Aterrorizante o divertida, era una figura imposible de olvidar. Parecía diseñada para eso, con esos ojos enormes un poco caídos, y una boca fruncida y lista para disparar un misil de ironía que seguro daría en el blanco.
Por_ Vera-Meiggs
Hacia el final de su exitosa carrera, le daba fastidio la fama alcanzada por dos roles que la dejaron instalada firmemente en el imaginario audiovisual del siglo XXI. Es que era muy reservada y no podía tranquilamente salir a la calle sin ser reconocida y rodeada por admiradores que anhelaban un autógrafo de la auténtica profesora de Harry Potter o de lady Violet, condesa viuda de Grantham. ¿Habría imaginado alguien que una niñita de tan buena educación y esmerados modales sería honrada por cientos de jóvenes al otro lado del océano, agitando varitas mágicas?
Son cosas que ya no se ven, pero que dan cuenta de la importancia aglutinante de la fantasía. Ese es el material del que están hechos los futuros colectivos, del que se nutren esos seres casi reales llamados “actores”.
Estudió en Oxford, donde afinó esa pronunciación fina que se requiere para hacer de Shakespeare un culto a la belleza idiomática nacional. No era distinta en esto a la mayoría de su gremio, consagrado al Teatro en un país que lo ha apreciado sobremanera hace cinco siglos, probablemente desde el momento en que se sacaron de encima el complejo de inferioridad de saberse mestizos de bárbaros. De ahí en adelante, le traspasaron el sayo de bárbaros a casi todos los demás. Y con bastante éxito.
Puede que Maggie Smith (1934-2024), ignorando todos estos estudios antropológicos sobre la condición anglosajona, haya encarnado a la perfección lo que los demás pensamos del Reino Unido. Lo suyo era actuar evitando conscientemente, y con todos sus medios, que el espectador supiera realmente lo que estaba pensando. Entonces los gestos amplios, el ímpetu físico y todos esos modismos entrecortados, que eran al mismo tiempo distracciones histriónicas y afirmaciones disimuladas como nerviosismo, bajo la apariencia de tics cargados de una fingida maldad para mantener a distancia a los extraños.
Si bien ya había hecho otras películas antes, es en «Otelo» (1965), dirigida por Stuart Burge, donde arma definitivamente su persona cinematográfica: una impecable presencia escénica en la cual cada gesto es el preciso y cada verso fluye con la naturalidad de una virtuosa, construyendo la imagen perfecta que se desprende de ese texto. Tener a su lado a sir Laurence Olivier (1907-1989), el máximo actor shakespeariano, en la más brillante interpretación del más complejo de los personajes, debió ser desafiante para una jovencita de treinta y tantos. Aun así, logró hacerse notar, aplaudir y premiar con su primera candidatura al Oscar.
Las solitarias Maggie
La fama mundial le llegó con «Los mejores años de Miss Brodie» (1969), de Ronald Neame, cuya protagonista parecía zurcida a la personalidad impetuosa de la actriz, centrada sobre el egocentrismo de la profesora Jean Brodie, que en plenos años 30 defiende su independencia coqueteando con dos colegas e infundiéndoles a sus alumnas favoritas la admiración por el fascismo. Manipuladora e inteligente, la mujer quiere reivindicar su género, pero quizás como forma de celebración de sí misma. Una actuación toda hecha de tensiones, gestos calculados y sonrisas medidas para obtener un dominio sobre su entorno y que la compense de sus escondidas frustraciones.
