Nueva York con ojos cargados de geometría y sugerencias oníricas. Poco dice su pintura de su condición femenina y tampoco parece problematizar su espacio en el mundo del arte. Pero era consciente de las asimetrías. Ser la única en esa foto no la dejó indiferente. Tras aquella imagen clásica, la artista no tardó mucho en pasar a un discretísimo segundo plano, eso hasta años muy recientes, tras su muerte a los 100 cumplidos. Hoy su obra ha vuelto a ser expuesta y es estudiada con ojos nuevos.

3. «Antropofagia», 1929, de Tarsila do Amaral.
Pero en un giro muy interesante, la historia del Expresionismo Abstracto da un vuelco a partir de un trabajo femenino. Cuando ya las fórmulas de la corriente parecían agotarse, entre brochazos de colores oscuros y mucha testosterona, surgió la obra sorpresiva de una joven pintora. Su nombre, Helen Frankenthaler (1928-1962). Cuando el severo crítico Clement Greenberg vio sus obras quedó impresionado, tanto como los pintores Kenneth Noland y Morris Louis que lo acompañaban y quienes, a partir del encuentro con esas telas pintadas con manchas acuosas, acuarelísticas, corrieron a sus talleres a repensar sus obras. Era el año 1952, el mismo en que la artista realizó una de aquellas piezas, la muy famosa «Montañas y Mar». Una nueva escuela había nacido.

1. Obra de Helen Frankenthaler.
Mujeres, modernas y brasileñas
1922 marcó el inicio del Modernismo brasileño. En febrero de ese año, músicos y artistas en la ciudad de Sao Paulo, presentaron sus obras a un público que –era de esperar– reaccionó molesto o sorprendido. De eso se trata la vanguardia. El grupo de los 5 fue uno de los protagonistas de esas jornadas. De entre sus integrantes (Anita Malfatti, Tarsila do Amaral, Menotti del Picchia, Mário de Andrade y Oswald de Andrade) es probablemente la Amaral la que resulte más familiar. Sus pinturas son una colección de universos tropicales. Figuras enormes y solitarias habitan lo que parecen islas o territorios poblados por una vegetación exuberante descrita con la síntesis formal heredada de los años europeos de la artista. Uno adivina a Léger, Picasso o Matisse, pero el resultado es inconfundiblemente Amaral. Una primera idea, en plan tropicalista, de la identidad brasileña. Su lenguaje pasaría a formar parte del sustrato visual del arte carioca, como en México lo logró Frida Kahlo. Su reciente retrospectiva en el MoMA la confirma como una entre las grandes. Sin distinción alguna.