A comienzos de los 70, el director de «El halcón maltés» no pasaba por un buen momento creativo, sin embargo una novela de boxeo escrita por un autor de Stockton, California, lo salvó de la inercia. Este año celebramos medio siglo de un verdadero milagro cinematográfico.
Por_ Andrés Nazarala R.
Los medios, el Oscar y Francis Ford Coppola se han dedicado a contarnos que este año se cumple medio siglo del estreno de «El Padrino». La bulliciosa efeméride ha opacado otras grandes películas de 1972 como «Frenesí» de Alfred Hitchcock, «Aguirre, la ira de Dios» de Werner Herzog o «Roma» de Federico Fellini, por nombrar algunas. ¿Qué tienen todas en común? Probablemente el hecho de que son largometrajes con carácter que se aferran con sus garras a la historia del cine. Pero ese mismo año, exactamente el 26 de julio, se estrenó también una obra discreta y misteriosa que fue un fracaso de audiencia. Hablamos de una pieza maestra que está en las antípodas de la saga basada en la novela de Mario Puzo si tomamos en cuenta los niveles de efectismo (digámoslo claramente: no tenemos acá a Marlon Brando actuando con una prótesis bucal). Se trata de «Fat City», de John Huston, una magnífica cinta sobre perdedores que, consecuente con su contenido, se fue directo al vertedero del fracaso para ser rescatada por la crítica años más tarde.
Huston, tenemos un problema
Un poco de contexto. John Huston, maestro de Hollywood, responsable de clásicos como «El halcón maltés» y «El tesoro de Sierra Madre», pasaba por un mal momento en términos de reconocimiento. Simplemente había perdido la brújula y su gusto incontrolable por el alcohol no contribuían al repunte. La atención del público y los medios se concentraba ahora en los nuevos y ambiciosos cineastas jóvenes que formaban parte del New Hollywood: Ford Coppola, Scorsese, Bogdanovich, Spielberg, De Palma, Lucas, Ashby. A pesar de que eran todos muy cinéfilos, y más de algo le debían a Huston, éste cargaba con el peso de la inconsistencia artística y había dejado de ser un referente noble. Como si fuera poco, acababa de abandonar el rodaje de «Fuga sin fin» tras una serie de intensas peleas con el actor George C. Scott.
Hasta que por ahí se le cruzó una novela escrita por un cuentista de Stockton (una pequeña ciudad de California), que se declararía en bancarrota en el año 2012. El título: «Fat City». El autor: Leonard Gardner. Publicada en 1969, sus páginas olían a alcohol, tabaco, sudor y hoteles de mala muerte. Huston, quien tuvo siempre un gusto particular por antihéroes que buscan su identidad, se interesó por llevarla a la pantalla e invitó al mismísimo Gardner a hacerse cargo del guion. Sin restarle méritos al director, se podría decir que el autor lo salvó de seguir cayendo en picada por los profundos acantilados del cine.
Un paréntesis: nadie nunca aborda el gusto de Huston por las adaptaciones literarias a pesar de que ese ejercicio pareciera ser la piedra angular de su sorprendente e irregular filmografía. Dashiell Hammett («El halcón maltés»), Herman Melville («Moby Dick»), Romain Gary («Las raíces del cielo»), Rudyard Kipling («El hombre que pudo reinar»), Flannery O’Connor («Sangre sabia») y Malcolm Lowry («Bajo el volcán»), inspiraron su universo cinematográfico. La lista es larga y concluye con la que debe ser una de las mejores trasplantaciones de la literatura al cine: «Los muertos», su última película, basada en un cuento de James Joyce.
La vida es un bar
Stacy Keach está entre los derrotados más entrañables del cine. En «Fat City» interpreta a Tully, un boxeador que tuvo tiempos mejores. Ahora vive en un hotel decadente y pasa buena parte de su tiempo bebiendo en un bar o entrenando en la YMCA para no perder por completo su identidad. Es ahí donde divisa a un joven boxeador llamado Ernie (Jeff Bridges) que aparentemente tiene todo para ser un ganador. Tully se interesa en ayudarlo.
Gardner rompe aquí el primer lugar común. Cuando pensamos que la historia tomará el curso de «Million Dollar Baby» –es decir, boxeador en el ocaso ayuda a aspirante–, las expectativas se tuercen. Es que Tully no ayuda directamente al joven sino que lo invita a visitar a su viejo entrenador. Pronto descubriremos que en algún momento dejó de hablarle tras pedirle un préstamo que no pensaba devolver. La trama avanzará entonces por dos carriles: por un lado, contará el camino del joven pugilista hacia el boxeo profesional. Por otro, el vía crucis de un Tully que se enamora de una alcohólica llamada Oma (una fantástica Susan Tyrrell) y sueña con salir del hoyo haciendo las cosas bien. Esto incluye, por su puesto, la posibilidad de volver al cuadrilátero.
A esta altura ya intuimos que lo que tenemos frente a nuestros ojos es una radiografía de la masculinidad que nos habla de derrotas, sacrificios, decepciones, segundas oportunidades y, finalmente, de los rumbos de la existencia y la fuerza destructora de la inercia.
Huston, vía Gardner, opta por no tensar las historias bajo una estructura narrativa clásica. El camino es más bien minimalista, una observación a las trayectorias de personajes que bajan y suben lejos de cualquier tipo de moraleja. La sobriedad visual (Huston no impone nunca un estilo por sobre los requerimientos de la historia) va acompañada de un maravilloso ejercicio de underacting en el que brilla principalmente un contenido Stacy Keach.
La excepción es Tyrrell, quien parece siempre arrebatada por la vida y los excitantes modernos. Su ímpetu dramático le trajo una nominación al Oscar por este papel, pero eso no basta. La actriz, que murió en 2012, nunca recibió el reconocimiento que merecía (actuaría más tarde en «Angel» de Robert Vincent O’Neill, y en «Cry Baby» de John Waters).
A diferencia de otras películas de boxeo, «Fat City» no presenta al deporte del ring como la perdición de los personajes –de hecho, es más bien un medio para resurgir– ni tampoco como un campo de batalla cargado de épica. Aparte de una escena de entrenamiento, el único momento de acción en el cuadrilátero presentado es un enfrentamiento lerdo y despojado de romanticismo. Tully desafía a un rival que, en contra de los mandatos del género cinematográfico, nos invita automáticamente a la empatía. Se trata de un mexicano cansado y enfermo –Arcadio Lucero– que Tully abrazará después de la pelea. Ese sentido de humanidad atraviesa la película entera. Estamos en un mundo carente de héroes y villanos. Sólo hay personas que tratan de dar lo mejor de sí mismas en el camino hacia la muerte. De eso –particularmente de los gusanos– reflexionará justamente Tully en una de las escenas más brillantes del filme.
«Fat City» tiene menos de «Rocky» que de Raymond Carver. Huston encuentra la belleza en medio del american way of life. Su énfasis no está puesto en las dinámicas deportivas ni en los grandes momentos de inflexión del relato, sino que en breves instantes que funcionan como postales en sí mismas: Tully buscando insistentemente un encendedor en su habitación; el viejo entrenador despertándose a medianoche para contarle a su mujer que conoció a un boxeador formidable; Oma hundida en una cama mientras reflexiona si debería pararse a comer un bistec con arvejas o no; Arcadio Lucero bajándose lentamente de un bus Greyhound directo al triunfo… o a la derrota.
Es decir, la vida misma.
«Fat City» es un pequeño gran milagro del cine.