Juan Grimm, “Un jardín sin misterio no es un jardín”

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El paisajista que le dio una vuelta al mal acostumbrado prado verde con césped y palmeras en Chile, habla de sus espacios vegetativos ideales, y recuerda cuando jugaba con tierra para hacer montañas y las cubría de azúcar flor para imitar la nieve.

Por_ Alfredo López J.

Fotos_ Estudio Juan Grimm

Juan Grimm en Bahía Azul, Los Vilos, Chile.

 

Aún dibuja a mano cada uno de los proyectos que contabiliza en más de 700 fuera y dentro de Chile. Lo dice con orgullo, al mismo tiempo que relata cómo comenzó su pasión paisajística. “No te podría decir si hay un momento en que esta pasión tiene un inicio, o si me di cuenta de que quería ser paisajista. Lo que sí te puedo contar es que desde muy niño siempre me inclinaba por la Naturaleza”, comenta. 

Su familia tenía casa en Maitencillo, casi al borde de la playa, en los tiempos en que no había luz y la nana se ocupaba de llevarlos a acostar con ayuda de una vela en la mano: “Mi trance para quedarme dormido no estaba en el ruido de la televisión, sino el sonido de las olas. Eso era lo que yo escuchaba antes de cerrar los ojos. Muchos de esos recuerdos se quedaron como elementos muy arraigados en mí”, relata.

A Juan Grimm lo motiva la sensualidad de la Naturaleza, con el aroma del musgo adherido a una superficie; los troncos, cuando son lisos y fríos; y las piedras en las quebradas. 

“Es la piel del paisaje, que vive, crece, luego muere y se renueva. Yo trabajo con la arquitectura y también con elementos vivos. Ese contrapunto entre la vegetación y la arquitectura siempre ha estado junto a mí. Cuando con mis hermanos jugábamos a los autitos, yo era el que se encargaba del paisaje. En las pistas hacía lagunas y montañas con azúcar flor para que tuvieran nieve encima. Era algo muy intuitivo desde niño, claro. Más grande, recuerdo que había una reja en la casa de mis padres y yo simplemente la sembré con semillas de Suspiro azul, que es una planta que crece muy rápido y se encarama por todos lados. Eso ya era una manifestación de cerrar un jardín con un muro verde”, comenta Grimm cuyo primer ‘jardín profesional’, por decirlo de alguna manera, fue el que diseñó para el santiaguino Club de Polo. 

“Recuerdo que fueron muchos metros lineales de jardineras. Armé toda una composición con las plantas que a mí me gustaban. Las que tenían pelotitas y parecían bonsais, como nandinas y berberis de distintos colores. Pero cuando miré bien, observé los Álamos a lo lejos en los potreros. Y no me gustó nada. Sentí que no había concordancia con lo que había más allá. Pensé: ‘esto tiene que ser gris con texturas más finas’. Hice un cambio rotundo y opté entonces por pequeñas coníferas para que se vieran como parte de un todo. Eso grafica lo que yo hago hasta ahora. Hacer que ese paisaje que está más lejos tenga forma en lo más cercano. Si hay un Cedro gigante en el horizonte, le doy continuidad. Es algo fundamental”. 

 

Jardín en San Martín de los Andes, Argentina.

 

Formas, colores y sensualidad

Cuando terminó el colegio, quería estudiar pintura en el Bellas Artes. Pero quedó en arquitectura con un muy buen puntaje y tomó esa opción en gran parte por sus papás: ‘¿Vas a ser artista? ¡Cómo se te ocurre! Mejor arquitecto’, le decían. Finalmente tomó esa ruta porque le pareció fascinante y terminó sus estudios universitarios con buenos resultados. 

“Paralelo a eso me tomó de ayudante la paisajista inglesa Esmée Cromie, quien me enseñó muchas cosas a través de los jardines que ella, por ejemplo, proyectaba junto a Marta Viveros. Ahí me transformé en más que su discípulo, me integré incluso a su familia. Un día ella me dijo, ‘me gustaría que estés a cargo de un curso en la universidad’. Esas clases tuvieron mucho revuelo porque me propuse algo muy distinto. Mi apuesta era por las formas, los colores, la sensualidad, todo”.

–¿Cómo aplica esos conceptos frente al paisaje chileno, que es tan variado y con especies autóctonas?

“Hay que pensar, por ejemplo, que el valle central tiene quebradas. Es lo mismo que se encontró Pedro de Valdivia: Quillayes, Peumos y Helechos en las partes más húmedas, además de muchos Espinos. Aunque nuestro paisaje, por el cambio climático, se está transformando drásticamente, todavía sobrevive con esa fisonomía que yo replico en mis proyectos. Hacia el norte el paisaje es más ralo, aunque en la costa se pone muy interesante, como el lugar donde tengo mi casa, en Los Molles. Ahí existe una variedad de plantas maravillosas. Un paisaje muy duro, achaparrado y peinado por la fuerza del viento que llega desde el Pacífico, con Lucumillos de gran resistencia y con flores como Astromelias, Azulillos y Añañucas que en primavera son un espectáculo. Ese jardín personal lo tengo hace más de 28 años. En un principio puse Cipreses rastreros que, a los quince años, ya tenían troncos. Hasta que vino un temporal y todo se fue al suelo. De ahí dije ‘nunca más’, y pude confirmar por qué un paisaje tiene su impronta que se debe respetar”.

–Por el mundo, ¿cuáles son los parques que más le gustan o le llaman la atención?

