

Podemos estar solos en el Universo, o no estarlo. En ambos casos, de existir los otros, sus ojos serán diferentes. Esta pequeña esfera terrestre es de un azul –señal de vida, como un latido de color en la penumbra– que es único en distancias tan imposibles que se miden en años luz.
Ante la Tierra y para ella, no hay otros. La vida, su vida, en tanto desaparecen formas que se extinguen sin retorno, depende de nosotros. Ante ella y para ella, en este lado del Universo estamos solos.
Por_ Miguel Laborde Ilustración_ Rosario Briones
Patagonia, Siberia, Amazonia, California, Himalaya, son partes de un mundo que nosotros hemos creado. Es nuestra palabra, son nuestras lenguas las que han cargado esos lugares con una densidad narrativa que ahora nos habla. Son espacios que sólo habita esta humanidad. En definitiva, son paisajes mentales.
Sólo nosotros conocemos este barrio con sus aromas únicos, sus incontables hitos naturales, sus asperezas y suavidad al tacto, y también el sonido de sus vientos agitando las ramas de árboles que son nuestros, los que incluso habitan nuestros sueños. La Tierra nos posee, y nosotros a ella.
Estamos solos en este barrio cósmico, pero no del todo. Porque estamos con ella, en su compañía, en tanto subsistan estas vidas diversas con su delirante infinitud de flores y faunas. No nos engañemos. Si hay otros, este planeta no será para ellos lo que es para nosotros. Para lo que cuenta, nos guste o no, estamos solos.
Si nosotros, por ejemplo, descuidamos la Amazonia por efímeros intereses de corto alcance, qué queda para los demás. ¿Los demás? Hemos dispuesto, en las dos primeras décadas de este siglo, de más capacidad de observación que en toda la historia anterior de esta nuestra humanidad. El área observada aleja la posibilidad de cualquier compañía cercana y supone viajes de larguísima duración a altas velocidades. Nadie está cerca. Nosotros, en este lado del Universo, sólo nos tenemos a nosotros. Y a esta Tierra donde la vida, uniendo polvos de estrellas, adquirió estas formas originales. ¿Son hijas de un orden insondable, o de azares improbables?
En el amanecer de la humanidad, cuando éramos unos pocos y dispersos, en el despertar de la palabra –al abandonar las cavernas por los espacios abiertos–, un chamán siberiano alzó la mirada en un intento por sondear lo desconocido. Una pequeña figura en la estepa interminable, una pequeña figura apenas divisable. Nada. Estamos solos ante un misterio.
En busca de otro
No nos resignamos a creer que no hay extraterrestres en este inmenso universo. Parece un acto arrogante pensar que, entre tantos millones de soles girando en el espacio, con incontables cuerpos celestes orbitando en torno a ellos, fuera el nuestro el único sistema con planeta habitado. Hay una gran cantidad de estrellas, similares al Sol, con planetas que, del tamaño de la Tierra, las orbitan hace millones de años a distancias que podrían ser adecuadas. Debiera haber alguien…
La carrera espacial para ir al encuentro de los otros nos parece de lo más natural, como si la única duda que aún persiste es si los otros serán hostiles o amistosos. Eso sí, cabe una pregunta para la ciencia dura, la que planteó un premio Nobel de Física, Enrico Fermi: Si existen miles de millones de posibilidades de que haya civilizaciones inteligentes, ¿por qué ninguna se ha contactado todavía con nosotros?
¿Dónde están todos?
Asomos interestelares
Son muchos los que, hace varios siglos ya, afirman que sí hemos tenido a extraterrestres en nuestro planeta. Un libro, «El mensaje de las piedras grabadas de Ica», del doctor Javier Cabrera Darquea, me llevó al sur del Perú. Allá podían estar las huellas de otros mundos. Custodiadas en el Museo de las piedras de Ica, no lejos de las pampas de Nazca donde están las famosas figuras gigantescas trazadas en el desierto, cuyas formas sólo se descubren mirándolas desde lo alto. Desde el espacio.
Llegué un día que se adivinaba caluroso, en las primeras horas de la mañana, con una temperatura todavía aceptable, aunque había unos extranjeros que igual transpiraban. El doctor Cabrera Darquea, director del museo, al recibir mi tarjeta me hizo pasar de inmediato. Según me explicó, sólo lo visitaban de países lejanos. Para él era un recreo hablar en castellano.
Eran sus petroglifos una verdadera biblioteca lítica, de piedras que él, supuestamente, había recuperado de tumbas incásicas. Muchas eran comparadas, circulaban de mucho antes, pero él era el primero en analizarlas sistemáticamente. Metódico, las había agrupado según sus temas. Más de 15 mil.
