Nuestro lugar en el mundo

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No son muchas las civilizaciones clásicas originarias. En América del Sur sólo se reconoce a una, la que surgió a lo largo de la Cordillera de los Andes, en valles altos o bajos que se ubican entre la verde Amazonía y el azul Océano, cuyas altas cumbres blancas fueron “lugar para mirar las estrellas” (Tupungato).

Por_ Miguel Laborde

El mundo andino está en el origen de nuestro barrio, en el origen del devenir a este lado del mundo, el lado oeste de Sudamérica. La misma forma de nuestro territorio –Serpiente de la Tierra para los pueblos originarios–, parece reptar desde los hielos australes en su avance hacia el corazón del subcontinente, esas latitudes donde emergió “nuestra” primera civilización.

En algún momento se nos perdió, como declaró el último Premio Nacional de Artes Plásticas 2021, Francisco Gazitúa, miembro del colectivo Cruz del Sur que, hace años, intenta que los chilenos volvamos a ser parte del mundo andino.

El símbolo mayor de ese desasimiento es el secuestro de El Niño de El Plomo, el que se extrajo de su santuario en lo alto de esa montaña sagrada que tutela todo el Chile Central; por eso antes se llamaba “El Guardián del Valle”, era el gran Apu, visible desde Colchagua por el sur hasta Las Chilcas por el norte y se iba hacia él en procesión por una ruta que lo recuerda, Apoquindo: Apu kintu (ofrendas para el Apu).

Ese niño de unos 9 años vino desde Tiwanaku, caminando miles de kilómetros, lo que da una idea de la magnitud de la catástrofe que, con el ritual de Capac Cocha, se pretendía restablecer el orden cósmico. Su cuerpo quedó como en suspensión, mediante una técnica que hoy se usa con los órganos que serán utilizados en trasplantes. Como dormido en tanto viajaba –era un emisario– al Más Allá. Calificarlo de “momia” fue otro despropósito.

La montaña custodiando al niño quedó doblemente sacralizada; por sí misma y por la presencia de ese santuario donde dormía un ser que había sido escogido por su perfección y pureza.

No sabemos qué causó ese ritual tan excepcional que unió a Tiwanaku, con Cuzco y El Plomo: ¿Habrán temido un fin de mundo?

Hay que recordar que, para todos los pueblos antiguos, el mundo estaba vivo. Aunque eterno, su vida pasaba por ciclos que dependían de los actos de los seres humanos o la voluntad de los dioses. El gran poeta griego Heráclito, escribió: “Este cosmos, el mismo para todos, ninguno de los dioses ni de los hombres lo ha hecho, sino que siempre existió, existe y existirá como fuego siempre vivo, que conforme a medida se enciende según y se apaga conforme a medida”. Se enciende y se apaga, y todo estaba conectado. Así era también la cosmovisión andina.

Para Heráclito era natural que hubiera desajustes entre los dioses y los hombres: “Pues no habría armonía si no hubiese agudo y grave, ni animales si no hubiera hembra y macho, que están en oposición”. Previsible era, entonces, que se necesitaran ciertos rituales, a veces sacrificiales, para mantener vivo el diálogo entre lo humano y lo divino.

Haber secuestrado a El Niño para llevarlo a un refrigerador en el Museo de Historia Natural interrumpió esa relación de manera inaceptable para el escultor Gazitúa, quien declaró al diario español «El País» que “no me voy a morir mientras no tengamos al niño arriba”, en relación al proyecto para devolverlo a su lugar en la montaña como acto de reparación de la dignidad de los pueblos originarios, el que lleva adelante con la también artista Ángela Leible, José Pérez de Arce y otros asociados. 

Aspiran a que “el niño emisario”, puente entre lo humano y lo divino, vuelva a irradiar su presencia sobre el Chile central. De manera similar, en Argentina hay un proyecto para devolver el niño que, por otra ceremonia, había sido dejado en las alturas del Monte Aconcagua, “el Techo de América”. En 1985 fue encontrado y también permanece en un refrigerador.

El Recinto dorado

¿En qué momento perdimos el contacto con las cumbres y nos hundimos en el valle, sin poder ver más que el círculo de cerros? ¿En qué momento caímos? Fue entonces cuando se nos perdió el origen, la matriz andina de nuestra civilización originaria.

El Niño de El Plomo vino a nuestra tierra cuando nuestro valle estaba conectado con el Cuzco por ceques, líneas imaginarias o rayas que conectaban los santuarios de las cuatro partes del Imperio Inca generando un orden espacial ritual que sacralizaba el territorio. El punto exacto en Cuzco corresponde a la Coricancha o Recinto Dorado, el templo mayor de la ciudad, ubicado entre los ríos Huatanay y Tullumayo. De piedras naturales entrelazadas, una franja de oro puro recorría su fachada en tanto alambres de oro sostenían la techumbre.