“Considero que Central Park, en Manhattan, Nueva York, es uno de los parques más lindos que yo he visto. Es un espacio artificial que antes era un peladero con rocas. Pero es increíble cómo se ha transformado en un pulmón verde con grandes árboles muy bien mantenidos. Y bueno, otro es el Kew Garden de Londres con grandes colecciones de especies. En general, en Inglaterra, todos los parques son muy lindos. Porque la gente los cuida, los respeta. Aquí en Chile, desafortunadamente es muy distinto. Ni siquiera podamos”.

–¿A qué atribuye que nos despreocupemos de nuestro paisaje que, sin embargo, es tan marcado y que fue tan respetado por nuestras culturas ancestrales?

“Es muy cierto. Ese respeto se ha perdido porque no hay contacto con la Naturaleza. La tecnología atrajo a todo el mundo y le ganó a la Naturaleza. Ahora, sin embargo, nos enfrentamos a la realidad de que con la tecnología tendremos que salvarla. Hay que recuperar esa cultura, no es posible que en las municipalidades escasamente haya personas encargadas de hacer mantenciones regulares, tampoco hay expertos en árboles gigantes o en podas”.

–Imaginemos una familia con 200 metros de jardín en Santiago, ¿qué le aconseja?

“Todo depende de muchas cosas: el acceso al agua, las vistas, los gustos de los dueños de casa, en fin. Pero posiblemente les pediría que, al menos, planten un Quillay. Si los multiplicas por miles, inmediatamente se logra un ambiente mucho más lindo y con uso de muy poca agua. Es sin duda el mejor árbol para Santiago, el que más resiste, es perenne, es enorme y de gran adaptación a esta zona. Además, no hay quillayes en ninguna otra parte del mundo”.

–¿Qué otros detalles, en lo personal, persigue en sus jardines?

“No sé dar recetas. Aunque sí me gustan los jardines más estructurados, con plantas que no desaparezcan para que el espacio esté armado todo el año y no se sature. Mientas que las flores y especias caducas van cayendo en otoño y floreciendo en primavera, eso les otorga soltura y carácter a los espacios. Pero tampoco me gusta el revoltijo que, por ejemplo, hacen los ingleses. Son capaces de poner 45 especies en un espacio reducido. También me gusta ir combinando colores. En mi caso esa cromía va por el lado de los azules, rosados y blancos. Encuentro que un jardín tiene que evocar y decir algo, que el espectador sienta emociones frente a ellos. No se trata de ir al detalle de lo lindo que puede ser una florcita, sino que es un todo. Un viaje desde el momento en que llegas… Un jardín sin misterio no es un jardín. La idea es que no te imagines cómo continúa hacia un lado, que sorprenda, ojalá tenga agua y que suene”.

–Al momento de elegir especies de flores y árboles, ¿por cuáles se inclina?

“Me encantan las Lavandas, con su gris y azul. ¡Los Ceanothus rastreros son una maravilla! Y las Lilas japónicas con sus flores que son como una espuma. También la Espirea (Spiraea arguta) y las Coronas del poeta. En el trópico, las flores son todas grandes y muy hermosas. Pero en nuestra vegetación, donde tenemos árboles de hojas más finas, las flores también tienen que ser finas. Como las Gauras blancas (se destacan en su larga floración, formando grandes macizos con toques silvestres) que parecen hacer olas de espuma en el horizonte. En cuanto a los árboles, es muy difícil, porque me gustan muchos. Pero de los chilenos, sin duda, el Peumo. Tiene olor a Chile. Y de los más clásicos, los Encinos rojos, principalmente los que crecen cerca de los pantanos. En cuanto a los aromas, me llaman la atención los Osmanthus fragrans (olivo fragante, olivo dulce u osmanto oloroso, una especie de arbusto de la familia Oleaceae nativo de Asia, que se encuentra desde el Himalaya hasta China, Taiwán y el sur del Japón), arbustos con una flor muy perfumada, además de los Diamelos, los Jazmines del Cabo y la Choisya (un género de plantas con flores con 10 especies, perteneciente a la familia Rutaceae. Nativos de EE. UU. y del sur en México, son arbustos perennes que alcanzan los 1-3 metros de altura). Las piedras también son importantes y tienen que ver con algo más relacionado con la tierra. Cada vez que uso una, lo hago de forma que sea vea como si continuara hacia abajo, como si fuera parte de la estructura del terreno, algo que tiene seguramente una influencia de la tradición del jardín japonés”. 

Parque Chiñihue, Melipilla, Chile.

 

Dedos para el piano

De joven, Juan Grimm pensaba que sería artista, pintor o escultor. “Era algo que evidentemente venía conmigo”, dice. Pero finalmente optó por arquitectura porque le parecía interesante, y porque la presión familiar fue determinante. Entró, sin mayores vacilaciones a la Universidad Católica de Valparaíso que era considerada lo más vanguardista de esos años, un lugar influenciado por el espíritu de Amereida: un camino para desarrollar una nueva poética frente al espacio. 

Pronto prosiguió sus estudios en Santiago y egresó con el honor de haber ganado la segunda Bienal de Arquitectura. “El premio era ir a Italia, pero no pude por la edad. En cambio, partí a India, algo que fue mucho mejor”. 

Luego de esa travesía, la propia Esmée Cromie lo convenció de que ‘tenía dedos para el piano’ y entonces lo invitó a la cátedra de composición y paisajismo de la Universidad de Chile.

“En otras palabras, empecé a hacer clases sin nunca haber hecho un jardín. Pero lo curioso es que yo sabía cómo hacerlo”, enfatiza mientras sus lápices y croqueras protagonizan el espacio en su oficina, en pleno barrio El Golf, para seguir trazando sus emblemáticos e inolvidables paisajes sin final. 

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