Su actuación fue muy aplaudida, y también criticada por sus excesos histriónicos, algo que volverá a aparecer en sus próximos roles. De todos modos, aquel año no hubo mucho suspenso ni discusión: Maggie Smith ganaría el Oscar a la Mejor Actriz Principal. Para no marearse con el éxito cinematográfico, decidió rápidamente volver a las tablas, y lo hizo por todo lo alto. Ingmar Bergman fue a Londres a dirigirla en «Hedda Gabler» de Ibsen, un rol que parecía una variación de su exitosa profesora Brodie, pero que termina trágicamente. Fue el acontecimiento teatral del año en Londres y los aplausos no se mezquinaron, aunque no faltaron reparos a su lectura del personaje. Ramón Núñez, Premio Nacional de Artes de la Representación 2009, que estudiaba en Londres en aquel entonces, la recuerda como “británicamente cínica”; y Federico Doglio, profesor italiano de Historia Teatral, la encontró “casi divertida”. En todo caso, Bergman y la actriz no volverían a colaborar.
Otra candidatura al Oscar tendría la caricaturesca protagonista de «Viajes con mi tía» (1972), de George Cukor, unos de los grandes directores de actrices de Hollywood, que encuentra en la disparatada historia de Graham Greene el vehículo perfecto para el instinto irónico de la actriz. Augusta y su sobrino se las arreglan para esquilmar a honestos y ladrones en pos de una cifra que permita rescatar a un tal Visconti, secuestrado aparentemente, y que ha sido un antiguo enamorado de ella.
En la seductora comedia romántica «Un amor en Florencia» (1985), de James Ivory, Maggie vuelve a los roles de solterona de época que tan bien le resultan. Nada le cuesta colocarse en los zapatos de una atildada burguesa, ya madura, que hace de chaperona de su joven prima en viaje por Florencia. Los giros de cabeza, los dedos tensos y el caminar determinado la hacen un amable boceto de una condición femenina que parece atravesar el tiempo y las islas británicas. Hará una variante más crispada y cómica en «Cambio de hábito» (1992), del director estadounidense Emile Ardolino, inspirada en «Entre tinieblas» de Almodóvar, en la que Smith, superiora de un convento, debe aceptar esconder a una cantante ligera de cascos (Whoopi Goldberg) y testigo de un crimen mafioso. Por supuesto, los encuentros entre ambas animarán la intriga, tan exitosa que requerirá de una secuela. Aquí comenzarán las repeticiones.
Todavía un interesante Shakespeare, «Ricardo III» (1995), de Richard Loncraine, en la que actuará con su amigo Ian McKellen, del que era cuatro años mayor y que aparece aquí como su hijo. Un rol más espeso que los anteriores y que pone en juego toda la energía natural de la actriz, desplegando los agresivos recursos que uno espera de ella: gesto tenso, mirada fija y lengua vitriólica.
El siglo de las franquicias
Cuando aceptó el rol de la profesora Minerva McGonagall en la serie «Harry Potter», comenzando el nuevo siglo, dijo que era volver a Jean Brodie, pero con un cucurucho en la cabeza. Había algo de cierto en ello. El nuevo personaje no requería más que una fuerte presencia y una dosificación rítmica de la voz que hiciera resaltar sus llamadas de atención a los alumnos. Lo repetiría por una década hasta el último capítulo. Es muy probable, como se dijo hace algún tiempo, que en el futuro recordaremos a una generación de grandes actores británicos sólo por haber aparecido en roles secundarios en la franquicia de «Harry Potter»…
Una nueva candidatura al Oscar le significó un rol menor, pero que se le quedará adherido a su organismo por dos décadas. «Asesinato a medianoche» (2001), de Robert Altman, es una cruza entre un policial de Agatha Christie y la obra maestra de Jean Renoir, «Las reglas del juego» (1939). Un nutrido grupo asiste a una cacería aristocrática y el dueño de casa aparece con un puñal en el pecho. El reparto es magnífico y el rol de la condesa viuda le queda como guante a Smith. El guionista Julian Fellowes (en la realidad emparentado con los Windsor y los Spencer) se entusiasmó con su personaje y fue creando a su alrededor a la familia Crawley, los dueños de «Downton Abbey».
Seguirían así las repeticiones, que ella llamará con distancia irónica, sus “pensiones de vejez”.