La espacialidad ritual entrelazaba, además, el sur de Colombia con el centro de Chile. Era un recinto sagrado a gran escala, nuestro eje vertical a lo largo de los Andes, la serpiente de la tierra. La novela «Cielo de serpientes» de Antonio Gil (Editorial Planeta Chile, 2008), es un merecido y logrado esfuerzo por reconstituir la vida del niño de El Plomo en un tiempo cósmico que el relato pone en contraste con un presente racional y científico, el que ve el cuerpo del niño como un objeto arqueológico útil para ensayar experimentos y probar teorías. Con empatía, el texto describe el santuario de lo alto: “En el silencio de los átomos, Kauripaxa duerme y es un germen de un cosmos futuro, y en él duermen todas las vidas en una semilla, en un bulbo de amancay enterrado en la nieve. Vivo y soñando bajo las lajas y vistiendo no los atavíos funerarios, sino la túnica de un príncipe en reposo. Porque no está arropado Kauripaxa por el telar de la muerte, sino con la tesitura finísima de las fiestas grandemente esperadas en el ayllu”.

Sin atavíos funerarios, porque no está muerto. Sólo duerme, sueña y espera el contacto con los dioses. Habrá que devolverlo a su montaña, para que continúe su misión. Para eso entregó su vida.

El mito blanco del Cono Sur

Nos alejamos en el siglo XIX. Cuando la civilización era Europa. Ella era el progreso, el futuro, y barbarie eran “los otros”; el campo, los indios, el pasado del que nos desprendíamos como de un abrigo que soportó demasiados inviernos, para adentrarnos finalmente en la vibración excitante de la vida moderna que se irradiaba de París y Londres. Domingo Faustino Sarmiento lo dijo con esas mismas palabras en el subtítulo de su libro llamado «Facundo: Civilización o barbarie en las pampas argentinas».

Sarmiento no era el único, era el pensamiento de su época, pero, hábil con las palabras, su descaro es más visible: “Quisiéramos apartar de toda cuestión social americana a los salvajes por quienes sentimos sin poderlo remediar, una invencible repugnancia”. Llega a escribirle a su amigo Bartolomé Mitre, el que también llegó a ser Presidente de Argentina: “no trate de economizar sangre de gaucho. Este es un abono que es preciso hacer útil al país. La sangre es lo único que tienen de seres humanos esos salvajes”.

Chile tiene tres veces más de población indígena, en porcentaje, pero sintonizamos con ese discurso del Cono Sur que, con Argentina y Uruguay, se identificó con lo europeo y se bajó de la Cordillera y se segregó de la civilización andina. Aquí estaba la blanca y nueva Europa, más al norte lo indígena. Aquí, en las latitudes frías, similares a las europeas.

Todo esto hacia 1875. Medio siglo después ello culminaría durante el gobierno de Carlos Ibáñez del Campo, cuando la Cancillería comunicó a sus cónsules en Estados Unidos –durante el primer auge del Cine–, que no debían aceptar que en películas supuestamente ambientadas en Chile aparecieran personajes negros, indígenas de piel oscura. Ello era falsear la realidad. Éramos, queríamos ser, puramente blancos.

Es un símbolo curioso el que el cuerpo del niño de El Plomo haya quedado en el Palacio de la Quinta Normal, un escenario de voluntad tan europea. Justo ahí, en ese lugar que nació para ensayar la aclimatación de lo mejor de la fauna y la flora europeas, desde percherones ingleses a vacas suizas, semillas de árboles y árboles frutales, aves y legumbres, todo lo necesario para transformar productivamente el paisaje chileno “limpiando monte”, lo que para la época implicaba talar hectárea tras hectárea de bosque nativo para transformarlo en paisaje rural europeo.

Ahí atrapado está el cuerpo del niño que vino de Tiwanaku. Es un hecho inaudito que todavía permanezca en ese lugar, cuando en el presente se reconoce la legitimidad de las espiritualidades andinas, tan válidas como las de los demás continentes.

Si hacia 1925 se completó el desgaje del resto de América del Sur, el descenso de la cordillera y el quiebre con el mundo andino para intentar transformarnos en europeos blancos, renegando de nuestro origen, el año 2025 –luego de cien años de soledad–, podría ser el mejor momento para regresar a él, a ese tiempo cuando lo de abajo y lo de arriba, el valle y la montaña, todavía estaban comunicados. 

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