Los inca las habrían venerado por provenir de una cultura superior y más antigua, y se enterraban con ellas como una suerte de pasaporte para tener éxito en su último viaje, el más lejano. Se oían afuera las discretas voces de unos japoneses, de un canal de televisión, y las ásperas de unos alemanes reporteros de una revista. Recuerdo dos aspectos curiosos de esas piedras. El primero, de unas que representaban dinosaurios con una familiaridad y un conocimiento que sugerían convivencia, cercanía. El segundo, de las que representaban trasplantes de órganos. Recién en la segunda mitad del siglo XX se había logrado superar el rechazo y ahí, mucho antes, figuraba la solución: puesto que una mujer embarazada de tres meses genera una hormona antirrechazo para no expulsar al feto como si fuera un cuerpo extraño, bastaba (como se veía en esas piedras) que el receptor recibiera una transfusión de sangre de esas características.
También aparecían trasplantes de cerebros de ancianos a adolescentes. Un sistema educativo de alta efectividad, tal vez, pero totalmente inhumano. Daban escalofríos esas imágenes. Al observar a esos jóvenes mutilados, a los que se les extraía el cerebro, sus creadores dejaron de parecerme otra humanidad. De ser cierto lo planteado por el doctor Cabrera Darquea, y ellos habían existido, ocupando las pampas de Nazca para su naves, más que pensar en quiénes eran, me surgió otra duda: ¿Qué eran?
Juan José Benítez, autor de varios best sellers, les dedicó uno en el que habla de esta “otra humanidad”. Fuera cierto, o un fraude –lo que se sigue debatiendo–, por primera vez pensé que, aunque no fuéramos los únicos seres inteligentes, aunque no estuviéramos solos en el Universo y hubiera otros habitantes, estos podrían resultarnos más lejanos que un delfín o un caballo.
De ser así, seguiremos solos. Aunque sean docenas las especies que nos acompañen desde otros barrios del Universo.
Parientes muy lejanos
Un estudio reciente, liderado por Anders Sandberg de la Universidad de Oxford (perteneciente al Instituto del Futuro de la Humanidad) calculó las posibilidades de que existiera vida inteligente en otros planetas. Matemáticamente, las posibilidades son muy escasas; las posibilidades de que estemos solos serían del orden del 99,6%.
La vida es algo tan prodigioso, requiere tantas condiciones para que surja, que comienza a paracer improbable que tantas coincidencias se repitan. Hasta las simples bacterias son formas especiales y dignas de admiración. A un original pensador chileno, el arquitecto Jaime Garretón, le debo haber conocido, por primera vez, lo excepcional de la vida terrestre. En su libro «Espacio, devenir y rescate del tiempo en el contexto evaluado de 500 años de ciencia física» (Cesoc, 2002) describe, con números, cómo coincidieron una gran cantidad de variables, cada una con décimas muy precisas, para que se dieran las más elementales formas de vida. Y se produjeron en un “barrio” también óptimo, dentro de tanta inmensidad cósmica; casualidades al borde del vértigo. La vida natural, y para qué decir la inteligente, son un prodigio de excepcionalidad. Curiosamente, y esto lo rescató otro arquitecto, el colombiano Rogelio Salmona, entre los pueblos originarios de América había una clara conciencia del privilegio excepcional de vivir y habitar en el planeta Tierra. Y también de que ello era así incluso en una escala mayor; por ello decían ser “habitantes del cosmos”.
Esa sabiduría los llevó a un habitar tan delicado, en su trato a los suelos, a las aguas, a la flora, a la fauna, a todo cuanto existe; en contemplativa admiración de la bóveda celeste y del río cercano, del árbol y del insecto más pequeño, lo grandioso y lo minúsculo. Existe una realidad interplanetaria que nos hace ser responsables del destino de este planeta, con sus millones de formas de vida. El mundo, tal como lo conocemos y amamos, depende de nuestro proceder. Es lo que entendían los pueblos originarios y es lo que reflejan sus mitos, los que se refieren a planetas que se destruyen por el fuego, por el agua, y también por error humano. Aunque a veces por unas vidas mínimas bajo una roca (unas larvas insignificantes, por ejemplo) la vida ha regresado una y otra vez. Regresa, vuelve, retorna, a esta Tierra fiel.
*Miguel Laborde es Director del Centro de Estudios Geopoéticos de Chile, director de la Revista Universitaria de la UC, profesor de Urbanismo (Ciudades y Territorios de Chile) en Arquitectura de la UDP, miembro del directorio de la Fundación Imagen de Chile, miembro honorario del Colegio de Arquitectos y de la Sociedad Chilena de Historia y Geografía, y autor de varios libros.