


Dennis Hopper en el set de «The Last Movie» DENNIS STOCK / MAGNUM/MAGNUM PHOTOS/LATINSTOCK
(17 de mayo de 1936-29 de mayo de 2010) Dispara con una metralleta, se baña en una tina llena de mujeres, se compara a sí mismo con Orson Welles, consume drogas, parece un vagabundo. Al documental «The american dreamer» (1971), de L.M. Kit Carson y Lawrence Schiller, se lo ha acusado de ser un montaje en el que el retratado parece demasiado consciente de la presencia de la cámara. Pero más allá de su performance –y el libro «Moteros tranquilos, toros salvajes», de Peter Biskind, lo confirma– es indudable que Hopper llevaba una vida alienada en esos años. Adicto a todo tipo de sustancias y conocido por sus delirios de grandeza, estaba fascinado con la contracultura aunque, a diferencia de otros cineastas con vocación rupturista, tenía la ventaja de contar con el apoyo absoluto de Hollywood tras el éxito de «Busco mi destino» («Easy Rider», 1969), película que cerró la utopía hippie para inaugurar la era de violencia que absorbería el Nuevo Cine Americano.
Las excentricidades de Hopper son conocidas: consumía en un día medio galón de ron, 28 cervezas y tres gramos de cocaína, andaba siempre con una pistola en su bolsillo, una vez probó LSD con Jack Nicholson en la tumba de D.H. Lawrence, duró solamente ocho días casado con Michelle Phillips (de The Mamas & The Papas) y llegó a perderse en una jungla mexicana donde tuvo visiones relacionadas con extraterrestres. Ese mismo año (1983) anunció una performance macabra: explotaría en mil pedazos usando veinte cartuchos de dinamita. Su “suicidio artístico” convocó a cientos de curiosos en una carretera de Houston – entre ellos a Wim Wenders– y fue registrado en video por el cineasta Brian Huberman. Tras nerviosismos y expectativas, la dinamita detonó pero Hopper salió ileso. Todo estaba fríamente calculado.
Pero si pudiésemos comprimir el delirio del cineasta más salvaje de la época en una obra, ésta sería «The last movie» (1971). Desde la panorámica del siglo XXI, sigue siendo uno de los mayores desastres comerciales de Hollywood. Un western marcado por los excesos. Una película bastarda.
Los preparativos
Hopper co-escribió «The last movie» junto a Stewart Stern (guionista de «Rebelde sin causa») en los 60, pensando que sería su opera prima como director. Pero debido al presupuesto elevado que demandaba, no pudo concretarla. Entonces se embarcó en «Busco mi destino», el mayor éxito comercial de 1969. Tuvo un costo de 500 mil dólares y registró más de 60 millones.
Lee Wasserman, el jefe de Universal, comprendió que había un nuevo nicho de consumidores y tuvo la ocurrencia de abrir una división para películas juveniles. Así acogió «The last movie». Su plan era no superar el millón de dólares en producción. Hopper exigió completo control creativo y que el rodaje fuera en Perú. Él mismo interpretaría a Kansas, el encargado de coordinar a los dobles de riesgo para un western sobre Billy The Kid que se filma en la localidad de Chinchero. Pero las cosas salen mal y uno de estos especialistas muere en el set. Kansas decide entonces retirarse de la industria y se queda a vivir en Perú, donde espera encontrar oro. Pronto descubrirá que los nativos han comenzado a “filmar” una película usando cámaras hechas de madera. El problema es que también imitan la violencia que el equipo cinematográfico simulaba desde el artificio.
Para realizar una cinta que cuestiona los límites entre ficción y realidad, además de lanzar sus dardos contra el colonialismo de Hollywood, Hopper convocó a figuras consagradas y amigos como Julie Adams («La mujer y el monstruo»), Peter Fonda, Sylvia Miles, Dean Stockwell, Kris Kristofferson y también al gran director Samuel Fuller. Se dice que algunos aceptaron el desafío por razones extracinematográficas: Perú era, en ese entonces, un paraíso de la cocaína.
El rodaje
Cuando Hopper pudo mirar hacia sus años de exceso con claridad, definió la filmación de «The last movie» como una “larga orgía de sexo y drogas”. Según un artículo escrito por el crítico de cine Brad Darrach, quien observó el proceso, más de 30 personas del equipo consumían drogas activamente, una actriz estuvo a punto de ser quemada como Juana de Arco en medio de una fiesta, y un actor casi muere de sobredosis.
“Las drogas nos ayudaron a hacer la película”, analizaría Hopper más tarde. “Quizás éramos drogadictos, pero lo importante es que éramos drogadictos con una ética de trabajo. Las drogas, el alcohol y el sexo potenciaron nuestra creatividad”.
Finalizado el rodaje, Hopper envió a Universal un mensaje: se refugiaría en un rancho del condado de Taos, Nuevo México, para editar el filme. Tardaría un año.
La posproducción
El último acto en la realización de «The last movie» fue, de alguna manera, una extensión de la aventura iniciada en Perú. Hopper compartió su hogar de Taos con amigos y yonquis. No se duchaba. Parecía un vagabundo delirante. Su cerebro estaba seco. No sabía cómo editar las 40 horas de rodaje que obtuvo en Perú y ya había superado el plazo convenido con los estudios. Entonces pidió a Alejandro Jodorowsky que lo ayudara en la tarea.
“Lo que más recuerdo es su olor”, confesaría el director de «El topo» tiempo después. Su juicio fue duro y frontal: para él, Hopper había fracasado en hacer una película de Hollywood. La solución estaba entonces en deconstruirla, desordenar la lógica del montaje, volverla experimental, pulir las imágenes con el subconsciente. El mismo Jodorowky se sentó en la sala de edición y en dos días obtuvo su propia versión del filme. Pero Hopper no quedó conforme.
Para Lawrence Schiller, Jodorowsky arruinó «The last movie» porque “jugó con la cabeza de Dennis”. Pero es evidente que el gurú chileno también le dejó una enseñanza: no es necesario seguir una lógica causal para construir una película. Hopper terminó montando las escenas a su manera.
Las reacciones
A pesar de que Universal odió el resultado final y trató, sin éxito, de que Hopper reeditara la cinta, su estreno en el Festival de Venecia fue sorpresivo. La cinta recibió un premio y logró entusiasmar a algunos críticos. Pero el triunfo no se reflejó en salas. Una función realizada en Nueva York no logró convocar ni siquiera a un espectador. Nadie apareció. En dos semanas, fue retirada de todos los cines.
Pero el legado de «The last movie» se ha entendido mejor con el tiempo. Apostar por una libertad absoluta dentro de los muros de la industria marcó con fuego el espíritu del Nuevo Cine Americano que comenzaba a desarrollarse. Hopper abrió el camino para Martin Scorsese, George Lucas o Steven Spielberg. Fue el gran mártir de una revolución que cambiaría los códigos de la industria estadounidense para siempre. La gran paradoja es que no es fácil conseguir hoy una copia. Hollywood enterró la obra de un cineasta visionario en las profundas fosas del olvido.