

Perdedores, nostálgicos, paranoicos. Así son algunos personajes de Seth, el autor canadiense que hoy es sin duda una de las figuras más importantes de la novela gráfica norteamericana.
Por_ César Gabler
Padres ausentes, madres amadas y difuntas, coleccionismo obsesivo, ambiciones imposibles. El universo moral y narrativo del canadiense Seth (Clinton, 1962) no es hijo del optimismo. Por el contrario, sus personajes aparecen entregados con porfía a la contemplación y a la nostalgia de un mundo irremisiblemente perdido. Tristeza infinita dibujada con los trazos gruesos del dibujo publicitario de los años 50. Una paradoja donde las haya. Aquel estilo afirmativo adoptado con eficacia por el ricachón de Monopoly sirve aquí a una galería de perdedores.
Seth, pseudónimo de Gregory Gallant, comenzó su carrera a inicios de los 90 y pronto se hizo un nombre entre los autores independientes. Compañero de ruta de Joe Matt y Chester Brown, en su trabajo se entremezclan ficción y autobiografía. A partir del éxito de su novela gráfica «La vida es buena si no te rindes» (Salamandra 2017, Sins Entido 2003), su obra ha consolidado un universo plagado de referencias nostálgicas y desprecio a la cultura contemporánea. Convertido a sí mismo en un personaje de antaño, viste como un intelectual de los años 30, y colecciona con devoción juguetes, libros y revistas ilustradas rigurosamente retros. En 2014 fue objeto de un notable documental animado, «Seth’s Dominion». En ese cruce de autobiografía, desprecio al mundo contemporáneo y películas dedicadas a su personalidad singular, es imposible no evocar a Robert Crumb, otro virtuoso de la nostalgia.
Seth es admirador confeso de Chris Ware, un autor que instala como nadie el diseño gráfico dentro del cómic contemporáneo. Ambos comparten una concepción del cómic integral, es decir, que cada aspecto de la obra queda sujeto a revisión crítica: el dibujo desde luego, pero también la división en viñetas, la extensión de los diálogos, la rotulación, el uso del color… Una dirección integral que puede –y debe– tomarse todas las licencias posibles, pero lo que en Ware puede significar una deconstrucción vanguardista del cómic, en Seth adquiere un tono más contenido y, sin embargo, profundamente innovador. Su dibujo, como el de Ware, ha extirpado cualquier trazo gestual, todo parece cuidadosamente diseñado y calculado en favor de la representación de la soledad, el silencio y de un mundo sometido a estructuras invisibles y opresivas.
«Ventiladores Clyde»
Resulta una pieza clave en la producción del autor canadiense. Los veinte años que tardó su realización motivados por diversas interrupciones– muestran la consolidación estilística de Seth y la consistencia de su mundo narrativo. La evolución gráfica transita desde el delicado uso de la línea hacia los rotundos bloques de negro de su etapa reciente. Los ingredientes del relato son sencillos: dos hermanos, una madre, la fábrica del padre ausente, unos lejanos años 50 y siguientes y la aún más lejana Canadá. Los hermanos Clyde se entregarán, tras el abandono paterno, a la administración de la empresa familiar y al cuidado de la madre. Ambas tareas se reparten en un tácito acuerdo de competencias zanjado por la voluntad férrea del hermano mayor, quien divide aguas y tareas con el menor. Todo aquello se refleja en un relato a dos voces, la pragmática y desencantada visión de uno, el extraviado delirio del otro. Las dos caras del destino Clyde.
Seth empapa su historia de una notable precisión descriptiva, el mundo de los vendedores viajeros, los vaivenes de la industria a mediados de siglo o los pequeños detalles de la cultura material hacen que su relato funcione como saga familiar y crítica cultural. Su estilo visual parece más unido al mundo del diseño gráfico y de la ilustración que al del cómic; y el severo geometrismo que empapa paulatinamente la obra parece nutrirse del Art Decó, de la pintura de Stuart Davis y del sofisticado humor gráfico del «New Yorker» de los años 20 y 30. Un mundo frío, dramático y expresionista, donde la mano del dibujante parece escondida tras la precisión mecánica de su propio trazo. Distanciamiento que contraría el dramatismo existencial de la obra.
El hermano mayor las oficia de patriarca y administra la fábrica con la inteligencia práctica que falta por completo al menor: un esmirriado y distraído contable, más proclive a las ensoñaciones que a las vulgaridades de la vida real. El abismo absoluto que los divide parece materializar la separación del padre y la madre. El peso patriarcal recae en el mayor, él controla las ventas, organiza los destinos y seduce a las mujeres. Un homo faber de medio siglo. El menor, en cambio, es territorio materno: su debilidad física, su timidez extrema, su temprana miopía no hacen más que alejarlo del mundo, uniendo de manera enfermiza su destino a una madre que poco a poco se hunde en la demencia, como la propia empresa familiar. Atado a ella y al hogar, una fallida salida de negocios le revela como epifanía un mundo poblado de ruinas, casas vacías, objetos silentes y un singular coleccionismo de postales. Encerrado desde su regreso en la casa familiar, convertida finalmente en protagonista de la historia, «Ventiladores Clyde» muestra a Seth como un insospechado narrador de encierros voluntarios, objetos inútiles y abandonos perpetuos.